– ¿Qué le ha inyectado?
– Seguro que el nombre del medicamento no significa nada para usted. Se emplea para inmovilizar a un paciente antes de una intervención quirúrgica. Primero le he dado una inyección en el muslo. De efecto inmediato. Se ha desplomado como un árbol arrancado por el viento. No parece consciente, pero le aseguro que lo está. Lo oye todo. Sencillamente no puede moverse.
– ¿Qué quiere de mí?
– Sólo el placer de ver su cara mientras él muere -contestó ella-. Usted me ha quitado al amor de mi vida, y yo le quitaré el suyo. Ah, pero antes déme la riñonera. Gus me dijo que tenía pistola. No me sorprendería que la llevara encima.
– No la llevo, pero puede mirar.
Me desabroché la riñonera y se la tendí. Cuando hizo ademán de atraparla, la agarré por el brazo y tiré de ella hacia mí. Perdió el equilibrio y, tropezando, cayó hacia delante al tiempo que yo levantaba la rodilla derecha para asestarle un golpe en la cara. Oí un grato chasquido y tuve la esperanza de que fuera la nariz. Y efectivamente la sangre manó por su cara. Parpadeó por un momento e hincó las rodillas en el suelo a la vez que extendía las manos ante ella para no caer de bruces. Le di un puntapié en el costado y un pisotón en una de las manos abiertas. Cogí la jeringuilla de la me sita de centro y la aplasté con el tacón. Me acerqué a Henry y arranqué el esparadrapo de su brazo. Quería retirarle ese gotero.
Solana vio lo que hacía y se abalanzó sobre mí. Tropecé con la mesita y caí hacia atrás, arrastrando a Solana conmigo. La mesita se volcó. El jarrón de rosas rebotó en la moqueta y quedó en posición vertical, con las rosas aún perfectamente dispuestas. Agarré el jarrón por el borde y la golpeé en la parte superior del brazo, obligándola a soltarme. Me volví de inmediato para apoyarme en manos y rodillas y ella arremetió de nuevo contra mí. Insistió, mientras yo le asestaba un codazo tras otro en el costado. Le di una patada, la alcancé en el muslo y le infligí el mayor daño posible con el tacón de la zapatilla.
La mujer era implacable. Se echó otra vez sobre mí, y en esta ocasión me rodeó los brazos con los suyos, inmovilizándome los codos a los costados. Estábamos en tan estrecho contacto que no podía quitármela de encima. Entrelacé las manos, las levanté y me liberé. Desplacé el peso del cuerpo a un lado, le agarré la muñeca y roté. Su cuerpo pasó por encima de mi cadera y cayó al suelo. Le rodeé el cuello con el brazo y le hundí los dedos en la cuenca de un ojo. Gritó de dolor y se llevó las manos a la cara. Con la respiración agitada, la aparté de un empujón. Oí sirenas en la calle y rogué que viniesen en dirección a nosotros. Con un ojo ensangrentado, Solana se volvió, enloquecida de dolor. Henry apareció en su campo visual, y, en dos zancadas, se plantó sobre él y le rodeó la garganta con los dedos. Salté sobre ella. Le golpeé las orejas con las palmas de las manos, la agarré del pelo y la aparté de él de un tirón. Tambaleante, retrocedió dos pasos y la embestí en el pecho con todas mis fuerzas. De espaldas, salió a la terraza por la puerta halconera.
Yo jadeaba y ella también. La vi sujetarse a la barandilla para levantarse. Sabía que le había hecho daño. También ella me había hecho daño a mí. Pero no descubriría cuánto hasta que bajase la adrenalina. De momento, estaba cansada, y no del todo segura de ser capaz de resistir otro ataque. Ella echó un vistazo a la calle, de donde llegaba el ruido de los coches de policía, el ululato de las sirenas, los chirridos de los frenos. Estábamos sólo a un piso de altura, y no tardarían en subir por la escalera a toda prisa.
