– Joder. Ahora resulta que soy yo la mala de la película.
Capítulo 27
Tan pronto como salió por la puerta, cogí la chaqueta y el bolso y corrí al juzgado, donde entré por una puerta lateral y subí por los anchos escalones de baldosas rojas hasta el pasillo de la primera planta. Los arcos que flanqueaban el hueco de la escalera estaban abiertos al gélido aire del invierno y mis pisadas resonaban entre los mosaicos de las paredes revestidas de azulejos. Entré en la oficina del secretario del condado y rellené un formulario para solicitar el expediente de Augustus Vronsky. Había estado allí mismo hacía siete semanas, verificando los antecedentes de Solana Rojas. Era obvio que ahí la había pifiado, aunque ignoraba dónde estaba el error. Me senté a esperar en una de las sillas de madera. Al cabo de seis minutos, tenía la carpeta en la mano.
Me fui al fondo de la sala y me senté a una mesa, ocupada en su mayor parte por un ordenador. Abrí el expediente y lo hojeé, aunque no había mucho que ver. Tenía ante mí el formulario estándar de cuatro páginas. A lo largo de la página, varias casillas aparecían marcadas con una débil equis mecanografiada. Salté a la última hoja, donde vi el nombre del abogado que representaba a Cristina Tasinato, un tal Dennis Altinova, con una dirección de Floresta. Constaban sus números de teléfono y fax, así como las señas de Cristina Tasinato. Volviendo a la primera página, empecé de nuevo. Examiné los apartados y subapartados, y comprobé lo que ya sabía. Augustus Vronsky, en lo sucesivo el tutelado, residía en el condado de Santa Teresa. La solicitante no era acreedora ni deudora ni representante de ninguna de las partes. La solicitante era Solana Rojas, que pidió al juzgado que designara a Cristina Tasinato tutora de la persona y el patrimonio del tutelado. Aun sospechando que todo eso era obra de Solana, me sobresalté al ver su nombre claramente mecanografiado en la casilla correspondiente.
En el apartado «Carácter y valor estimado del patrimonio», venía marcada la casilla «Desconocido» en todos los puntos, incluidos los bienes raíces, el patrimonio personal y las pensiones. También estaba marcada la casilla en la que se declaraba que el tutelado no era capaz de atender sus necesidades personales en cuanto a la salud, la alimentación, el vestir y la vivienda. Los datos en apoyo de dicha declaración se detallaban en un documento incluido en Información Confidencial Complementaria, «en el expediente adjunto». No había el menor rastro del documento, pero por eso era «Confidencial». En el siguiente párrafo, una equis en la casilla pertinente indicaba que Gus Vronsky, el tutelado propuesto, era «esencialmente incapaz de administrar sus recursos económicos o defenderse de engaños o influencias indebidas». Una vez más los datos en apoyó se especificaban en Información Confidencial Complementaria, aportados junto con la solicitud, pero no a disposición pública. Las firmas del abogado, Dennis Altinova, y la tutora, Cristina Tasinato, constaban al final. El documento se había presentado a la Audiencia de Santa Teresa el 19 de enero de 1988.
En el expediente se adjuntaba asimismo una factura en concepto de «Servicios de atención domiciliaria», desglosada según los honorarios, los meses y la cantidad total. Para la segunda mitad de diciembre de 1987 y las primeras dos semanas de enero de 1988, la cantidad solicitada era de 8.726,73 dólares. El justificativo de esa suma era una factura de Asistencia Sanitaria para la Tercera Edad, S.A. Se incorporaba también una factura emitida por el abogado en concepto de servicios profesionales, datada el 15 de enero de 1988, y en la que se detallaban fechas, honorarios por hora y la cantidad cobrada a la tutora. El importe adeudado era de 6.227,47 dólares. Estos gastos habían sido presentados para someterlos a la aprobación del juez; y por si el destino de los fondos no quedaba claro, una nota al pie rezaba: «Rogamos se extiendan los cheques a nombre de Dennis Altinova. Honorarios de socio mayoritario: 200 dólares/hora; honorarios de socio comanditario: 150 dólares/hora; honorarios de auxiliar jurídico: 50 dólares/hora». Entre los dos, la tutora recién nombrada y su abogado, se habían embolsado un total de 14.954,20 dólares. Me sorprendió que el abogado no adjuntara un sobre con franqueo pagado y las señas para acelerar el cobro.
Señalé las páginas que deseaba fotocopiar -es decir, todas- y devolví el expediente al secretario. Mientras esperaba las copias, pedí la guía telefónica y busqué a Dennis Altinova en las páginas blancas. Bajo la dirección y el número de teléfono de su bufete aparecían la dirección y el número de teléfono de su casa, lo que me sorprendió. No cabe esperar que médicos y abogados pongan información personal a disposición de cualquiera lo bastante listo para consultarla ahí. A Altinova, por lo visto, no le preocupaba que un cliente descontento lo acechara y lo asesinara. Vivía en un barrio caro, pero en Santa Teresa incluso las casas de las peores zonas de la ciudad alcanzaban cifras de vértigo. No constaba ningún otro Altinova. Busqué a los Rojas: había muchos, pero ninguno con el nombre de Solana. Busqué el apellido Tasinato: ni uno.
Cuando me llamó el secretario, pagué las fotocopias y me las guardé en el bolso.
El bufete de Dennis Altinova en Floresta se encontraba a media manzana del juzgado. La comisaría estaba en la misma calle, y ésta no tenía salida porque iba a dar al recinto del instituto de Santa Teresa. Por el otro extremo, Floresta cruzaba State Street, atravesaba el centro y desembocaba en la autovía. Los abogados habían acaparado la zona, ocupando las casas y los diversos edificios pequeños abandonados por los residentes originales. Altinova tenía alquilada una oficina en la planta superior de un edificio de dos pisos en el que una sucursal de un banco de crédito poco conocido ocupaba los bajos. Si no me fallaba la memoria, allí había antes un tapicero.
Consulté el directorio en el vestíbulo, que en realidad era poco más que un zaguán donde esperar el ascensor, el cual se desplazaba con la velocidad y la elegancia de un montaplatos. Los alquileres allí no eran baratos. Se trataba de una zona cara, aunque el edificio en sí había quedado en extremo anticuado. Probablemente el sacrificio que representaba destinar tiempo, energía y dinero a echar a los inquilinos y llevar a cabo una reforma como Dios manda no estaba al alcance del dueño.
Llegó el ascensor, un cubículo de poco más de un metro cuadrado que se sacudió y estremeció mientras subía despacio. Me dio tiempo a examinar las fechas de inspección y calcular cuántas personas harían falta para superar el límite de peso, que era de 1.250 kilos. Calculé que serían diez hombres de 125 kilos cada uno, en el supuesto de que diez hombres pudieran comprimirse en un artefacto de aquel tamaño. La posibilidad de meter a veinte mujeres de sesenta y tantos kilos quedaba totalmente descartada.
Salí en la segunda planta. El suelo del pasillo era de terrazo jaspeado blanco y negro, o sea, de escombros amalgamados con cemento blanco, arena y pigmento y moldeados en forma de baldosas. Las paredes estaban revestidas de roble oscurecido con el tiempo. Unos ventanales a ambos extremos del pasillo dejaban entrar la luz solar, complementada con tubos fluorescentes. Las puertas de las oficinas eran de cristal esmerilado, y los nombres de los ocupantes se leían en rótulos negros. Me encantó el efecto, que me recordó las oficinas de abogados y detectives de las viejas películas en blanco y negro.