– Es un alivio.
Solana conoció a Gus Vronsky, y si bien apenas le habló, mostró por él un vivo interés. No tenía sentido intentar congraciarse con el anciano. Era Melanie Oberlin quien la contrataba, y pronto se iría. Fuera como fuese aquel viejo, malhablado o desagradable, Solana lo tendría para ella sola. Dispondrían de tiempo de sobra para resolver sus diferencias.
Ese viernes por la tarde, en el comedor de su pequeño apartamento, se sentó a la mesa redonda de formica que empleaba como escritorio. La cocina era minúscula, sin apenas encimeras suficientes para preparar la comida. Tenía un frigorífico de tamaño reducido, una cocina de cuatro fogones que parecía tan insuficiente como un juguete, un fregadero y armarios de pared baratos. Como extendía los cheques para el pago de las facturas en esa mesa, solía tenerla cubierta de papeles, y, por lo tanto, no servía para comer. Su hijo y ella comían sentados ante el televisor, colocando los platos en la mesita de centro.
Tenía delante la solicitud para el empleo de Vronsky. Al lado había dejado la copia de la solicitud que había sacado del expediente de la Otra. A cinco metros, el televisor sonaba a todo volumen, pero Solana apenas lo oía. La sala de estar era, de hecho, la sección más larga del salón comedor en forma de ele, y no existían grandes diferencias entre ambos espacios. Tiny, su Tonto, estaba arrellanado en el sillón reclinable, con los pies en alto, la mirada fija en la pantalla. Era duro de oído, y normalmente subía el volumen a niveles que hacían contraer el rostro a Solana e incitaban a los vecinos a aporrear las paredes. Al dejar el colegio, el único trabajo que encontró fue de mozo en un supermercado cercano. No duró mucho. Consideró que el empleo era poca cosa para él y lo dejó al cabo de seis meses. Luego lo contrató una empresa de jardinería para cortar césped y podar setos. Se quejaba del calor y juraba que tenía alergia a la hierba y al polen de los árboles. A menudo llegaba tarde al trabajo o llamaba para decir que estaba enfermo. Cuando se presentaba, si no contaba con la debida vigilancia, se marchaba en cuanto le venía en gana. Lo dejó o lo despidieron, eso depende de quién contara la historia. Después de eso buscó trabajo alguna que otra vez, pero no fue más allá de la entrevista. Debido a sus dificultades para hacerse entender, a menudo sentía frustración y la emprendía contra unos y otros a bulto. Al final desistió de todo empeño.
En cierto modo, a Solana le resultaba más cómodo tenerlo en casa. Como nunca había conseguido el carnet de conducir, cuando tenía trabajo le tocaba a ella llevarlo y recogerlo al final de la jornada. Con sus horarios en la clínica de reposo, eso representaba un problema.
En ese momento, él tenía una cerveza en equilibrio sobre el brazo del sillón y una bolsa de patatas fritas abierta apoyada en el muslo como un perro fiel. Comía mientras veía su programa favorito, un concurso con muchos efectos sonoros y luces. Le gustaba contestar a gritos a las preguntas con aquella extraña voz suya. No parecía avergonzarlo en absoluto equivocarse en todas las respuestas. ¿Qué más daba? A él lo que le gustaba era participar. Por la mañana veía culebrones; por la tarde, dibujos animados o películas antiguas.
Al examinar el historial profesional de la Otra, la asaltó un familiar sentimiento de envidia, mezclado con cierto grado de orgullo, ya que ahora presentaba el curriculum como propio. Las cartas de recomendación hablaban de lo fiable y responsable que era, y Solana consideraba que esas cualidades la definían a ella con toda exactitud. El único problema que veía era un hueco de dieciocho meses, durante el que la Otra había estado de baja por enfermedad. Conocía los detalles porque se había hablado mucho del tema en el trabajo. A la Otra le habían diagnosticado un cáncer de mama. Después le habían extirpado el tumor y administrado un tratamiento de quimio y radioterapia.
