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Fidelma bajó los ojos y miró impasible a aquella figura amenazadora. Aquel desdeño artificial ocultaba sus temores.

– Soy Fidelma de Kildare; Fidelma de los Eóganacht de Cashel -añadió-. ¿Y quién sois vos para detener a unos viajeros en el camino?

El hombre abrió bien los ojos un momento. Dio un paso adelante y la examinó de cerca sin contestar. Luego se giró para examinar a Cass con la misma atención.

– ¿Y vos? ¿Quién sois? -preguntó con una brusquedad que dejaba entender que no le había impresionado saber que Fidelma estaba emparentada con los reyes de Cashel.

El joven guerrero se desajustó la capa para que el hombre pudiera ver su torc de oro.

– Soy Cass, campeón del rey de Cashel -dijo, imprimiendo a su voz todo el tono de fría arrogancia que pudo.

El hombre de cara roja retrocedió e hizo un gesto a los otros para que bajaran sus armas.

– Entonces ocupaos de vuestros asuntos. Alejaos de este lugar; no miréis atrás y no se os hará daño.

– ¿Qué está pasando aquí? -inquirió Fidelma, señalando con la cabeza hacia las construcciones que ardían.

– El azote de la peste amarilla ha devastado este lugar -respondió el hombre-. La destruimos con las llamas, eso es todo. ¡Ahora, marchad!

– ¿Pero, y la gente? -protestó Fidelma-. ¿De quién tenéis órdenes para hacer esto? Yo soy dálaigh del tribunal brehon y hermana del presunto heredero de Cashel. Hablad, hombre, o tal vez tengáis que responder ante los brehons de Cashel.

El hombre de cara rojiza parpadeó ante el tono duro que mostraba la voz de la joven. Tragó saliva y levantó la vista como si no pudiera creer lo que oía. Entonces respondió enfurecido.

– Los reyes de Cashel no tienen derecho a dar órdenes en la tierra de los Corco Loígde. Sólo nuestro jefe, Salbach, tiene ese derecho.

– Y Salbach tiene que responder ante el rey de Cashel, muchacho -señaló Cass.

– Estamos lejos de Cashel -replicó el hombre con tozudez-. Yo os he advertido de que aquí hay peste amarilla. Ahora marchad antes de que cambie de opinión y ordene a mis hombres que disparen.

Dio una señal a sus arqueros. Éstos elevaron sus armas otra vez y tendieron las cuerdas de los arcos. Tenían las flechas preparadas junto a sus mejillas.

Cass estaba nervioso.

– Hagamos lo que dice, Fidelma -murmuró. Sólo que un dedo se les resbalara, la flecha daría seguro en un blanco-. Este hombre es de los que no razonan más que con la fuerza.

Fidelma se retiró de mala gana y siguió a Cass, que arreaba a su caballo para que retomara el camino por el que habían venido, pero en cuanto estuvieron del otro lado de la curva, lo alcanzó y lo agarró por el brazo para detenerlo.

– Hemos de regresar para ver lo que está sucediendo -dijo con firmeza-. ¿Fuego y espadas para combatir la peste en un pueblo? ¿Qué tipo de jefe sancionaría tal cosa? Hemos de regresar y ver qué ha ocurrido a la gente.

Cass la miró dubitativo.

– Es peligroso, hermana. Si tuviera un par de hombres o incluso si estuviera solo…

Fidelma resopló disgustada.

– No permitáis que mi sexo ni mi santa orden atemoricen vuestro corazón, Cass. Estoy ansiosa por compartir el peligro. ¿O acaso tenéis miedo de la peste?

Cass parpadeó rápidamente. Había tocado su masculino orgullo guerrero.

– Estoy ansioso por regresar -contestó con frialdad-. No estaba más que preocupado por vos y vuestra misión. Sin embargo, si exigís que regresemos, regresaremos. Pero sería mejor no hacerlo directamente. Esos soldados podrían estar esperando que así lo hiciéramos. Los temo más a ellos que a la peste. Cabalgaremos por las colinas un poco y luego dejaremos nuestros caballos y buscaremos una posición estratégica para observar lo que podamos antes de regresar al pueblo.

Fidelma accedió de mala gana. La ruta indirecta tenía sentido.

