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– Ja, ja. Muy bueno -dijo Ashling sin convicción. Lo peor de ser amiga de Ted era tener que hacer de conejillo de Indias de sus nuevos chistes-. Pero ¿me dejas que te haga una sugerencia? Escucha: anoche se la estuve metiendo a mi novia y le dije que siempre la amaría y nunca la abandonaría… ¡Ja, Ja! -añadió con ironía.

– Se me hace tarde -dijo Ted-. ¿Te llevo a algún sitio?

Ted solía llevar a Ashling al trabajo en la bicicleta, de camino hacia el Ministerio de Agricultura.

– No, gracias. No te va de camino.

– Suerte con la entrevista. Ya vendré a verte esta noche.

– No tenía ninguna duda -dijo Ashling por lo bajo.

– ¡Por cierto! ¿Cómo va tu infección del oído?

– Mucho mejor. Ya puedo lavarme el pelo yo sola.

3

Finalmente Ashling se decidió por la chaqueta número uno. Creía haber detectado una ligera entrada entre sus pechos y sus caderas que para ella ya era suficiente.

Tras meditar un buen rato sobre el tipo de maquillaje que le convenía, se decidió por uno discreto, para no dar impresión de chica frívola. Pero para no parecer demasiado sosa, cogió su bolso blanco y negro de piel de poni. Luego frotó su Buda de la suerte, se metió el amuleto en el bolsillo y se quedó mirando con pesar su gorra roja de la suerte. ¿Cómo iba a ponerse una gorra roja con borla para ir a una entrevista de trabajo? De todos modos no la necesitaba: según su horóscopo, aquel iba a ser un gran día. Lo mismo decía el oráculo de los ángeles.

Bajó a la calle, y tuvo que pasar por encima de un individuo profundamente dormido junto al portal. Puso rumbo a las oficinas de Dublín de Randolph Media, caminando a buen paso por las embotelladas calles del centro de la ciudad, repitiendo mentalmente, una y otra vez, siguiendo los consejos de Louise L. Hay: «Voy a conseguir este trabajo, voy a conseguir este trabajo, voy a conseguir este trabajo…».

Pero no pudo evitar preguntarse: «¿Y si no lo consigo? Pues no importa, pues no importa, pues no importa…».

Aunque había conseguido guardar la compostura, Ashling estaba destrozada por el incidente con el sofá de la señora O'Sullivan. Tan destrozada que había tenido otra infección de oído de esas que siempre tenía cuando estaba estresada.

Perder el empleo era algo terriblemente infantil, no era propio de una persona de treinta y un años, titular de una hipoteca. Se suponía que ella ya había superado esa etapa, ¿no?

Para impedir que su vida se viniera abajo, Ashling se había puesto a buscar trabajo con verdadera pasión, y se había presentado a cualquier cosa que pareciera factible. No, no sabía echarle el lazo a un semental desbocado, había admitido en la entrevista para el rancho del Lejano Oeste de Mullingar (en realidad ella creía que la estaban entrevistando para cubrir un puesto administrativo), pero estaba dispuesta a aprender lo que hiciera falta.

En todas las entrevistas a que se presentaba, repetía aquello de que estaba dispuesta a aprender lo que hiciera falta. Pero de todos los puestos solicitados, el de la revista Colleen era el único que de verdad le interesaba. Le encantaba trabajar en una revista, y en Irlanda no abundaban los empleos en revistas. Además, Ashling no era periodista: sencillamente era una buena organizadora, y muy detallista.

Las oficinas de Randolph Media estaban en el tercer piso de un edificio de oficinas de los muelles. Ashling se había enterado de que Randolph Media también era propietaria de la pequeña pero creciente cadena de televisión Channel 9, y de una emisora de radio muy comercial; pero al parecer esas empresas tenían su sede en otro local.

Ashling salió del ascensor y echó a andar por el pasillo hacia recepción. Había mucha actividad, y la gente iba de un lado para otro llevando papeles. Ashling sintió una oleada de emoción que casi le produjo náuseas. Cerca del mostrador había un hombre alto con el cabello enmarañado conversando con una menuda chica asiática. Hablaban en voz baja, y a Ashling le dio la impresión de que les habría gustado poder gritar. Ashling siguió su camino; no le gustaban las peleas, ni siquiera las de los demás.

