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Di media vuelta y volví sobre mis pasos, alejándome tan deprisa como es posible cuando se camina de puntillas. Mantuve el bolso pegado al cuerpo, consciente de que al menor golpe contra una silla el hombre podía despertarse de pronto y preguntarse quién había en la casa. Recorrí la cocina, salí por la puerta de atrás y crucé el porche con la misma cautela. Bajé los peldaños del porche trasero, aguzando el oído, atenta a cualquier sonido a mis espaldas. Cuanto más me acercaba a un lugar seguro, más en peligro me sentía.

Atravesé el jardín de Gus. Entre su propiedad y la de Henry había un pequeño tramo de alambrada y otro más largo de setos. Cuando llegué a la hilera de arbustos, levanté los brazos a la altura de los hombros y, abriéndome paso por una angosta brecha entre dos matas, fui a caer de bruces poco más o menos en el patio de Henry. Debí de dejar un revelador rastro de ramas rotas a mis espaldas, pero no me paré a comprobarlo. Sólo cuando me hallé en mi casa, con la puerta cerrada, me atreví a tomar aire. ¿Quién demonios era ese individuo?

Corrí el pasador de la puerta, dejé las luces apagadas y rodeé la encimera de la cocina hasta el hueco donde el fregadero, la cocina y los armarios forman una U sin ventanas. Me dejé caer en el suelo y me quedé allí sentada con las rodillas dobladas y en alto, temiendo que alguien aporrease la puerta y me exigiese una explicación. Ahora que estaba a salvo, se me aceleró el corazón, resonando en mi pecho como si alguien intentara echar abajo una puerta con un ariete.

En mi imaginación, reproduje la secuencia de acontecimientos: cuando hice ver que llamaba al cristal de la puerta como si me comunicara con alguien en el interior. Con ruidosos pasos había bajado alegremente del porche y subido igual de alegremente por la parte de detrás. Una vez dentro, había abierto y cerrado puertas y cajones, había mirado en dos botiquines, cuyas bisagras con toda seguridad habrían chirriado. No había prestado atención al ruido que hacía porque creía estar sola, y desde el principio aquel gorila dormía en la habitación de al lado. ¿Acaso estaba loca?

Después de treinta segundos allí escondida empecé a sentirme ridícula. No me habían detenido como a una ladrona con las manos en la masa, en pleno robo con fractura. Nadie me había visto entrar ni salir. Nadie había llamado a la policía para denunciar la presencia de un intruso. Por alguna razón, había escapado sin ser vista, al menos que yo supiera. Aun así, el incidente debería haber sido toda una lección para mí. Tendría que habérmela tomado en serio, y sin embargo me quedé de una pieza al caer en la cuenta de que había desperdiciado la oportunidad de llevarme las libretas y talonarios de Gus.

Capítulo 21

A la mañana siguiente, de camino al trabajo, fui por Santa Teresa Street hasta Aurelia, doblé a la izquierda y entré en el aparcamiento de una farmacia. La Botica Jones era una farmacia a la antigua usanza. Sus estantes exhibían un amplio surtido de vitaminas, material de primeros auxilios, suplementos alimenticios, suministros para ostomías, panaceas, productos para la piel, el pelo y las uñas y demás sustancias destinadas al alivio de los pequeños males humanos. Allí podían comprarse medicamentos con receta, pero no muebles para el jardín, a diferencia de lo que ocurre en los drugstores, la versión moderna de las farmacias; era posible alquilar muletas y adquirir plantillas para los pies planos, pero no revelar fotos. Sí ofrecían un control de la tensión arterial gratuito, y mientras esperaba a que me atendiesen, me senté y me ceñí el brazalete del tensiómetro. Después de mucho resoplar, apretar y aflojar, dio una lectura de 118/68, por lo que deduje que no estaba muerta.

En cuanto quedó libre la ventanilla, me acerqué al mostrador y capté la atención del farmacéutico, Joe Brooks, que ya me había sido útil en el pasado. Era un hombre de más de setenta años, con el pelo blanco como la nieve y arremolinado en medio de la frente.

– Dígame, señora. ¿Qué tal? Hacía tiempo que no la veía por aquí.

– Voy tirando, y procuro no meterme en líos en la medida de lo posible -contesté-. Ahora mismo necesito cierta información y he pensado que quizás usted podría ayudarme. Un amigo mío toma una serie de medicamentos y estoy preocupada por él. Creo que duerme demasiado y, cuando está despierto, lo noto confuso.

He pensado que tal vez sea por los efectos secundarios de las pastillas que le han recetado. He hecho una lista con todo, pero no le vendieron los medicamentos aquí.

– Eso da igual. La mayoría de los farmacéuticos responden a las consultas de los pacientes igual que nosotros. Nos aseguramos de que el paciente entiende para qué sirve el medicamento, cuál es la dosis y cómo y cuándo debe tomarlo. También le explicamos cualquier posible incompatibilidad con alimentos u otros fármacos y les aconsejamos que llamen al médico si experimentan reacciones fuera de lo común.

– Eso suponía, pero quería asegurarme. Si le enseño la lista, ¿podría decirme para qué sirven?

– No creo que haya ningún problema. ¿Quién es el médico?

– Medford. ¿Lo conoce?

– Sí, y es un buen profesional.

Tomé mi libreta y la abrí por la hoja correspondiente. Él sacó del bolsillo de la chaqueta unas gafas para leer y se colocó las varillas sobre las orejas. Lo observé mientras seguía las líneas escritas con los ojos, haciendo comentarios a medida que bajaba.

– Son medicamentos corrientes. La indapamida es un diurético recetado para disminuir la tensión arterial. El metaprolol es un bloqueador beta, también recetado para la hipertensión. Klorvess es un sustituto de potasio con sabor a cereza que se vende con receta porque los suplementos de potasio pueden afectar el ritmo cardiaco y dañar el tracto gastrointestinal. La butazolidina es un antiinflamatorio, probablemente para el tratamiento de la osteoartritis. ¿Se lo ha mencionado alguna vez?

– Sé que se queja de dolores. Tiene osteoporosis, eso seguro. Está prácticamente doblado por la pérdida de masa ósea. -Mirando por encima de su hombro, leí la lista-. ¿Y esto qué es?

– El clofibrato se receta para reducir el índice de colesterol; y este último, el Tagamet, sirve para el reflujo de ácidos. Lo único que considero que habría que comprobar es su nivel de potasio. Un nivel bajo de potasio en sangre podría causarle confusión, debilidad o sueño. ¿Qué edad tiene?

– Ochenta y nueve.

Asintió y ladeó la cabeza mientras analizaba las implicaciones.

– La edad tiene que ver. De eso no cabe duda. Los enfermos geriátricos no eliminan los fármacos tan deprisa como los jóvenes, más sanos. Las funciones renales y hepáticas también se reducen de forma sustancial. El rendimiento coronario empieza a declinar a partir de los treinta años, y a los noventa se ha reducido a un máximo de entre un treinta y un cuarenta por ciento. Lo que usted describe podría ser un trastorno clínico que no se ha diagnosticado. Probablemente no le vendría mal un reconocimiento por un especialista geriátrico si no lo ha visto ninguno.