Pasó media hora antes de que se encontraran ocultos tras una mata de arbustos en los alrededores de los edificios que todavía ardían. Unas construcciones de madera crujían bajo el gran fuego, mientras otras se desplomaban y provocaban una lluvia de chispas y nubes de humo. Fidelma se dio cuenta de que en poco tiempo el pueblo no sería más que un amasijo negro de carbón. Parecía que el hombre de cara rojiza y sus seguidores habían desaparecido. No se oían sonidos humanos entre el crujir y el rugido de las llamas.

Fidelma se puso lentamente en pie y se tapó la boca con un trozo de capucha para protegerse los pulmones de aquella nube de humo.

– ¿Dónde está la gente? -preguntó, sin esperar realmente que Cass respondiera.

Éste observaba sin comprender los escombros en llamas de lo que había sido una docena de granjas. Fidelma obtuvo una respuesta antes incluso de que su pregunta se formulara. Había varios cuerpos yaciendo entre las granjas quemadas; hombres, mujeres y niños. La mayoría de ellos habían sido atacados antes de que se prendiera fuego a sus casas. Ciertamente no eran víctimas de la peste amarilla.

– La cabaña de sor Eisten estaba por allí -indicó Cass en tono grave-. Se ocupaba de un pequeño hostal para viajeros y de un orfanato. Me alojé en ella cuando pasé por la zona hace seis meses.

Se abrió camino entre el humo y el remolino de escombros hasta un extremo del pueblo. Había una construcción junto a una roca de la que manaba agua. El hostal no se hallaba totalmente destruido porque estaba en gran parte construido con piedras, amontonadas una encima de las otras. Pero el tejado de madera, las puertas y lo que había contenido el edificio ya no existían. Ahora eran un montón de cenizas ardiendo.

– Destruido -murmuró Cass, con las manos en las caderas-. Gente asesinada y ninguna señal de peste. Esto es un misterio.

– ¿Una pelea? -aventuró Fidelma-. ¿Tal vez una represalia por algo que hiciera este pueblo?

Cass se encogió de hombros.

– Cuando lleguemos a Ros Ailithir, hemos de enviar un mensaje al jefe de esta zona relatándole esto y pidiendo que nos dé una explicación en nombre de Cashel.

A Fidelma le parecía bien. Miró con desgana hacia el cielo por el este. No tardaría mucho en anochecer. Tenían que ponerse inmediatamente en camino hacia la abadía o se haría de noche mucho antes de que llegaran.

Les sorprendió el llanto agudo de un bebé, totalmente inesperado en aquel momento y en aquel lugar.

Fidelma echó rápidamente una mirada a su alrededor intentando localizar de dónde provenía el ruido. Cass ya iba por delante de ella, subiendo por una cuesta que había al borde de un bosque en los aledaños del pueblo, tras el abrasado hostal de la religiosa.

Fidelma no tuvo más remedio que apresurarse tras de él.

Percibieron un movimiento entre los arbustos y Cass se abalanzó y atrapó con su mano algo que se retorcía y chillaba.

– ¡Dios nos asista! -susurró Fidelma.

Era un niño de no más de ocho años, sucio y despeinado, gritando de miedo.

Algo más se movió entre los árboles.

Una mujer joven surgió de detrás de los arbustos; su cara era gordita y blanca, allí donde no estaba manchada por el hollín y la suciedad. Su rostro reflejaba ansiedad. En sus brazos mecía al niño que chillaba, mientras que alrededor de sus faldas, agarrándose a sus pliegues, había dos niñas de cabello cobrizo que sin duda eran hermanas. Detrás de ella había dos niños de cabellos castaños. Todos ellos parecían angustiados.

Fidelma vio que la mujer apenas tendría veinte años, aunque llevaba hábito de religiosa. A pesar de que el bebé casi lo ocultaba, Fidelma se dio cuenta de que llevaba un gran crucifijo, algo poco usual. Era una pieza más propia del estilo de Roma que del irlandés, pero estaba trabajado y tenía piedras semipreciosas incrustadas. A pesar de su aparente juventud, su figura rechoncha y de cara redonda conferían a la mujer un aire que en circunstancias normales resultaría de protección maternal. Ahora temblaba de forma incontrolada.