Gus miraba por encima de mí hacia la puerta de la cocina, y me sobresalté al ver a alguien en el porche. Era una mujer robusta con un abrigo de visón; sostenía una bolsa de papel. Tendió la mano hacia el picaporte. Me acerqué y le abrí.
– Gracias, cariño. Esta mañana vengo muy cargada y no quería dejar esto en el suelo. ¿Qué tal?
– Bien. -Le expliqué quién era y ella hizo lo propio, presentándose como la señora Dell, la voluntaria de Meals on Wheels.
– ¿Cómo se encuentra, señor Vronsky? -Dejó la bolsa en la mesa de la cocina y, mientras la vaciaba, habló con Gus-. Hace un frío tremendo. ¡Qué suerte tener unos vecinos que se preocupan por usted! ¿Ha estado bien?
Gus no se molestó en contestar, ni ella parecía esperar respuesta. Él hizo un gesto de irritación y acercó el andador a la silla.
La señora Dell guardó unas cajas en la nevera y metió tres envases en el microondas. A continuación, pulsó unos números.
– Esto es estofado de pollo. Una sola ración. Puede comerlo con las verduras de los dos recipientes más pequeños. Basta con apretar el botón de inicio. Ya he marcado el tiempo. Pero tenga cuidado al sacarlo. No quiero que se queme como la última vez. -Hablaba con voz más alta de lo normal, pero yo no tenía muy claro que él la oyese.
Gus mantenía la mirada fija en el suelo.
– No quiero remolacha. -Lo dijo como si ella lo hubiera acusado de algo y él tuviera que poner los puntos sobre las íes.
– No hay remolacha. Ya le dije a la señora Carrigan que a usted no le gusta, así que le ha puesto judías verdes. ¿Le parece bien? Dijo usted que las judías verdes eran su verdura preferida.
– Me gustan las judías verdes, pero no duras. Las crujientes no son buenas. No me gustan cuando saben a crudo.
– Éstas están bien. Y hay medio boniato. Le he dejado la cena en la bolsa de papel en la nevera. La señora Rojas dijo que ya le avisaría cuando fuese la hora de comer.
– ¡Yo ya me acuerdo de que tengo que comer! ¿O acaso se piensa que soy idiota? ¿Qué hay en la bolsa?
– Un bocadillo de ensalada de atún, col, una manzana y unas cuantas galletas. De avena y pasas. ¿Se ha acordado de tomar las pastillas?
Él la miró con rostro inexpresivo.
– ¿Cómo dice?
– ¿Se ha tomado las pastillas esta mañana?
– Creo que sí.
– Bueno, bien. Me voy, pues. Que aproveche. Encantada de conocerte, querida.
Plegó la bolsa de papel y se la metió bajo el brazo antes de salir.
– ¡Vaya entrometida! -comentó Gus, pero dudo que lo pensara de verdad. Sencillamente le gustaba quejarse. Por una vez, me tranquilizó su malhumorada reacción.
Capítulo 16
Mi visita a Gus se prolongó durante otro cuarto de hora, hasta que su energía pareció flaquear, y la mía también. La charla a altos decibelios con aquel viejo cascarrabias me superó.
– Tengo que irme, pero no quiero dejarte aquí. ¿No prefieres ir a la sala?
– Pues sí, pero coge la bolsa con la comida y déjala en el sofá. Si me entra hambre, no puedo estar yendo y viniendo.
– Creía que ibas a comer el estofado de pollo.
– No llego a ese artilugio. ¿Cómo voy a llegar, estando tan al fondo de la encimera? Necesitaría unos brazos el doble de largos.
– ¿Quieres que te acerque el microondas?
– Yo no he dicho eso. Me gusta comer el almuerzo a la hora del almuerzo y la cena cuando es de noche.
Lo ayudé a levantarse de la silla de la cocina y, una vez de pie, lo sujeté para que no se cayera. Tendió las manos hacia el andador y desplazó su peso de mis manos a la estructura de aluminio. Caminé a su lado mientras se dirigía hacia la sala. No pude por menos de sorprenderme por las grandes disparidades que se daban en el proceso de envejecimiento. La diferencia entre Gus, por un lado, y Henry y sus hermanos, por otro, era notable, a pesar de que todos tenían poco más o menos la misma edad. El recorrido de la cocina a la sala de estar había agotado a Gus. Henry no corría maratones, pero era un hombre vigoroso y activo. Gus había perdido masa muscular. Al sujetarle el brazo con delicadeza, sentí la estructura ósea casi desprovista de carne. Hasta su piel parecía frágil.
Después de sentarse en el sofá, volví a la cocina y saqué su almuerzo del frigorífico.
– ¿Quieres que te lo deje en la mesa?
Me miró con irritación.
– Me da igual lo que hagas. Ponlo donde te venga en gana.
Dejé la bolsa en el sofá, a su alcance. Esperaba que Gus no se desplomara de lado y aplastara lo que había dentro.
Me pidió que le buscara su programa de televisión favorito, los episodios de Te quiero Lucy, emitidos por una cadena local probablemente veinticuatro horas al día. El aparato en sí era viejo y la imagen de aquel canal en cuestión se veía enturbiada por ciertas interferencias, que a mí me parecían un tanto molestas. Cuando se lo mencioné a Gus, dijo que así veía él antes de operarse de cataratas seis años antes. Le preparé un té y luego eché un rápido vistazo al baño, donde tenía el pastillero en el borde del lavabo. La caja de plástico era del tamaño de un plumier y disponía de sucesivos compartimentos, cada uno marcado con una letra mayúscula correspondiente al día de la semana. La del miércoles estaba vacía, así que por lo visto sí se había tomado la medicación. De camino a casa, dejé la llave de Gus debajo del felpudo de Henry y me encaminé hacia la oficina.
A esa mañana le saqué mucho provecho en el despacho, me dediqué a ordenar los archivos. Tenía cuatro cajas de cartón, las llené de carpetas de 1987 y dejé sitio para el siguiente año. Guardé las cajas en el armario al fondo de la oficina, entre la cocina y el cuarto de baño. Hice una rápida visita a la tienda de material de oficina y compré nuevos archivadores colgantes, carpetas, una docena de mis rotuladores Pivot preferidos, cuadernos de papel pautado y Post-its. Vi un calendario de 1988 y también lo metí en el cesto.
Mientras volvía a la oficina, reflexioné acerca del testigo desaparecido. Esperar en la parada de autobús por si aparecía se me antojaba una pérdida de tiempo, aun cuando lo hiciera sólo durante una hora cada día de la semana. Mejor ir derecha a la fuente.
De nuevo ante mi escritorio, telefoneé a la compañía de autobuses y pregunté por el supervisor de turnos. Había decidido hablar con el conductor asignado a la ruta que cubría la zona del City College. Ofrecí al supervisor una versión abreviada del accidente entre los dos coches y le dije que me interesaba hablar con el conductor que hacía ese trayecto.
Me explicó que había dos líneas, la 16 y la 17, pero lo más probable era que Jeff Weber fuera el hombre que yo buscaba. Salía a las siete de la mañana de la cochera del cruce de las calles Chapel y Capillo y hacía un itinerario circular por la ciudad, subiendo por Palisade y volviendo al centro cada cuarenta y cinco minutos. Solía acabar el turno a las tres y cuarto.