– Gracias.
– No hay de qué. Y yo no sé nada, ¿eh? Estoy ocupada limpiando la cocina. Si la señora Von la pilla, yo no he tenido nada que ver.
Esta vez subí por la escalera de atrás, temiendo encontrarme con la señora Von si por casualidad regresaba en ese momento. Desde abajo oí sonar otra vez el teléfono. Quizá la mujer de la limpieza tenía orden de no contestar. Quizá la norma 409 del Sindicato del Personal de Limpieza prohibía asumir responsabilidades que no se especificaban en el contrato.
Cuando llegué a la segunda planta, para mayor seguridad, llamé a la puerta de Melvin Downs y esperé un momento. Como nadie respondió, miré por el pasillo en ambas direcciones y abrí.
Entré en la habitación con la intensa sensación de peligro que experimento siempre que estoy en un sitio donde en teoría no debería estar, cosa que últimamente me ocurría casi a todas horas. Cerré los ojos y respiré hondo. La habitación olía a aftershave. Los abrí y llevé a cabo una inspección visual. Era un espacio de dimensiones inesperadamente amplias, quizás unos seis por siete metros. En el cuarto ropero cabían una cómoda ancha, dos varillas de madera para colgar ropa y un zapatero acoplado a la parte posterior de la puerta. Por encima de las varillas había estantes de madera vacíos hasta el techo.
El cuarto de baño contiguo, de cuatro metros por cuatro, contenía una bañera antigua de hierro colado con patas en forma de garras y un lavabo de reborde ancho con un estante de cristal encima. El inodoro tenía la tapa de madera y una cisterna colgada de la pared que se accionaba con una cadena. El suelo era de linóleo imitación parquet.
En la habitación principal había una segunda cómoda, una cama de matrimonio con cabezal de hierro pintado de blanco, y dos mesillas de noche disparejas. La única lámpara era funcionaclass="underline" dos bombillas de 75 vatios con una cadena de metal colgada del techo y una sencilla pantalla, quemada en algunos sitios. Cuando tiré de la cadena, sólo se encendió una bombilla. Habían retirado la ropa de la cama y el colchón estaba doblado por la mitad, dejando a la vista los muelles del somier. Melvin había apilado con pulcritud todo aquello que necesitaba lavarse: sábanas, fundas de almohada, la funda del colchón, la colcha y las toallas.
Bajo las ventanas en voladizo de la pared del fondo había una mesa de madera pintada de blanco y dos sillas de madera sin barnizar. Crucé la habitación hasta una encimera de cocina situada bajo unos pocos armarios. Examiné los estantes. Unos cuantos platos, seis vasos de agua, dos cajas de cereales y un surtido de galletas saladas. Conociendo a la señora Von como ya la conocía, sin duda estaban estrictamente prohibidos los calientaplatos y cualquier otro electrodoméstico destinado a guisar.
Empecé a registrar en serio, pese a que no veía muchos posibles escondites. Abrí todos los cajones, miré dentro y detrás, comprobé debajo y luego pasé a otra cosa. Nada en la papelera. Nada debajo de la cómoda. Cogí una de las sillas de cocina y la acerqué al cuarto ropero para subirme y echar un buen vistazo al fondo de los estantes. Tiré del cordel que encendía la única bombilla desnuda. Daba una luz mortecina. Al principio pensé que tampoco esta vez había dado en el clavo, pero vi algo en un rincón contra la pared. Me puse de puntillas y, agachando la cabeza, alargué el brazo por completo mientras buscaba a tientas por el polvoriento estante. Cerré la mano en torno al objeto y me lo acerqué para verlo. Era un juguete, uno de esos pequeños payasos de madera que hacen una voltereta al apretar los dos palos laterales a los que van prendidos. Contemplé el payaso mientras le hacía dar un par de vueltas y a continuación me bajé de la silla, la devolví a su sitio y me guardé el juguete en el bolso antes de entrar en el baño.
No habían limpiado el baño, pero tampoco contenía nada útil a modo de información. Vi el casillero de cartón de una caja de vino, plegado y encajado detrás del lavabo. Melvin Downs acarreaba dos cajas de vino vacías, una dentro de la otra, cuando nos presentaron. Eso significaba que ya entonces había empezado a hacer las maletas. Interesante. Algo había precipitado su marcha, y esperaba no haber sido yo.
Salí de la habitación y cerré la puerta. Cuando me encaminaba hacia la escalera, oí una radio en la habitación de enfrente. Vacilé, pero por fin llamé a la puerta. No tenía nada que perder.
Al hombre que abrió le faltaban los incisivos superiores y tenía barba de dos días.
– Perdone que lo moleste, pero me gustaría saber qué ha sido de Melvin Downs.
– No lo sé. Me da igual. No me caía bien y yo no le caía bien a él. Si se ha ido, tanto mejor.
– ¿Hay alguien más con quien pudiera hablar?
– Veía la tele con el hombre de la habitación número cinco. En el primer piso.
– ¿Está aquí?
Cerró la puerta.
– Gracias -dije.
Regresé a mi coche, me metí y me quedé allí sentada con las manos en el volante mientras contemplaba las distintas opciones. Consulté la hora. Eran cerca de las once. De momento, no podía hacer nada. Tenía que vérmelas con los Guffey, así que hice girar la llave de contacto y me dirigí hacia Colgate. Si no me ponía en marcha, llegaría tarde.
Capítulo 24
Solana
El domingo por la mañana, en la cocina, Solana trituraba un puñado de comprimidos con un mortero y una mano de almirez. El medicamento pulverizado era un nuevo somnífero de venta sin receta que había comprado el día anterior. Le gustaba experimentar. En ese momento el viejo estaba sedado, y ella aprovechó la ocasión para llamar a la Otra, con quien no hablaba desde antes de Navidad. Debido al ajetreo de las fiestas y sus obligaciones con el anciano, Solana apenas había pensado en la Otra. Se sentía a salvo. No veía cómo podía alcanzarla su pasado, pero nunca estaba de más tomarle el pulso a la Otra, por así decirlo.
Después de las trivialidades de costumbre, la Otra dijo:
– El otro día me pasó algo muy raro. Como andaba cerca de la Casa del Amanecer, pasé a saludar a la gente. Hay una mujer distinta en administración, y me preguntó si me gustaba mi nuevo trabajo. Cuando le dije que sólo estudiaba, me miró de una manera extraña. Ni te imaginas la cara que puso. Le pregunté qué ocurría y me explicó que había pasado por allí alguien que investigaba mis antecedentes de cara a un empleo como enfermera particular. Le dije que se equivocaba, que yo no trabajaba de enfermera.
Solana cerró los ojos, intentando interpretar el significado de ese episodio.
– Debió de ser un error. Te confundiría con otra persona.
– Eso pensé yo, pero mientras estaba allí, sacó el expediente y me señaló la anotación que hizo en su momento. Incluso me enseñó la tarjeta de visita de esa mujer.
Solana se concentró en la información con una curiosa sensación de distanciamiento.
– ¿Una mujer?
– El nombre no me sonaba de nada y ahora no lo recuerdo, pero no me gusta la idea de que alguien vaya por ahí preguntando por mí.