Ya en la oficina, abrí un expediente y mecanografié de inmediato mis anotaciones. Metí el curriculum de Lana Sherman en la carpeta junto con la solicitud de Solana Rojas. Podría haberlo tirado, pero, ya que lo tenía, ¿por qué no guardarlo?
El miércoles por la mañana, cuando me telefoneó Melanie, le di la versión resumida de mis hallazgos, tras lo cual dijo:
– Así que es de fiar.
– Eso parece -confirmé-. Aunque no se puede decir que haya mirado hasta debajo de las piedras, claro.
– No te preocupes. No tiene sentido obsesionarse.
– Eso es todo, pues. Al parecer, las cosas van saliendo como estaba previsto. Le pediré a Henry que esté atento, y si surge algo, te avisaré.
– Gracias -contestó Melanie-. Te agradezco tu ayuda.
Colgué, satisfecha con el trabajo realizado. Lo que no podía saber era que, sin darme cuenta, acababa de ponerle la soga al cuello a Gus Vronsky.
Capítulo 14
Navidad y Año Nuevo quedaron atrás sin dejar apenas una arruga en el tejido de la vida cotidiana. Charlotte se había ido a Phoenix para celebrar las fiestas con sus hijos y nietos. Henry y yo pasamos juntos la mañana de Navidad e intercambiamos regalos. Me obsequió un podómetro y unos auriculares Sony para escuchar la radio cuando salía a correr por las mañanas. Para él, yo había encontrado un reloj de arena antiguo de quince centímetros de altura, un ingenioso artefacto de vidrio y latón con arena rosa dentro. Se activaba dándole la vuelta de manera que arriba quedase la ampolla llena de arena, inmovilizada por un tope. Pasados tres minutos, cuando la arena acababa de caer de la ampolla superior a la inferior, el conjunto se invertía por sí solo y sonaba una campanilla. Le regalé también un ejemplar de El nuevo recetario completo de panes de Bernard Clayton. A las dos, Rosie y William vinieron a compartir con nosotros la comida de Navidad, tras lo cual regresé a mi casa e hice una larga siesta, como acostumbro en los días festivos.
En Noche Vieja me quedé en casa a leer, feliz de no tener que salir a la calle a arriesgar mi integridad física y hasta la vida con el sinfín de borrachos que debía de haber al volante. Confieso que el día de Año Nuevo abandoné mi determinación con respecto a la comida basura y me deleité con una orgía de hamburguesas de cuarto de libra con queso (dos) y una ración grande de patatas fritas bañadas en ketchup. No obstante, me dejé el podómetro puesto mientras comía, y me aseguré de que ese día daba diez mil pasos, con la esperanza de que contasen en mi favor.
Inicié la primera semana de 1988 con la obligada carrera de cinco kilómetros; después, me duché y desayuné. En la oficina destapé la Smith-Corona y redacté un anuncio para la sección de «Personales» del Santa Teresa Dispatch, donde expresaba mi interés en el testigo de una colisión entre dos vehículos ocurrida el 28 de mayo de 1987, aproximadamente a las tres y cuarto de la tarde. Incluí los escasos detalles que conocía, mencionando que el hombre debía de tener más de cincuenta y cinco años, lo cual era sólo una suposición. Estatura y peso medio y el pelo «blanco y tupido». También mencioné la cazadora marrón de cuero y los zapatos de punta negros con la puntera perforada formando un dibujo. No di mi nombre pero añadí un número de contacto y una petición de ayuda.
Ya puestos, telefoneé a los Fredrickson por si era posible quedar con Millard para hablar del accidente. El timbre sonó incontables veces, y cuando me disponía a dejar el auricular en la horquilla, él descolgó.
– ¡Señor Fredrickson! ¡Cuánto me alegro de encontrarlo! Soy Kinsey Millhone. Hace un par de semanas pasé por su casa para hablar con su esposa, y me dijo que lo llamara si quería verlo también a usted.
– No puedo perder el tiempo con esto. Ya ha hablado usted con Gladys.
– Sí, y fue de gran ayuda -contesté-. Pero hay un par de cuestiones que me gustaría tratar con usted.
– ¿Qué cuestiones?
– Ahora no tengo las notas delante, pero puedo llevarlas cuando lo visite. ¿Le iría bien el miércoles de esta semana?
– Estoy ocupado…
– ¿Y por qué no el lunes que viene, dentro de una semana? Puedo estar allí a las dos.
– El lunes tengo un compromiso.
– ¿Y si elige usted el día?
– El viernes es el día que mejor me va.
– Estupendo. El viernes de la semana entrante, o sea, el día quince. Me lo apunto en la agenda y pasaré a verlo a las dos. Muchas gracias.
Anoté la hora y la fecha en la agenda, y me alegré de no tener que preocuparme más por eso hasta pasados diez días.
A las nueve y media llamé al Santa Teresa Dispatch con el texto y me dijeron que el anuncio aparecería durante una semana a partir del miércoles. Poco después del accidente Mary Bellflower había publicado una petición parecida, sin resultados, pero consideré que merecía la pena intentarlo de nuevo. A continuación me acerqué a la copistería junto al juzgado y encargué cien octavillas con una descripción del hombre y donde se explicaba que acaso tuviera información relativa al accidente entre dos vehículos el día tal. Grapé una tarjeta de visita a cada octavilla pensando que quizá conseguía de paso algún que otro cliente. Aparte de eso, me dije que confería un aire de seriedad a mi petición.
Me pasé casi toda la tarde recorriendo las casas de Palisade situadas frente a la entrada del City College de Santa Teresa. Aparqué en una calle adyacente, cerca de un edificio de dos plantas, y seguí a pie. Debí de llamar a cincuenta puertas. Cuando tenía la suerte de encontrar a alguien en casa, explicaba la situación y mi necesidad de localizar a un testigo del accidente. Apenas mencionaba que tal vez tendría que prestar declaración a favor de la parte demandada. Hasta los ciudadanos con mayor sentido cívico son a veces reacios a comparecer en un juicio. Debido a los caprichos del sistema judicial, un testigo puede pasarse horas sentado en un frío corredor, y todo para que al final lo eximan porque las partes enfrentadas llegan a un acuerdo previo al juicio.
Al cabo de dos horas no había descubierto absolutamente nada. La mayoría de los vecinos con quienes hablé ni siquiera sabían nada del accidente, y ninguno de ellos había visto a un hombre que coincidiera con la descripción del testigo. Si no me abrían cuando llamaba, dejaba una octavilla en la puerta. También puse octavillas en numerosos postes de teléfono. Me planteé colocarlas además bajo las varillas de los limpiaparabrisas de los coches junto a los que pasaba, pero es una práctica molesta, y yo personalmente siempre las tiro. Lo que sí hice fue pegar una con celo en el banco de madera de la parada de autobús. Tal vez era ilegal utilizar una propiedad municipal con tales fines, pero pensé que si no les gustaba, siempre podían darme caza y matarme.