– ¿Cómo está Gus?
Recibí la misma mirada inescrutable de la otra vez, pero pareció replantearse el impulso de hacerme un desaire. Bajó la vista.
– Ahora mismo duerme. Ha pasado una mala noche. Tiene problemas en el hombro.
– Lo siento. Henry habló con él ayer y tuvo la impresión de que Gus estaba mejor.
– Las visitas lo cansan. Podría comentárselo al señor Pitts. Se quedó más de la cuenta. A las tres, cuando llegué, el señor Vronsky se había ido a la cama. Se pasó casi todo el día dormitando, y por eso anoche durmió tan mal. Es como un bebé con el día y la noche cambiados.
– Tal vez el médico tenga alguna sugerencia.
– Le han dado hora para el viernes. Se lo comentaré -dijo-. ¿Algo más?
– Pues sí. Voy a hacer la compra y he pensado que a lo mejor necesita usted algo.
– No querría molestarla.
– No es ninguna molestia. Tengo que ir de todos modos y con mucho gusto le echaré una mano. Incluso puedo quedarme yo con Gus si prefiere ir usted.
Solana hizo caso omiso del ofrecimiento.
– Si espera un momento, hay un par de cosas que me podría traer.
– Claro.
Me había inventado lo de ir al supermercado sobre la marcha, en un intento desesperado por alargar la conversación. Aquella mujer era como un cancerbero. Resultaba imposible acceder a Gus sin pasar por ella.
La vi entrar en la cocina, donde dejó el recipiente de sopa en la encimera y desapareció, probablemente en busca de papel y lápiz. Entré en la sala de estar y eché una ojeada al buró de Gus. El casillero que antes contenía sus facturas ahora estaba vacío; sin embargo, seguían allí las dos libretas de ahorro. Parecía que el talonario también estaba allí. Me moría por examinar sus cuentas, al menos para asegurarme de que pagaba las facturas. Lancé una mirada hacia la puerta de la cocina. Ni rastro de Solana. Si hubiese actuado en ese preciso momento, tal vez me habría salido con la mía. Pero vacilé y perdí la oportunidad. Solana apareció al cabo de un momento con el bolso bajo el brazo. La lista que me dio era corta, unos cuantos artículos anotados a vuela pluma en una hoja suelta. Abrió el monedero, sacó un billete de veinte dólares y me lo dio.
– La sala ha quedado mucho mejor sin esa vieja moqueta gastada -comenté, como si hubiera pasado ese rato admirando su último arreglo doméstico en lugar de tramar cómo apoderarme de las libretas de ahorro de Gus. Me habría dado de cabezazos. En cuestión de segundos podría haber cruzado la habitación y agarrado los documentos.
– Hago lo que puedo. Me dijo la señorita Oberlin que usted y el señor Pitts limpiaron la casa antes de que ella llegara.
– No fue gran cosa. Una limpieza para la suegra, como decía mi tía. ¿No quiere nada más? -Guardé silencio y miré la lista por encima. Zanahorias, cebollas, sopa de setas, nabos, colinabos y patatas nuevas. Todo muy nutritivo y saludable.
– He prometido al señor Vronsky una crema de verduras. Ha perdido el apetito y es lo único que come. Cualquier clase de carne le provoca náuseas.
Sentí que me sonrojaba.
– Tenía que haberlo preguntado antes. La sopa que he traído es de arroz con pollo.
– Quizá sirva cuando se encuentre mejor.
Se acercó, básicamente con la intención de acompañarme a la puerta. Igual que si me hubiese cogido del brazo y arrastrado hasta la calle.
En el supermercado me lo tomé con calma, haciendo como si comprara también para mí. No tenía la menor idea de cómo era un colinabo, así que, después de una frustrante búsqueda, tuve que consultar al dependiente. Me dio una verdura enorme llena de nudos, como una patata hinchada con la piel cérea y unas cuantas hojas verdes en un extremo.
– ¿Va en serio?
Sonrió.
– ¿Ha oído hablar de los «nabos con patatitas»? Pues eso es un nabo, un nabo sueco. Los alemanes sobrevivieron gracias a ellos en el invierno de 1916 y 1917.
– ¿Quién lo habría dicho?
Volví a mi coche y regresé a casa. Al dejar Bay y doblar por Albanil, vi que el camión de la compañía de recogida de desechos había cargado el contenedor y se lo llevaba. Aparqué en el hueco que había dejado y subí al porche de Gus con la compra de Solana. Para impedir cualquier otra intentona por mi parte, aceptó la bolsa de plástico y el cambio de los veinte dólares y me dio las gracias sin invitarme a entrar. Aquello era exasperante. Ahora tendría que buscar otra excusa para meterme en la casa.
Capítulo 20
El miércoles, cuando volví a casa para comer, encontré a la señora Dell en mi porche con su largo abrigo de visón, sosteniendo la bolsa de papel marrón que contenía la comida de Meals on Wheels.
– Hola, señora Dell. ¿Qué tal?
– Mal. Ando un poco preocupada.
– ¿Por qué?
– La puerta de atrás de la casa del señor Vronsky está cerrada con llave y en el cristal hay una nota pegada con celo que dice que ya no necesitará nuestros servicios. ¿A usted le ha comentado algo?
– No he hablado con él, pero sí parece extraño. Ese hombre tiene que comer.
– Si la comida no es de su gusto, preferiría que nos lo dijera. Estamos dispuestos a realizar cualquier cambio si tiene algún problema.
– ¿Usted no ha hablado con él?
– Lo he intentado. He llamado a la puerta tan fuerte como he podido. Sé que es duro de oído y he esperado por si venía renqueando por el pasillo. Pero ha aparecido la enfermera. Saltaba a la vista que no tenía ganas de hablar, pero al final ha abierto la puerta. Me ha dicho que el señor Vronsky se negaba a comer y ella no quería que la comida se desperdiciara. Se ha comportado de una manera casi grosera.
– ¿Ha anulado el servicio de Meals on Wheels?
– Ha dicho que el señor Vronsky está perdiendo peso. Lo llevó al médico para que le examinara el hombro y, efectivamente, pesa tres kilos menos. El médico se alarmó. Esa mujer ha actuado como si la culpa fuera mía.
– Veré qué puedo hacer.
– Sí, por favor. Nunca me había pasado nada semejante. Me siento fatal pensando que podría ser por mi causa.
En cuanto se fue, telefoneé a Melanie a Nueva York. Como de costumbre, no hablé con un ser humano vivo. Dejé un mensaje y ella me devolvió la llamada a las tres, hora de California, al llegar a casa del trabajo. Para entonces yo estaba ya en la oficina, pero dejé a un lado el informe que mecanografiaba en ese momento y le conté mi conversación con la señora Dell. Pensé que se sorprendería al oír lo ocurrido con Meals on Wheels. En lugar de eso, se irritó.
– ¿Y por eso me llamas? Ya estoy enterada de todo. El tío Gus lleva semanas quejándose de la comida. Al principio, Solana no le hizo mucho caso porque pensó que era sólo por su mal carácter. Ya sabes lo mucho que le gusta quejarse.