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– Yo quería casarme -dijo Clodagh, como si hablara sola-. Dylan y yo parecíamos la pareja ideal.

– Creo que diciendo eso te quedas corta.

Ashling recordó el escalofrío que recorrió a todos los invitados en el momento en que Clodagh y Dylan se miraron por primera vez. Dylan era el chico más guapo de su grupo, e indudablemente Clodagh era la chica más guapa del suyo, y la gente afín siempre tiende a juntarse. Cuando Dylan y Clodagh intercambiaron aquella mirada fatal, Ashling tenía una cita con Dylan (la primera y la última). Pero aquella mirada acabó con ella. Ashling nunca se lo había echado en cara a ninguno de los dos. Estaban hechos el uno para el otro, y lo mejor que podía hacer ella era ser comprensiva y aceptarlo.

Clodagh chascó la lengua y dijo:

– La verdad es que no me puedo quejar. Al menos no podré quejarme cuando haya pintado el salón.

– ¿Otra vez?

No hacía nada que Clodagh había cambiado la cocina. Es más, también hacía nada que había pintado el salón.

Por la tarde, cuando volvía a casa, Ashling entró en un Tesco a comprar comida. Metió en la cesta un montón de paquetes de palomitas de maíz para preparar en el microondas y se dirigió a la caja para pagar.

La mujer que tenía delante en la cola ofrecía un aspecto tan impecable y con tanto estilo que Ashling no pudo evitar inclinarse un poco hacia atrás para admirarla mejor. Llevaba un pantalón de chándal, como Ashling, zapatillas de deporte y una rebeca, pero a diferencia de Ashling, todo tenía un aspecto lustroso y deseable. Como la ropa antes de que la laves por primera vez y pierda el lustre de lo recién estrenado.

Llevaba unas zapatillas Nike rosa que Ashling había visto en una revista, pero que todavía no se vendían en Irlanda. La mochila de nailon hacía juego con la espuma rosa del interior del talón de las zapatillas. Y tenía un cabello precioso: brillante y suelto, grueso y lustroso, como ella nunca conseguiría tenerlo.

Ashling, fascinada, se fijó en el contenido de la cesta de aquella mujer. Siete latas de batidos acalóricos de fresa, siete patatas, siete manzanas y cuatro… cinco… seis… siete tabletas de chocolate individuales. Ni siquiera había puesto las tabletas de chocolate en una misma bolsa; era como si las considerara siete compras individuales.

Un misterioso e irresistible instinto le dijo a Ashling que aquella mísera compra constituía la compra semanal de aquella mujer. O eso, o estaba abasteciendo un piso franco para Gruñón, Sabio, Mudito, Feliz y como quiera que se llamaran los otros tres.

5

El sábado por la tarde, cuando el avión de Lisa aterrizó en Dublín, estaba lloviendo a mares. Al despegar de Londres, Lisa pensó que no podía sentirse peor, pero el primer vistazo a Dublín bajo la lluvia le hizo comprender que se había equivocado.

Dermot, el taxista que la llevó al centro, no hizo más que empeorar su estado de ánimo. Era un individuo parlanchín y amable, y Lisa no estaba para taxistas parlanchines y amables. Pensó con nostalgia en el psicópata armado con un Uzi que podría haber conducido su taxi si estuviera en Nueva York.

– ¿Tiene usted familia aquí? -le preguntó Dermot.

– No.

– ¿Un novio, entonces?

– No.

Como Lisa se resistía a hablar de ella, el taxista decidió hablar él.

– Me encanta conducir -le confió.

– Qué bien -repuso Lisa con maldad.

– ¿Sabe qué hago cuando tengo fiesta?

Lisa lo ignoró.

– ¡Voy a dar un paseo en coche! Sí, señora. Y no crea que voy solo hasta Wicklow, por ejemplo. Me voy lejos, lejos. Hasta Belfast, o Galway, o Limerick. Un día llegué a Letterkenny, que está en Donegal. Es que me encanta mi trabajo.

No paró de hablar durante todo el trayecto por las sucias y mojadas calles de Dublín. Cuando llegaron al hotel, situado en Harcourt Street, el taxista la ayudó a entrar sus bolsas y le deseó una feliz estancia en Irlanda.