Me acerqué a la puerta y retiré la cadena. Desbloqueé la cerradura, abrí y me apoyé en el marco. Cuando me volví para mirar a Solana, la terraza estaba vacía. Oí un grito abajo. Crucé la suite hasta la puerta halconera y salí a la terraza. Miré por encima de la barandilla. En el agua de la piscina se veía propagarse una mancha rosada. Forcejeó por un momento y finalmente quedó inmóvil. Poco importaba si se había caído o había saltado. Había aterrizado boca abajo y se había golpeado la cabeza con el borde de la piscina antes de ir a parar al agua. El extremo menos hondo tenía sólo medio metro de profundidad, pero bastó con eso. Se ahogó antes de que pudiera llegar alguien hasta ella.
Epílogo
Trasladaron a Henry en ambulancia al St. Terry. Se recuperó sin percances de aquella penosa experiencia. Creo que se avergonzaba de haberse dejado engañar por Solana, pero yo habría hecho lo mismo en su lugar. Los dos nos protegemos más el uno al otro que a nosotros mismos.
El juicio de los Fredrickson contra Lisa Ray fue sobreseído. Casi me dio pena Hetty Buckwald, que estaba convencida de que su demanda era legítima. Cuando pude ir a la lavandería para decirle a Melvin que ya no corría peligro, la camioneta de repartidor de leche había desaparecido y él también. Rellené una declaración jurada de «Entrega de orden de comparecencia no realizada» y se la di al secretario del juzgado, lo cual puso fin a mi relación con aquel hombre. No me sorprendió que se hubiera ido, pero me costaba creer que hubiese renunciado a velar por su nieto más pequeño. Deseé encontrar una manera de ponerme en contacto con él, pero desconocía el nombre y el apellido de su hija. Ignoraba dónde vivía y a qué colegio iba el hijo menor. Podía ser la guardería cercana al City College o cualquier otra que había visto a seis manzanas de allí.
Incluso ahora, a veces, caigo de pronto en la cuenta de que estoy dando vueltas con el coche por el barrio donde trabajaba Melvin, mirando las guarderías, escrutando a los niños en el patio. Paso al lado de los parques de la zona pensando que tal vez llegue a ver a un hombre de pelo cano con una cazadora de cuero marrón. Cada vez que veo a un niño con una piruleta, observo a los adultos en las inmediaciones, preguntándome si alguno de ellos ha ofrecido al pequeño un caramelo en ese primer intento de establecer contacto. En la piscina infantil, me detengo junto a la valla y contemplo jugar a los niños, salpicándose unos a otros, deslizándose sobre el vientre en la piscina poco profunda mientras avanzan por el fondo apoyándose en las manos para simular que nadan. Son tan monos, tan tiernos. No concibo que alguien haga daño voluntariamente a un niño. Y sin embargo hay quien lo hace. Existen miles de delincuentes sexuales condenados sólo en el estado de California. De ésos, se desconoce el paradero de un grupo pequeño pero alarmante.
No quiero pensar en los depredadores. Me consta que existen, pero prefiero centrarme en lo mejor de la naturaleza humana: la compasión, la generosidad, la voluntad de acudir en ayuda de los necesitados. Este sentimiento puede parecer absurdo, dada nuestra ración diaria de noticias que nos cuentan con todo lujo de detalles robos, agresiones, violaciones, asesinatos y otras fechorías. A los cínicos de este mundo debo de parecerles una idiota, pero me aferró a la bondad y procuro, siempre que puedo, separar a los malvados de aquello de lo que puedan sacar beneficios. Siempre habrá alguien dispuesto a aprovecharse de los vulnerables: los más jóvenes, los más viejos y los inocentes de cualquier edad. Si bien esto lo sé por una larga experiencia, me niego a caer en el desaliento. A mi modesta manera, sé que mi aportación sirve de algo. También la de ustedes.