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El City College de Santa Teresa se alza en un promontorio con vistas al Pacífico, y es uno de los 107 centros de enseñanza superior del sistema universitario californiano. El recinto abarca una superficie considerable, y el campus este y el campus oeste se hallan separados por una calle llamada High Ridge Road, que baja en suave pendiente hacia Cabana Boulevard y la playa. Al pasar en coche por delante, vi aparcamientos y varios edificios universitarios.

No había ninguna tienda en las inmediaciones, pero a dos kilómetros al oeste, en el cruce de Palisade y Capillo, se sucedían unos cuantos comercios: una cafetería, un zapatero, un supermercado, una papelería y una farmacia que suministraba al barrio. Más cerca del campus, una gasolinera y un híper de una gran cadena compartían aparcamiento con dos restaurantes de comida rápida. El viejo tal vez vivía cerca de la universidad o tenía algo que hacer en esa zona. Por lo que contó Lisa, no quedaba claro si iba a pie o si acababa de dejar su coche o regresaba a él. Existía también la posibilidad de que fuera profesor o miembro del personal no docente. En algún momento tendría que empezar a llamar a las puertas, partiendo del lugar del accidente y aumentando el radio de búsqueda.

Dejé atrás el campus, lo rodeé y finalmente me detuve junto a la acera frente a la entrada donde había parado el coche de Lisa Ray antes de girar a la izquierda. En otros tiempos, un detective privado se encargaba de gran parte de la investigación en una demanda de este tipo. Conocí a uno cuya especialidad consistía en dibujar diagramas a escala de los accidentes tras tomar las medidas del ancho de la calle y los puntos de referencia pertinentes en la colisión. También sacaba fotografías de las huellas de los neumáticos, los ángulos de visibilidad, las señales de frenazos y cualquier otra prueba física presente en el lugar de los hechos. Hoy día estos datos los reunían los expertos en reconstrucción de accidentes, cuyos cálculos, fórmulas y modelos informáticos eliminaban casi toda especulación. Si la demanda llegaba al juzgado, el testimonio pericial podía ser la clave para el desenlace del juicio.

Sentada en mi coche, releí el expediente empezando por el informe policial. No conocía al agente, Steve Sorensen. En las casillas referentes a las condiciones generales, éste había marcado: buen tiempo, mediodía, calzada seca y ninguna circunstancia fuera de lo común. En el apartado «movimiento previo a la colisión», indicaba que la furgoneta Ford de los Fredrickson (vehículo 1) avanzaba en línea recta, en tanto que el Dodge Dart de 1973 de Lisa (vehículo 2) realizaba un giro a la izquierda. Había incluido un bosquejo aproximado con la advertencia «no a escala». En su opinión, el vehículo 2 era culpable, y Lisa constaba como responsable de la infracción I 218004, contra propiedad pública o privada, al existir la obligación de ceder el paso a vehículos que se acercan, y de la 22107, por giro peligroso y/o sin señalizar. Lowell Effinger contrató a un especialista en reconstrucción de accidentes de Valencia, el cual había reunido los datos y elaboraba ya su informe. Hacía también las veces de experto biomecánico y utilizaría la información para determinar si las lesiones de Gladys estaban en consonancia con la dinámica de la colisión. En cuanto al testigo desaparecido, el trabajo de campo normal y corriente parecía ser mi mejor opción, sobre todo habida cuenta de que no se me ocurría ningún otro plan.

Las pocas fotografías en blanco y negro que había tomado el agente de tráfico en su momento no eran de gran ayuda. En lugar de eso, recurrí al juego de fotos, en color y en blanco negro, que Mary Bellflower había sacado del lugar del accidente y de los dos vehículos. Las hizo un día después del choque, y en sus imágenes se veían los fragmentos de vidrio y metal en la calzada. Examiné la calle en los dos sentidos, preguntándome quién era el testigo y cómo encontrarlo.

Regresé a la oficina, volví a consultar el expediente y encontré el número de teléfono de Millard Fredrickson.

Su esposa, Gladys, contestó al sonar el timbre por tercera vez.

– ¿Qué hay?

Al fondo, un perro ladraba incesantemente en una gama de frecuencias que inducía a pensar en un perro de una raza pequeña y temblorosa.

– Hola, señora Fredrickson. Me llamo…

– Un momento -dijo. Tapó el micrófono con la palma de la mano-. Millard, ¿puedes hacer callar a ese perro, por favor? Estoy intentando hablar por teléfono. ¡He dicho que hagas callar a ese perro! -Retiró la palma y reanudó la conversación-. ¿Con quién hablo?

– Señora Fredrickson, soy Kinsey Millhone…

– ¿Quién?

– Soy investigadora y estoy estudiando el accidente que sufrieron usted y su marido el pasado mes de mayo. Quería saber si me permitirían mantener una charla con ustedes.

– ¿Tiene que ver con el seguro?

– Está relacionado con el juicio. Me interesa escuchar su versión de lo ocurrido, si son tan amables.

– Mire, ahora mismo no puedo hablar. Tengo un juanete que me está matando y el perro se ha vuelto loco porque mi marido ha comprado un pájaro sin consultarlo conmigo. Le dije que no pensaba andar limpiando la mugre de un bicho que vive en una jaula, y me importa un comino si está forrada con papel o no. Los pájaros son asquerosos. Están llenos de piojos. Todo el mundo lo sabe.

– Claro, me hago cargo -dije-. Yo esperaba quedar con ustedes mañana a primera hora. ¿Qué tal a las nueve?

– ¿Qué día es mañana, martes? Déjeme ver el calendario. Es posible que tenga hora con el quiropráctico para un reajuste. Voy dos veces por semana, y para lo que me ha servido… Con tanta pastilla y demás porquería, ya debería estar bien. Un momento. -La oí pasar las páginas hacia atrás y hacia delante-. A las nueve estoy ocupada. Parece que estaré aquí a las dos, pero no mucho rato. Tengo fisioterapia y no puedo permitirme llegar tarde. Estoy haciéndome un tratamiento con ultrasonidos, para ver si me alivian el dolor lumbar.

– ¿Y su marido? También querría verlo.

– No puedo hablar por él. Tendrá que proponérselo usted misma cuando venga a verme.

– Bien. Seré lo más breve posible.

– ¿Le gustan los pájaros?

– No mucho.

– Bien, estupendo.

Oí un gañido de sorpresa muy agudo, y Gladys colgó bruscamente, tal vez para salvarle la vida al perro.

Capítulo 12

El martes por la mañana, en la oficina, fotocopié la solicitud de Solana Rojas y guardé el original en un sobre al que puse la dirección de Melanie. El anticipo de quinientos dólares era lo que solía cobrar por un día de trabajo, así que, en interés de ambas, decidí concentrarme en ello de inmediato y sacarle el máximo provecho posible al dinero.

Sentada ante mi escritorio, examiné la solicitud de Solana, que incluía el lugar y la fecha de nacimiento y los números de la Seguridad Social, del carnet de conducir y de la licencia de enfermera. En su dirección de Colgate constaban las señas de un apartamento, pero yo no conocía la calle. Tenía sesenta y cuatro años y gozaba de buena salud. Divorciada, sin hijos menores a su cargo. Había obtenido el diploma de estudios universitarios generales en el City College de Santa Teresa en 1970, lo que significaba que había vuelto a estudiar a los cuarenta y tantos años. Había pedido plaza para la escuela de enfermería, pero la lista de espera era tan larga que tardó otros dos años en ser aceptada. Dieciocho meses después, tras completar los tres semestres preceptivos en el currículo de enfermería, ya tenía su título.