El aparthotel Malone pertenecía a un extraño y nuevo género de hospedaje: no tenía bar, ni restaurante ni servicio de habitaciones; de hecho no tenía nada, salvo treinta habitaciones, cada una con una pequeña zona de cocina. Lisa tenía reserva para dos semanas, y confiaba en encontrar algún sitio donde vivir antes de que hubiera transcurrido ese tiempo.

Aturdida, colgó un par de cosas, miró por la ventana, que daba a una calle gris y congestionada, y luego bajó para inspeccionar aquella ciudad que se había convertido en su hogar.

Ahora que ya estaba allí, el impacto la sacudió con fuerza inaudita. ¿Cómo había podido torcerse tanto su vida? Debería estar paseando por la Quinta Avenida, en lugar de por aquel poblacho empapado.

Según la guía que había comprado, solo hacía falta medio día para recorrer Dublín y ver todos los lugares importantes. ¡Como si eso fuera algo de lo que enorgullecerse! Efectivamente, le bastaron dos horas para localizar los puntos de interés (es decir, de compras) al norte y al sur del río Liffey. Era peor de lo que se había imaginado: nadie vendía productos La Prairie, zapatos Stephane Kélian, Vivienne Westwood ni Ozwald Boeteng.

«¡Qué desastre! Esto es un pueblo de mala muerte», pensó al borde de la histeria.

Quería irse a casa. Añoraba tanto Londres, y entonces, a través de la neblina, distinguió algo que le levantó el ánimo: ¡un Marks & Spencer!

Por lo general, Lisa no pisaba las tiendas Marks & Spencer: la ropa era demasiado sosa, la comida demasiado tentadora; pero hoy se precipitó hacia la entrada como una disidente perseguida en busca de asilo en una embajada extranjera. Contuvo el impulso de apoyarse, jadeando, contra la cara interna de la puerta. Pero si lo hizo fue únicamente porque la puerta era automática. A continuación se sumergió en la sección de alimentación, porque allí no había ventanas, de modo que podía dar rienda suelta a sus fantasías.

«Estoy en la tienda de High Street Kensington -se dijo-. Dentro de nada voy a salir y voy a pasar por Urban Outfitters.»

Se paró ante los expositores de fruta fresca. «No, mejor aún -decidió-. Estoy en la tienda de Marble Arch. En cuanto termine aquí iré a South Molton Street.»

Le producía un curioso consuelo saber que las ensaladas de melón que tenía delante formaban parte de la diáspora de ensaladas de melón de todas las tiendas de Londres. Apretó ligeramente la tensa tapa de celofán de uno de los envases y tuvo cierta sensación de reconocimiento, débil pero real.

Cuando se hubo tranquilizado entró en un supermercado normal y corriente e hizo la compra de la semana. La rutina la ayudaría a no volverse loca; al menos, la había ayudado otras veces en el pasado. Luego fue caminando hacia casa, con la capucha de la rebeca puesta para proteger su cabello de la lluvia que había empezado a caer de nuevo. Sacó las siete latas de batido de fresa y las colocó ordenadamente en el armario; las patatas y las manzanas las puso en la pequeña nevera, y las siete tabletas de chocolate en un cajón. Y ahora, ¿qué? Sábado por la noche. Sola en una ciudad que no conocía. Sin nada que hacer más que quedarse en casa viendo… Entonces reparó en que no había televisor en la habitación.

El golpe fue tan tremendo que rompió a llorar como una Magdalena. ¿Qué iba a hacer ahora? Ya había leído el Elle, el Red, el New Woman, el Company, el Cosmo, el Marie Claire, el Vogue y el Tatler de aquel mes, y las revistas irlandesas con las que a partir de ahora tendría que competir. Supuso que podía leer un libro. Si lo tuviera. O un periódico, pero los periódicos eran tan aburridos y deprimentes… Al menos tenía ropa que colgar. Así que, mientras las calles se llenaban de jóvenes que iniciaban una noche de borrachera, Lisa fumó, desdobló vestidos, faldas y chaquetas y las colgó en las perchas, alisó rebecas y tops y los guardó en cajones, ordenó botas y zapatos formando una hilera casi militar, colgó bolsos… De pronto sonó el teléfono, sacándola de aquella balsámica rutina.