Cuando vio a la recepcionista se dio cuenta de cuánto se había equivocado con respecto al maquillaje. Trix (así se llamaba la recepcionista según la insignia que llevaba) tenía el aspecto reluciente y pringoso de una adepta a la escuela «cuanto más mejor». Llevaba las cejas depiladas hasta la mínima expresión, su perfilador de labios era tan grueso y oscuro que parecía que tuviera bigote, y llevaba la rubia melena recogida con un centenar de diminutos clips de colores, cuidadosamente repartidos. «Debía de necesitar tres horas para arreglarse», pensó Ashling, impresionada.

– Hola -masculló Trix con voz ronca, como si fumara cuarenta cigarrillos diarios (que eran precisamente los que fumaba).

– Tengo una entrevista a las nueve y me…

Ashling se interrumpió al oír un fuerte grito a sus espaldas. Giró la cabeza y vio al hombre del pelo enmarañado sujetándose el dedo índice.

– ¡Me has mordido! -exclamó-. ¡Me has hecho sangre, Mai!

– Espero que estés vacunado contra el tétanos -dijo la chica asiática riendo con sorna.

Trix chascó la lengua, puso los ojos en blanco y murmuró:

– Son un par de gilipollas, siempre están igual. -Y añadió-: Siéntate. Voy a avisar a Calvin.

Trix desapareció por una puerta, y Ashling se sentó en un sofá, junto a una mesita llena de revistas. Al verlas, su sistema nervioso se disparó. Se moría por aquel empleo. El corazón le latía muy deprisa y su estómago producía dosis masivas de jugos gástricos. Ashley se puso a girar distraídamente su piedra amuleto. Pese a que el nerviosismo le impedía concentrarse en lo que ocurría alrededor, vio cómo el individuo que había recibido el mordisco entraba en el lavabo y cómo la chica asiática iba dando zancadas hacia el ascensor, haciendo oscilar su larga melena negra.

– El señor Carter te está esperando.

Trix había vuelto, y no había podido ocultar su sorpresa. Llevaba dos días viéndoselas con nerviosas candidatas que se quedaban esperando media hora junto a su escritorio. Durante ese tiempo, Trix había tenido que dejar de telefonear a sus amigas para contestar las suplicantes preguntas de las candidatas sobre sus posibilidades de conseguir aquel empleo. Y por si fuera poco, ella sabía que lo único que estaban haciendo Calvin Carter y Jack Devine en la sala de entrevistas era jugar a rummy.

Pero en esta ocasión Jack Devine había dejado solo a Calvin Carter, que se estaba aburriendo como una ostra. Para no hacer nada, era mejor entrevistar a otra candidata.

– ¡Pase! -gritó cuando Ashling llamó tímidamente a la puerta.

Calvin le echó un vistazo a la joven morena del traje pantalón negro y decidió que no le interesaba. No era lo bastante elegante para Copeen. Él no entendía mucho de peinados femeninos, pero le parecía recordar que solían ser algo más elaborados que el de aquella chica. ¿No se suponía que tenía que notarse que te habías hecho algo en el pelo? No lo dejabas colgar sobre los hombros como si nada, y menos aún si lo tenías castaño. Y aquel aire lozano no estaba mal para una lechera, pero si aspirabas al puesto de directora adjunta de una revista femenina…

– Siéntese. -No pensaba dedicarle más de cinco minutos.

Ansiosa por hacerlo bien, Ashling se sentó en una silla frente a Calvin, sentado al otro lado de la mesa.

– Estoy esperando a Jack Devine, nuestro director ejecutivo en Irlanda -explicó Calvin-. Ya no puede tardar. Antes que nada -añadió consultando el currículum de Ashling-, me gustaría que me dijera cómo pronuncia su nombre.

– Ash-ling.

– Ash-ling. Ashling. De acuerdo. Muy bien, Ashling, veo que durante los últimos ocho años ha trabajado en varias revistas…

– En una revista. -Ashling oyó una risita nerviosa y se dio cuenta de que era suya-. Solo en una.