Dejó entrar a la mujer y, mientras ésta esperaba sentada en el sofá, fue al dormitorio. Encendió la luz del techo y miró a Gus. Estaba profundamente dormido. Esperó un tiempo prudencial, apagó la luz y volvió a la sala.
– No se encuentra del todo bien y no quiere salir de su habitación. Dice que si me explica a mí lo que la trae por aquí, yo le transmitiré la información cuando esté mejor. Si no le importa repetirme su nombre…
– Snyder. Charlotte Snyder.
– Ya sé quién es. Es usted amiga del señor Pitts, el vecino de al lado, ¿no?
– Pues sí, pero no vengo de parte de él.
Solana se sentó y la miró. No le gustaba la gente esquiva a la hora de revelar sus intenciones. Aquella mujer estaba inquieta por algo, pero Solana no imaginaba la razón.
– Señora Snyder, debe usted hacer lo que considere más oportuno, por supuesto, pero el señor Vronsky confía en mí plenamente. Soy su enfermera.
– Es una gran responsabilidad. -Pareció debatirse en la duda, fuera cual fuera. Con la mirada fija en el suelo, parpadeó antes de decidirse a seguir-. No estoy aquí para convencer a nadie en un sentido u otro. Esto es una mera cortesía…
Solana hizo un gesto de impaciencia. Ya bastaba de preámbulos.
– No sé si el señor Vronsky es consciente del valor de esta casa. Da la casualidad de que tengo un cliente que busca una propiedad de estas características.
– ¿Y a qué características se refiere? -El primer impulso de Solana fue menospreciar la casa, pequeña, anticuada y mal conservada. Por otro lado, ¿por qué darle a la agente motivos para ofrecer menos si era eso lo que se proponía?
– ¿Sabía usted que es dueño de dos parcelas? He consultado el registro de la propiedad, y resulta que cuando el señor Vronsky compró este terreno, adquirió también el de al lado.
– Claro que lo sabía -contestó Solana, aunque jamás había sospechado siquiera que el solar contiguo pudiera pertenecer al viejo.
– Según la calificación del terreno, ambas son parcelas aptas para la construcción de bloques de apartamentos.
Solana sabía muy poco de bienes raíces, ya que nunca había sido propietaria de un inmueble.
– ¿Ah, sí?
– Mi cliente es de Baltimore. Le he enseñado todo lo que tenemos ahora en oferta, pero ayer se me ocurrió…
– ¿Cuánto?
– Disculpe, ¿cómo dice?
– Puede darme las cifras. Si el señor Vronsky tiene alguna pregunta, ya se lo haré saber. -Un paso en falso. Solana advirtió que la mujer volvía a dar señales de inquietud.
– Mire, pensándolo mejor, quizá sea preferible que vuelva en otro momento. Debería tratar este asunto con él personalmente.
– ¿Qué le parece mañana a las once?
– Perfecto. Me parece bien. Se lo agradecería.
– Entretanto, no tiene sentido que ambos pierdan el tiempo. Si hay muy poco dinero de por medio, la venta queda descartada, en cuyo caso no será necesario volver a molestarlo. Está muy encariñado con esta casa.
– No me cabe duda, pero seamos realistas: en este momento, el valor del suelo es muy superior al de la casa, lo que significa que estamos hablando de una demolición.
Solana negó con la cabeza.
– Ah, no. A eso se negará. Vivió aquí con su mujer y le partiría el corazón. No aceptará así como así.
– Entiendo. Quizá no sea buena idea que hablemos usted y yo…
– Por suerte, puedo influir en él y convencerlo si el precio es bueno.
– No he hecho los cálculos. Tendría que pensármelo un poco, pero todo depende de su respuesta. Querría sondearlo antes de seguir adelante.
– Debe de tener ya alguna idea, o no habría venido.
– Ya he hablado más de la cuenta. Sería una grave irregularidad mencionar una cifra.
– Como usted vea -dijo Solana, pero con un tono que daba a entender que la puerta se cerraba.
La señora Snyder volvió a guardar silencio para poner en orden sus pensamientos.
– Bueno…
– Por favor, puedo ayudarla.
– Con las dos parcelas, creo que una cantidad razonable sería un nueve seguido de varios ceros.
– ¿Nueve? ¿Quiere decir nueve mil o noventa mil? Porque si son nueve mil, mejor dejarlo aquí mismo. No querría insultarlo.
– Me refería a novecientos mil. Por supuesto, no voy a comprometer a mi cliente con una oferta concreta, pero hemos estado buscando en torno a esa suma. Yo represento ante todo sus intereses, pero si el señor Vronsky deseara poner su propiedad a la venta por mediación mía, con mucho gusto lo asesoraría en el proceso.
Solana se llevó la mano a la mejilla.
La mujer vaciló.
– ¿Está usted bien?
– Perfectamente. ¿Me deja una tarjeta de visita?
– Claro.
Más tarde, Solana, aliviada, tuvo que cerrar los ojos, tras comprender lo cerca que había estado de echarlo todo a perder. En cuanto la mujer se fue, entró en el dormitorio y deshizo las maletas.
Capítulo 18
Al volver a casa del trabajo el viernes, vi a Henry y Charlotte pasear por el carril bici de Cabana Boulevard. Iban muy abrigados, Henry con un chaquetón azul marino, Charlotte con un anorak y un gorro de punto calado hasta las orejas. Enfrascados en su conversación, no me vieron pasar, pero yo los saludé con la mano de todos modos. Aún había luz, pero el aire presentaba ya el gris apagado del crepúsculo. Las farolas ya se habían encendido. Los restaurantes de Cabana estaban abiertos para la happy hour y los moteles encendían los rótulos anunciando que disponían de habitaciones. Las palmeras estaban en posición de firmes y se oía el murmullo de las frondas agitadas por la brisa marina.
Doblé por mi calle y aparqué en el primer sitio que vi, encajonada entre el Cadillac negro de Charlotte y un viejo monovolumen. Cerré con llave y me encaminé hacia el estudio; le eché un vistazo al contenedor justo al pasar. No hay nada mejor que los contenedores, porque piden a gritos que los llenen, y así nos animamos a vaciar de trastos acumulados nuestros garajes y desvanes. Solana había tirado los cuadros de bicicleta, los cortacéspedes, las latas de comida caducada hacía mucho tiempo y una caja de zapatos de mujer; de tal forma que el peso de la basura formaba una masa compacta. La pila ya era casi tan alta como el propio contenedor y probablemente tendrían que llevárselo pronto. Saqué el correo del buzón y crucé la verja. Cuando doblé la esquina del estudio, vi a William, el hermano de Henry, de pie en el porche con un rumboso traje con chaleco y bufanda alrededor del cuello. El frío de enero había sonrosado sus mejillas.
Atravesé el patio.