– Por na.
– Na no es una palabra. Se dice «nada». ¿Qué llevas en el bolsillo?
Él negó con la cabeza, como si no supiera de qué le hablaba.
– ¿Has robado algo?
Él contestó que no, pero con tono malhumorado. Simple como era, no sabía mentir, y Solana supo por la expresión de su rostro que lo había pillado otra vez. Se arrimó a la acera.
– Vacía los bolsillos ahora mismo.
Tiny se negó descaradamente, pero ella le dio una colleja y él, obedeciendo, sacó dos paquetes pequeños de M &M's y uno de cecina de buey.
– ¿Qué te pasa? La última vez que hiciste esto te dije que nunca más. ¿No te lo dije? ¿Qué pasará si te pillan?
Solana bajó la ventanilla y tiró las golosinas. Él gimió, emitiendo aquel mugido que a ella tanto la irritaba. No conocía a nadie más que, al llorar, articulase realmente las vocales «uaaa».
– No vuelvas a robar nunca. ¿Me has oído? Y eso otro que haces también debe acabarse. Porque, como sabes, puedo mandarte otra vez al pabellón. ¿Recuerdas dónde estuviste? ¿Recuerdas lo que te hicieron?
– Sí.
– Pues pueden hacértelo otra vez si yo se lo digo.
Lo examinó. ¿Qué sentido tenía reprender al chico? Hacía lo que hacía durante las horas que pasaba fuera de casa. Muchas veces Solana le había visto las manos, los nudillos llenos de magulladuras e hinchados como si llevara mitones. Cabeceó en un gesto de desesperación. Sabía que si lo presionaba más de la cuenta, se volvería contra ella como había ocurrido en otras ocasiones.
Cuando llegó a la manzana donde vivían, dobló por el callejón y buscó aparcamiento. La mayoría de las plazas bajo el sotechado estaban vacías. En el complejo de apartamentos detrás del suyo había una gran rotación de inquilinos, lo que significaba que las plazas de aparcamiento disponibles variaban continuamente conforme los residentes iban y venían. Alcanzó a ver un Mustang azul en el espacio reservado para los bomberos al final del callejón, arrimado a la fachada lateral del edificio.
No se lo podía creer. Nadie aparcaba allí. Había un cartel que anunciaba que era un espacio para los bomberos y debía permanecer desocupado. Al pasar de largo, Solana lanzó una mirada al vehículo. Supo de quién era. Lo había visto hacía menos de una hora. ¿Qué hacía allí Kinsey? Sintió una oleada de pánico en el pecho. Dejó escapar un leve sonido, algo entre exclamación ahogada y gemido.
– ¿Qué te pasa? -preguntó Tiny, omitiendo casi todas las consonantes y achatando las vocales.
Salió del callejón.
– Ahora no vamos a parar. Te llevaré a la Casa de los Waffles y te invitaré a desayunar. Deberías dejar el tabaco. Es malo para la salud.
Capítulo 25
El lunes, a las once y diez de la mañana, subí por la escalera al primer piso del edificio de dos plantas donde vivían los Guffey. Oí correr agua y supuse que el jardinero o el portero estaba pasando la manguera por los caminos de acceso. No había tenido el gusto de conocer a Grant Guffey, pero su mujer era hostil y no me apetecía otro concurso de ingenio. ¿Por qué había aceptado ese encargo? Cuando fuera a pasar revista al apartamento, aunque hubiese grandes boquetes en las paredes, negarían toda responsabilidad, jurando y perjurando que ya estaban allí desde el primer día. Yo no tenía copia de la hoja de inspección que habían firmado al alquilar el piso. Me constaba que Compton era muy meticuloso en esa fase del proceso de alquiler, y eso precisamente le permitía ser tan duro con los inquilinos cuando se iban. Si había daños visibles y los Guffey protestaban, nos veríamos reducidos a una absurda discusión de «¡Has sido tú!», «¡No he sido yo!».
Había dejado el coche en el callejón, aparcado muy cerca del edificio, para que no se viera desde la ventana trasera del apartamento de los Guffey. En realidad no conocían mi coche, pero un mínimo de cautela nunca está de más. El espacio estaba reservado para los bomberos, pero esperaba quedarme poco tiempo. Si oía sirenas u olía a humo, correría como una liebre y rescataría mi pobre vehículo antes de que lo aplastara un camión de bomberos. Era la última vez que le hacía el trabajo sucio a Compton. No podía decirse que se lo regalara, pero tenía otros asuntos de que ocuparme. El espectro de Melvin Downs asomaba una y otra vez a mi mente, y traía consigo un lento y espeso temor.
Cuando llegué a lo alto de la escalera vi un charco de agua cada vez más grande que salía por debajo de la puerta del apartamento 18. El torrente se desbordaba por un lado del pasillo de la primera planta y caía en el patio de cemento, creando la ilusión de lluvia que había oído poco antes. ¡Qué suerte la mía! Vadeé hasta la puerta del apartamento, irradiando ondas a mi paso. Habían corrido las cortinas de las ventanas y no pude ver el interior, pero cuando llamé, la puerta se abrió sola girando sobre un único gozne chirriante. En las películas, éste es el momento en que el público quiere lanzar un grito de advertencia: ¡No entres, boba! Una puerta que se abre sola suele equivaler a un cadáver en el suelo, y el detective temerario será acusado del crimen después de recoger estúpidamente el arma para inspeccionarla en busca de residuos de pólvora. Yo era demasiado lista para eso.
Con sumo cuidado, me asomé. El agua ya me cubría las zapatillas de deporte y me empapaba los calcetines. El lugar no sólo estaba vacío, sino que además lo habían destrozado por completo. El agua salía a chorros desde los sanitarios rotos del cuarto de baño: el lavabo, el inodoro y la bañera. Habían rajado la moqueta con un instrumento cortante y las hebras se apartaban de la corriente de agua como largos y ondulantes tallos de hierba en las orillas de un río impetuoso. Los armarios de la cocina, arrancados de la pared, formaban un astillado montón en el suelo.
Si el apartamento se había alquilado con muebles, éstos habían sido robados o vendidos, porque, aparte de unas cuantas perchas, no se veía nada. A juzgar por el caudal de agua, pensé que podía apostarse sobre seguro a que crecería un bosque tropical en el apartamento de abajo. Retrocedí hacia la puerta acompañada de los chasquidos de mis zapatillas de deporte.
– Oiga -dijo una voz masculina.
Alcé la vista. Había un hombre inclinado sobre la barandilla de la segunda planta. Para verlo, me protegí los ojos del resplandor del sol con la mano.
– ¿Tiene algún problema ahí abajo? -preguntó.
– ¿Me permite usar su teléfono? Tengo que avisar a la policía.
– Ya lo había imaginado y los he llamado yo mismo. Si el coche que hay aparcado ahí atrás es suyo, más vale que lo saque o le pondrán una multa.
– Gracias. ¿Sabe dónde está la llave general del agua?
– Ni idea.
Después de cambiar el coche de sitio, me pasé la siguiente hora con el ayudante del sheriff del condado, que había llegado diez minutos después de la llamada. Mientras esperaba, había bajado al apartamento 10 y llamado, pero no me abrió nadie. Los inquilinos debían de estar trabajando y no se enterarían de la catástrofe acuática hasta las cinco de la tarde.