– Lamento que te hayas disgustado, pero no creo que tengas derecho a decirme cómo debo comportarme.
– Eso es verdad. Puedes hacer lo que quieras, pero a mí no me metas. Gus tiene problemas de salud, como ya sabes. No necesita que te presentes en su casa comportándote como si estuviera en el lecho de muerte.
– ¡Yo no he hecho eso!
– Ya has oído a William. Gus estaba fuera de sí. Creía que iban a vender su casa sin su consentimiento e ingresarlo en una residencia.
– Basta ya -dijo Charlotte-. Ya está bien. Tengo un cliente interesado…
– ¿Tienes un cliente en espera? -Henry se interrumpió y la miró atónito.
– Claro que tengo clientes. Tú lo sabes tan bien como yo. No he cometido ningún delito. Gus es muy libre de hacer lo que quiera.
– Al paso que va, acabarás tratando con sus herederos -dijo William-. Eso lo resolvería todo.
Henry dejó bruscamente el cuchillo.
– ¡Maldita sea! ¡Ese hombre no está muerto!
Charlotte alcanzó el abrigo del respaldo de la silla de la cocina y se lo puso.
– Lo siento, pero esta discusión se ha acabado.
– En el momento más oportuno para ti -señaló Henry.
Esperaba verla salir por la puerta hecha una furia, pero ninguno de los dos estaba dispuesto a dar por concluida la discusión. Como en todo choque de voluntades, los dos se creían poseedores de la verdad y con derecho a indignarse por la actitud del otro.
– Encantada de verte -me dijo mientras se abrochaba el abrigo-. Lamento que hayas tenido que presenciar esta situación tan desagradable. -Sacó un par de guantes de piel y se los calzó ajustándose los dedos uno por uno.
– Ya te llamaré -dijo Henry-. Hablaremos cuando los dos nos hayamos tranquilizado.
– Si piensas tan mal de mí, hay poco de que hablar. Prácticamente me has acusado de ser una mujer insensible, indigna de confianza y sin escrúpulos…
– Te estoy hablando del efecto que has tenido en un viejo frágil. No voy a quedarme de brazos cruzados mientras tú vas y lo avasallas.
– Yo no lo he avasallado. ¿Por qué das más valor a la palabra de Solana que a la mía?
– Porque ella no se juega nada -repuso Henry-. Su trabajo consiste en cuidar de él. Tu trabajo consiste en convencerlo de que venda su casa y su terreno para embolsarte tu seis por ciento.
– Eso es insultante.
– Desde luego que lo es. Me cuesta creer que hayas utilizado semejante táctica cuando te pedí expresamente que no lo hicieras.
– Ya es la tercera vez que dices eso. Lo has dejado muy claro.
– No tan claro como debería, por lo visto. Aún no he oído una disculpa por tu parte. Defiendes tus supuestos derechos sin la menor consideración a los míos.
– ¿De qué hablas? Mencioné el valor de las casas en este barrio y diste por supuesto que pretendía imponerme por la fuerza, abusando de tus vecinos para ganar unos cuantos dólares.
– Ese hombre estaba llorando. Han tenido que darle calmantes. ¿Qué es eso si no un abuso?
– Pero ¿qué dices de abusos? William ha hablado con él. ¿Has visto tú algo por el estilo? -preguntó volviéndose hacia él.
William movió la cabeza en un gesto de negación, eludiendo intencionadamente las miradas de ambos por miedo a que de pronto arremetieran contra él. Yo también mantuve la boca cerrada. La discusión había pasado de la visita de Charlotte a la versión que había dado Solana. Tan acelerados como estaban, resultaba imposible mediar entre ellos. Además, a mí esas cosas no se me daban bien, y en ese caso en concreto no acababa de elucidar la verdad.
Charlotte siguió defendiéndose.
– ¿Has hablado tú con él? No. ¿Te ha llamado para quejarse? Seguro que no. ¿Cómo sabes que no se lo ha inventado ella?
– No se lo ha inventado.
– En realidad no quieres saber la verdad, ¿a que no?
– Eres tú quien no quiere escuchar -contestó Henry.
Charlotte agarró su bolso y salió por la puerta de atrás sin pronunciar palabra. No dio un portazo, pero algo en su manera de cerrar reveló que aquello era definitivo.
Después de su marcha, ninguno de nosotros supo qué decir.
William rompió el silencio.
– Espero no haber causado un problema.
Casi me eché a reír, porque, como era obvio, sí lo había causado.
– No quiero ni pensar qué habría sucedido si no lo hubieras mencionado -dijo Henry-. Yo mismo hablaré con Gus para ver si consigo convencerlo de que ni él ni su casa están en peligro.
William se puso en pie y cogió su abrigo.
– Tengo que irme. Rosie ya estará preparando la comida. -Empezó a decir algo más pero debió de pensárselo.
Cuando se fue, persistió el silencio. Henry cortaba más despacio. Estaba abstraído, probablemente reproduciendo en su cabeza la discusión. Recordaría los tantos que él se había anotado y olvidaría los de ella.
– ¿Quieres hablar del asunto? -pregunté.
– Creo que no.
– ¿Quieres compañía?
– En este momento, no. No quiero ser grosero, pero estoy disgustado.
– Si cambias de idea, ya sabes dónde encontrarme.
Volví a mi casa y saqué mis productos de limpieza. Fregar baños siempre ha sido mi remedio para el estrés. El alcohol y las drogas un sábado antes del mediodía eran una posibilidad demasiado sórdida para planteármela.
En el improbable caso de que no me hubiese visto expuesta a suficientes conflictos por un día, decidí visitar a los Guffey en Colgate. Richard Compton me había dejado un mensaje el día anterior en el contestador; me informaba de que los Guffey seguían sin pagar el alquiler. Había ido al juzgado el viernes por la mañana y presentado una demanda por retención ilegal, que quería que yo entregara.
– Puedes añadirlo a la factura. Tengo los documentos aquí.
Podría haberme negado, pero últimamente me encargaba mucho trabajo, y el sábado era un buen día para encontrar a la gente en casa.
– Pasaré por tu casa de camino allí -dije.
Capítulo 19
Arranqué mi leal Mustang y me dirigí hacia casa de Compton, en el Upper East Side. A continuación enfilé la 101 hacia el norte. Los colgados de este mundo tienden a concentrarse en las mismas zonas. Ciertos barrios y ciertos enclaves, ruinosos y baratos, parecen atraer a individuos de mentalidad afín. Quizás algunas personas, incluso en las circunstancias más difíciles, seguían viviendo por encima de sus posibilidades y, en consecuencia, les ponían demandas, recibían citaciones y tenían que comparecer ante el juez por impago de sus deudas. Imaginaba al sector de la población fiscalmente irresponsable intercambiando los trucos del oficio: promesas, pagos parciales, mención a cheques enviados por correo, errores bancarios y sobres extraviados. Se trataba de personas que, por alguna razón, se consideraban exentas de responsabilidad. La mayoría de los casos que pasaban por mis manos concernían a individuos que se sentían con derecho a estafar y engañar. Mentían a sus jefes y no pagaban el alquiler ni las facturas. ¿Y por qué no? Al fin y al cabo, perseguirlos requería tiempo y dinero y sus acreedores tenían poco que ganar. La gente sin bienes está blindada. Por más que uno los amenace, no hay nada que hacer.