Cuando arranqué la hoja y se la entregué, le vi la mano derecha. Tenía un tosco tatuaje en el pliegue entre el pulgar y el índice. Un contorno rojo rodeaba aquella parte, como carmín deslucido con el tiempo. En el pulgar destacaban dos puntos negros, uno a cada lado del nudillo. De inmediato me indujo a pensar en la cárcel, lo que acaso explicase su actitud. Si había tenido problemas con la justicia en el pasado, era comprensible que ahora se mostrara evasivo.
Se llevó la mano al bolsillo.
Aparté la mirada, simulando interés en la decoración.
– Un sitio interesante. ¿Cuánto hace que vive aquí?
Cabeceó.
– No tengo tiempo para charlar.
– No se preocupe. Gracias por su tiempo.
En cuanto llegué a mi mesa de despacho llamé al bufete de Lowell Effinger, que estaba cerrado por el fin de semana. Saltó el contestador y dejé un mensaje para Geneva Burt, en el que le daba el nombre y la dirección de Melvin Downs.
– No lo retrasen. Ese hombre parece nervioso. Si no ha telefoneado el lunes a primera hora, hablen con su casera, la señora Von. Es una mujer de armas tomar y lo llamará a capítulo.
Dejé el número del despacho de Juanita Von.
Capítulo 23
Después de telefonear a la agencia del condado destinada a prevenir los malos tratos a la tercera edad, pensé que me quitaría un peso de encima. El asunto ya no estaba en mis manos y la investigación de Solana Rojas era responsabilidad de otros. En realidad, me inquietaba la perspectiva de encontrármela. Había hecho un gran esfuerzo por congraciarme con ella a fin de acceder a Gus, pero si cortaba todo contacto y aparecía el investigador haciendo determinadas preguntas, la conclusión obvia sería que yo había presentado la denuncia, como efectivamente así era. No sabía siquiera cómo aparentar inocencia. En el fondo, era consciente de que la seguridad de Gus era prioritaria, aun a riesgo de padecer la ira de Solana; sin embargo, me preocupaba. Siendo como era una embustera consumada, de pronto temía que me acusaran de decir la verdad.
Así funciona el sistema: un ciudadano presencia una acción indebida y avisa a las autoridades pertinentes. En lugar de recibir elogios, se ve rodeado de un aura de culpabilidad. Yo había obrado como consideraba correcto y ahora tenía la necesidad de andar escondiéndome, eludiéndola. Por más que me repitiera que esa actitud mía era una estupidez, temía por Gus, me preocupaba que pagara él las consecuencias de mi llamada. Solana no era una persona normal. Tenía algo de cruel, y en cuanto dedujera lo que yo había hecho, se me echaría encima con saña. Para colmo vivía al lado. Me desahogué contándoselo a Henry, sentados ambos en su cocina a la hora del cócteclass="underline" él ante un Black Jack con hielo, yo con mi Chardonnay.
– ¿No tienes ningún asunto pendiente que te obligue a salir de la ciudad? -preguntó.
– Ojalá. Aunque si me marchara, las sospechas recaerían sobre ti.
Él le quitó importancia a esa posibilidad.
– Puedo con Solana. Y llegado el caso, tú también. Has hecho lo que debías.
– Eso mismo me digo yo una y otra vez, pero tengo que confesar una pequeña transgresión.
– ¡Vaya por Dios! -exclamó él.
– Tampoco es para tanto. El día que ayudé a Solana con Gus, aproveché las circunstancias para sustraer el talonario y una libreta de ahorros.
– ¿«Sustraer»? O sea, ¿robar?
– Hablando en plata, sí, así es. Eso fue lo que me impulsó a avisar a las autoridades. Fue la primera prueba que vi de que ella lo está desplumando. El problema es que, como ha cambiado la cerradura, no tengo manera de entrar a devolverlos.
– Santo cielo.
– Pues sí, «santo cielo». ¿Y ahora qué? Si me quedo con los documentos, no puedo tenerlos en casa. ¿Y si Solana se da cuenta, llama a la policía y consigue una orden de registro?
– ¿Por qué no los pones en una caja de seguridad?
– Aun así me arriesgaría a que me sorprendieran con ellos. Por otra parte, no puedo destruirlos porque si se presentaran cargos contra Solana, ésa sería una prueba. De hecho, si la procesada soy yo, será una prueba contra mí.
Henry cabeceaba en señal de desacuerdo.
– No lo creo por tres razones. Los documentos no son admisibles como prueba porque son «el fruto del árbol prohibido». ¿No es así como se dice cuando se consigue una prueba por medios ilegales?
– Más o menos -respondí.
– Además, el banco tiene los mismos datos, así que si las cosas se ponen feas, la fiscalía puede requerir la presentación de las pruebas.
– ¿Y cuál es la tercera razón? Me muero de ganas de saberla.
– Mételos en un sobre y mándamelos por correo -propuso Henry.
– No quiero ponerte en peligro. Ya me las arreglaré. Te aseguro que después de esto tengo intención de reformarme -dije-. Ah, y hay otra cosa. La primera vez que entré…
– ¿Has entrado dos veces?
– Eh, la segunda me invitó ella. Fue cuando Gus quedó inmovilizado en la ducha. La primera vez utilicé la llave de su casa y apunté todos los medicamentos que él toma. Pensaba que quizá la causa de su estado de confusión y somnolencia era una combinación de fármacos. El farmacéutico con quien hablé sugirió un posible consumo de analgésicos, o exceso de alcohol, que no es el caso. Y todavía hay más. Cuando me paseaba por la casa, sabiendo que Gus y Solana no estaban, abrí la puerta del tercer dormitorio y encontré a un gorila de ciento cincuenta kilos dormido en la cama. ¿Quién demonios podía ser?
– Quizás era el ayudante que contrató. Me lo mencionó ella misma cuando fui. Viene una vez al día para ayudar a Gus a sentarse y levantarse del váter y cosas así.
– Pero ¿por qué dormía en horas de trabajo?
– Puede que se quedara esa noche allí para que ella se tomara el día de descanso.
– No lo creo. Solana había salido con Gus a hacer algún recado. Ahora que lo pienso, ¿por qué no estaba el ayudante allí cuando ella tuvo que sacar a Gus de la ducha?
– Tal vez ya se había ido. Según me dijo, ese hombre cobra por horas, así que no debe de estar mucho rato.
– Si vuelves a verlo, dímelo. Melanie no me ha comentado que Solana hubiera contratado a alguien.
Cuando volví a casa a las siete, estaba achispada. Una feliz consecuencia de mi angustia era que había perdido el apetito. A falta de comida, estaba dándome a la bebida. Eché un vistazo a mi escritorio y vi que parpadeaba la luz del contestador. Crucé la sala y pulsé el botón para reproducir el mensaje.
«Hola, Kinsey. Soy Richard Compton. ¿Podrías llamarme?»