Tangibilidad. Ésa es la palabra que más utiliza cuando discute sus ideas con los amigos. El mundo es tangible, afirma.
Los seres humanos son tangibles. Están dotados de cuerpo, y como el cuerpo siente el dolor y padece la enfermedad y experimenta la muerte, la vida humana no ha cambiado ni un ápice desde el comienzo de la humanidad. Sí, el descubrimiento del fuego dio calor al hombre y acabó con la dieta de carne cruda; la construcción de puentes le permitió cruzar ríos y corrientes sin mojarse los dedos de los pies; la invención del aeroplano hizo posible que saltara océanos y continentes mientras creaba fenómenos nuevos como el desfase horario y la proyección de películas durante el vuelo: pero aunque haya cambiado el mundo circundante, el hombre mismo no ha cambiado. Los hechos de la vida son constantes. Vivimos y después morimos. Nacemos del cuerpo de una mujer y, si logramos sobrevivir a nuestro nacimiento, nuestra madre debe alimentarnos y cuidarnos para garantizar que sigamos viviendo, y todo lo que ocurre entre el momento del nacimiento y la muerte, toda emoción que nos embargue, todo arrebato de ira, toda oleada de deseo, todo acceso de llanto, todo ataque de risa, todo lo que sintamos a lo largo de nuestra vida también habrán de haberlo sentido todos los que vinieron antes de nosotros, ya seamos cavernícolas o astronautas, ya habitemos en el desierto de Gobi o en el Círculo Polar Ártico. Todo eso se le ocurrió en un súbito y epifánico estallido cuando tenía dieciséis años. Hojeando una tarde un libro ilustrado sobre los manuscritos del Mar Muerto, dio con unas fotografías de las cosas que habían descubierto junto con los manuscritos en pergamino: platos y servicios de mesa, cestas de paja, cazuelas, jarras, todo ello absolutamente intacto. Estudió con atención las fotos durante unos momentos, sin llegar a comprender por qué le parecían tan absorbentes aquellos objetos, y entonces, al cabo de unos instantes más, acabó entendiéndolo. Los dibujos ornamentales de los platos eran idénticos a los de las vajillas del escaparate de la tienda de enfrente de su apartamento. Las cestas eran idénticas a las que millones de europeos utilizan hoy para hacer la compra. Los objetos de las fotografías tenían dos mil años de antigüedad, y sin embargo parecían nuevos, absolutamente contemporáneos. Ésa fue la revelación que cambió su manera de pensar sobre el tiempo humano: si una persona de hace dos mil años, que vivía en un alejado reducto del Imperio romano, podía crear un utensilio doméstico de aspecto exactamente igual al que se utiliza hoy día, ¿cómo podían ser su manera de pensar, su personalidad o sus sentimientos diferentes de los suyos propios? Ésa es la historia que nunca se cansa de repetir a sus amigos, su argumento en contra de la creencia predominante de que las nuevas tecnologías modifican la conciencia del hombre. Microscopios y telescopios nos han permitido ver más cosas que nunca, afirma él, pero en nuestra vida cotidiana sigue rigiendo la visión normal. El correo electrónico es más rápido que el postal, sostiene, pero en el fondo no es más que otra forma de escribir cartas. Va desgranando un ejemplo tras otro. Es consciente de que los vuelve locos con sus conjeturas y opiniones, de que los aburre con sus largas y ociosas peroratas, pero se trata de cuestiones importantes para él y una vez que empieza, le resulta difícil parar.
Tiene una presencia voluminosa e imponente, de oso desaliñado, con barba cerrada de color castaño y pendiente de oro en el lóbulo de la oreja izquierda; mide un metro noventa y con su anchura, que le hace andar como un pato, pesa ciento veinte kilos. Su uniforme diario consiste en unos mustios vaqueros negros, botas de trabajo amarillas y una camisa a cuadros de leñador. No se cambia con frecuencia de ropa interior. Hace ruido al masticar. No ha tenido suerte en el amor. Entre todas las ocupaciones de su vida, tocar la batería es con la que más disfruta. Fue un niño revoltoso, un alborotador indisciplinado y desmedido, de agresividad torpe y dispersa, y cuando sus padres le regalaron una batería en su duodécimo aniversario, con la esperanza de que sus impulsos destructivos adquiriesen una forma distinta, su intuición resultó acertada. Diecisiete años después, su colección ha pasado de las piezas básicas (caja, tam-tam 1 y 2, tamboril, bombo, platillo, platillos charlestón) a incluir más de dos docenas de tambores de diversas formas y tamaños procedentes de todas partes del mundo, entre los que se cuentan ejemplares de murumba, batá, darbuka, okedo, kalangu, rommelpot, bodhrán, dhola, ingungu, koboro, ntenga y tabor. En función del instrumento, toca con baquetas, mazas o a mano limpia. Su armario de instrumentos está lleno de accesorios como campanas tubulares, gongs, rombos, castañuelas, cencerros, campanillas, tablas de lavar y kalimbas, pero también toca con cadenas, cucharas, guijarros, papel de lija y sonajeros. El grupo con el que toca se llama Mob Rule, [1] y hacen un promedio de dos o tres conciertos al mes, principalmente en pequeños bares y clubs de Brooklyn y el bajo Manhattan. Si ganaran más dinero, dejaría gustosamente todo lo demás y se pasaría el resto de la vida viajando por el mundo con ellos, pero apenas sacan lo suficiente para cubrir los gastos del local de ensayo. Le encanta el sonido áspero, discordante e improvisado que crean -el funk paliza, como a veces lo llama-, y no les faltan seguidores leales. Pero no son suficientes, ni de lejos, de modo que se pasa la mañana y la tarde en el Hospital de Objetos Rotos, enmarcando carteles de cine y reparando reliquias fabricadas durante la niñez de sus abuelos.
Cuando Ellen Brice le habló el verano pasado de la casa abandonada de Sunset Park, lo vio como una oportunidad de poner a prueba sus ideas, de ir más allá de sus solitarios e inocuos ataques al sistema y participar en una acción común. Es el paso más audaz que ha dado hasta ahora y no tiene problemas para conciliar la ilegalidad de lo que están haciendo con su derecho a hacerlo. Son tiempos desesperados para todo el mundo, y una casa de madera abandonada que se está derrumbando en un barrio tan venido a menos como ése no es sino una clara invitación para vándalos y pirómanos, un adefesio que pide a gritos que fuercen la entrada para saquearla, una amenaza al bienestar de la comunidad. Al ocupar esa vivienda, sus amigos y él están contribuyendo a la seguridad de la calle, haciendo la vida más llevadera a las personas del barrio. Estamos a primeros de diciembre y ya llevan casi cuatro meses ocupando la casa ilegalmente. Como fue él quien tuvo la idea de instalarse allí y quien reclutó a los combatientes del pequeño ejército, además de ser el único que sabe algo de carpintería, fontanería e instalación eléctrica, es oficiosamente el cabecilla del grupo. No un amado jefe, quizá, sino un dirigente tolerado, pues todos son conscientes de que el experimento se vendría abajo sin él.