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Escondí el equipaje en un lugar seco a media cuesta del terraplén y me arrastré el resto del camino hacia arriba, yaciendo en un ángulo que ocultaba mi cuerpo pero me permitía ver la carretera, la cúbica clínica de hormigón de Ibu Ina y el coche negro aparcado frente a ella.

Los hombres del coche habían entrado por la puerta trasera. Encendieron más luces según se movían por el edificio, convirtiendo en cuadrados amarillos las ventanas con las persianas ajadas, pero no tenía forma de saber qué hacían allí. Registrando el lugar, supuse. Intenté estimar cuánto tiempo permanecieron dentro, pero parecía que había perdido la habilidad de calcular el tiempo o siquiera de leer los números de mi reloj. Los numerales resplandecían como luciérnagas inquietas pero no se detenían lo suficiente para que los entendiera.

Uno de los hombres salió por la puerta principal, fue hasta el coche y puso el motor en marcha. El segundo hombre emergió unos pocos segundos después y ocupó el asiento del pasajero. El coche color medianoche rodó hacia mí mientras giraba en la carretera, sus luces proyectándose por encima del arcén.

Me agaché y me quedé inmóvil hasta que el ruido del motor se desvaneció.

Entonces pensé en qué hacer a continuación. La pregunta era difícil de responder, porque estaba cansado, repentina y enormemente cansado; demasiado débil para levantarme. Quería volver a la clínica, encontrar un teléfono y advertir a Ibu Ina sobre los hombres en el coche. Pero quizá En lo hiciera. Eso esperaba. Porque yo no iba a poder llegar a la clínica. Mis piernas no hacían nada excepto temblar cuando les ordenaba moverse. Era más que fatiga. Me sentí paralizado.

Y cuando miré a la clínica de nuevo, había humo saliendo por el respiradero del techo y la luz detrás de las ventanas era de un amarrillo parpadeante. Fuego.

Los hombres del coche habían prendido fuego a la clínica de Ibu Ina, y no había nada que pudiera hacer excepto cerrar los ojos y esperar no morirme antes de que alguien me encontrara.

El hedor a humo y el sonido de llantos me despertaron.

Todavía no era de día. Pero descubrí que podía moverme, al menos un poco, con considerable esfuerzo y dolor y parecía que pensaba más o menos claramente. Así que tiré de mí mismo para subir la cuesta, centímetro a centímetro.

Había coches y gente en todo el espacio abierto, focos y linternas que trazaban arcos espásticos por el cielo. La clínica era una ruina humeante. Sus paredes de hormigón seguían en pie pero el techo se había derrumbado y el fuego había eviscerado el edificio. Logré ponerme de pie. Caminé hacia el sonido de llanto.

El sonido venía de Ibu Ina. Estaba sentada en un islote de asfalto abrazándose las rodillas. Estaba rodeada de un grupo de mujeres que dedicaron miradas oscuras y suspicaces mientras me acercaba a ella. Pero cuando Ina me vio se puso en pie de un salto, secándose los ojos con la manga.

—¡Tyler Dupree! —corrió hacia mí—. ¡Creía que había muerto quemado! ¡Quemado junto con todo lo demás!

Me agarró, me abrazó, me sostuvo, ya que mis piernas se habían vuelto flácidas de nuevo.

—La clínica —logré decir—. Todo tu trabajo. Ina, lo siento tantísimo…

—No —dijo ella—. La clínica es un edifico. La parafernalia médica puede reemplazarse. Usted, por el contrario, es único. En nos contó cómo lo envió fuera de la clínica cuando llegaron los incendiarios. ¡Le salvó la vida, Tyler! —Se apartó de mí —. ¿Tyler? Está usted bien.

No estaba nada bien. Miré al cielo por encima del hombro de Ina. Casi amanecía. El antiguo sol salía. El monte Merapi quedaba silueteado contra el cielo índigo.

—Sólo estoy cansado —dije y cerré los ojos—. Sentí que las piernas se me doblaban y oí a Ina pidiendo ayuda, y luego dormí algo más… días, según me contaría Ina posteriormente.