Solana no tenía intención de incorporar ese dato a la solicitud. Era supersticiosa en cuanto a las enfermedades, y no quería que nadie pensara que había padecido algo tan bochornoso. ¿Cáncer de mama? Dios santo. No necesitaba ni la lástima ni la aduladora preocupación de nadie. Además, temía que un jefe potencial mostrara curiosidad. Si mencionaba el cáncer, alguien podía preguntarle por los síntomas o la clase de medicamentos que había tomado, o qué le habían dicho los médicos acerca de las posibilidades de recurrencia. Nunca había tenido un cáncer. Ni ella ni nadie de su familia cercana. Desde su punto de vista, el cáncer era tan vergonzoso como el alcoholismo. Además, le preocupaba que la enfermedad se manifestara de verdad si incluía ese dato.
Pero ¿cómo podía explicar el intervalo en que la auténtica Solana – la Otra – había estado de baja? Decidió sustituirlo por un empleo que había tenido ella por esas fechas. Había trabajado de acompañante de una anciana llamada Henrietta Sparrow. La mujer ya había muerto, así que nadie podía telefonearla para pedirle referencias. Henrietta ya no podía quejarse (como había hecho en su día) de malos tratos. Todo eso se había ido a la tumba con ella.
Solana consultó un calendario y anotó las fechas de inicio y fin del empleo junto con una breve descripción de las tareas de las que se había ocupado. Escribió con clara letra de imprenta, pues no quería dejar muestras de su caligrafía en ningún sitio. Cuando acabó de rellenar la solicitud, se sentó con su hijo delante del televisor. Satisfecha de sí misma, decidió pedir tres pizzas pepperoni grandes. Si resultaba que Gus Vronsky no tenía un centavo, siempre podía dejar el empleo. Esperaba con impaciencia que Melanie Oberlin se marchase, y cuanto antes, mejor.
Capítulo 11
El lunes siguiente pasé por casa a la hora del almuerzo con la esperanza de evitar la tentación de la comida rápida. Me calenté una lata de sopa, de esas que no requieren agua, y que, como yo bien sabía, contenía una cantidad de sodio equivalente a la ingesta de una cucharada de sal. Mientras fregaba los platos después de comer, Melanie llamó a la puerta. Llevaba un abrigo de cachemira negro entallado, tan largo que le caía hasta la mitad de la caña de las botas de piel negras. Lucía sobre los hombros un amplio chal negro y rojo con dibujo de turquesas, doblado en forma de voluminoso triángulo. ¿Cómo podía tener el aplomo para llevar una cosa así? Si lo intentara yo, la gente pensaría que, sin darme cuenta, había tropezado con un tendedero y se me había quedado una sábana enredada.
Abrí la puerta y me hice a un lado para dejarla pasar.
– Hola. ¿Qué tal?
Entró con entera confianza y, tras sentarse en el sofá, estiró las piernas en un gesto de agotamiento.
– Mejor que no te cuente. Ese hombre me está volviendo loca. Te he visto aparcar y he pensado en acercarme antes de que vuelvas a salir. ¿Llego en mal momento? Por favor, dime que no te importa o tendré que suicidarme.
– No me importa. ¿Qué pasa?
– Nada, exageraciones mías. No está ni mejor ni peor que de costumbre. En todo caso, no puedo quedarme mucho rato. Esta mañana ha empezado a trabajar una mujer, y de eso quería hablarte.
– Pues tú dirás.
– Esa mujer…, ese ángel…, que se llama Solana Rojas, vino el viernes por la mañana para una entrevista. Charlamos de esto y lo otro y lo de más allá: el tío Gus, su lesión, la clase de ayuda que necesita. Esas cosas. Dijo que aquello era lo suyo y que con mucho gusto aceptaba el empleo. Incluso acabó quedándose toda la tarde sin cobrar. Temía exponerla al verdadero tío Gus por miedo a que se fuera, pero sentí que no podía engañarla. Pensé que debía saber en qué se metía, y no parece importarle.