Por razones obvias, no podía permanecer en la aldea.

Ina quería cuidar de mí durante lo que quedaba de la crisis de la droga, y sentía que la aldea me debía protección. Después de todo, yo había salvado la vida de En (o en eso insistía ella), y En no sólo era su sobrino, sino que estaba emparentado virtualmente con todo el mundo en el pueblo, de una forma u otra. Era un héroe. Pero también un imán que atraía la atención de hombres malvados, y si no fuera por los ruegos de Ina, sospecho que el kepala desa me hubiera puesto en el primer autobús a Padang y santas pascuas. Así que me llevaron junto con mi equipaje a una casa deshabitada de la aldea (los dueños habían salido de rantau hacía meses) mientras se hacían otros planes.

Los minangkabau de Sumatra Occidental sabían cómo sobrevivir ante la opresión. Habían sobrevivido a la llegada del Islam en el siglo XVI, a la Guerra de los Padris,[14] al colonialismo holandés, al Nuevo Orden de Suharto, a la Restauración Negari y, después del Spin, a los Nuevos Reformasi y su brutal policía nacional. Ina me había contado algunas de esas historias, tanto en la clínica como luego, cuando yacía en una habitación diminuta en una casa de madera bajo las enormes y lentas aspas de un ventilador eléctrico. La fuerza de los minang, decía, era su flexibilidad, su profunda comprensión de que el resto del mundo no era como su hogar y nunca lo sería. (Citó un proverbio minang: «En diferentes campos, saltamontes diferentes; en diferentes estanques, peces diferentes»). La tradición del rantau, emigración de hombres jóvenes que salen al mundo y vuelven a casa más ricos o más sabios, los había convertido en un pueblo sofisticado. Las simples casas con aleros en forma de cuerno de búfalo estaban adornadas con antenas de aeróstato, y la mayoría de las familias de aldea, según Ina, recibían regularmente cartas o correos electrónicos de familiares en Australia, Europa, Canadá y los Estados Unidos.

No era sorprendente, entonces, que hubiera minangkabau trabajando en todos los niveles de los muelles de Padang. El ex marido de Ina, Jala, sólo era uno de muchos en el negocio de la importación/exportación que organizaba expediciones de rantau al Arco y más allá. No era coincidencia que las pesquisas de Diane la hubieran conducido a presencia de Jala y, por tanto, a Ibu Ina y a esta aldea de las tierras altas.

—Jala es un oportunista y puede ser bastante mezquino si se le antoja, pero no carece de escrúpulos —dijo Ina—. Diane tuvo suerte de encontrarle, o de lo contrario es que sabe juzgar muy bien el carácter de las personas. Probablemente sea lo último. En cualquier caso, Jala no tiene ningún cariño a los Nuevos Reformasi, afortunadamente para todos los implicados.

(Se había divorciado de Jala, dijo ella, porque se había aficionado al mal hábito de acostarse con mujeres de dudosa reputación en la ciudad. Gastaba demasiado dinero en sus amiguitas y por dos veces había traído a casa enfermedades venéreas curables pero alarmantes. Era un mal marido, pero no era un hombre especialmente malo. No traicionaría a Diane a las autoridades a menos que fuera capturado y torturado físicamente… y era demasiado listo para dejarse capturar).

—Los hombres que quemaron tu clínica…

—Debieron seguir a Diane al hotel de Padang y luego interrogaron al conductor que te trajo aquí.

—Pero ¿por qué incendiar el edificio?

—No lo sé, pero creo que era un intento de asustarle y que saliera a descubierto. Y una advertencia a todo el que pudiera ayudarle.

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14

Conflicto entre minangkabau tradicionalistas (seguidores del adat, las costumbre tradicionales nominalmente islámicas) y reformistas islámicos (los padri, que pretendían la imposición de un sistema legal coránico) en Sumatra Occidental entre 1821 y 1837, con la intervención de los holandeses a favor de los tradicionalistas. (N. del T.)