– Es una psicópata. Se rige por un código distinto. Bueno, por una sola regla. Hace lo que le conviene.
– Tendré que cambiar de estrategia. Aunque no sé cual utilizar.
– En todo esto hay un dato para el optimismo -afirmó Henry.
– Ah, qué bien. No me vendrá mal -contesté.
– Mientras Gus tenga dinero en las cuentas, vale más para ellos vivo que muerto.
– Al paso que van, no durará mucho.
– Sé más astuta que ellos. No permitas que Solana te arrastre a hacer algo ilegal, aparte de lo que ya has hecho.
Capítulo 28
El miércoles por la mañana, al salir para ir a trabajar, encontré a Solana y Gus en la acera delante de casa. No lo veía desde hacía semanas y tuve que reconocer que, con una garbosa gorra de lana calada hasta las orejas, ofrecía buen aspecto. Sentado en su silla de ruedas, iba envuelto en un grueso chándal que formaba pliegues en los hombros y le colgaba desde las rodillas. Solana le había remetido una manta en el regazo. Debían de regresar de un paseo. Ella había dado la vuelta a la silla de ruedas para poder subir los peldaños.
Crucé la franja de hierba.
– ¿Puedo ayudarla?
– Ya me arreglo yo sola -contestó.
Cuando hubo rebasado el último escalón, apoyé una mano en la silla y me incliné.
– Hola, Gus. ¿Cómo estás?
Solana intentó interponerse entre nosotros para impedir que me acercara. Levanté la mano a fin de detenerla y se le ensombreció el rostro.
– ¿Qué hace? -preguntó.
– Le doy a Gus la oportunidad de hablar conmigo, si no tiene usted inconveniente.
– No quiere hablar con usted, ni yo tampoco. Le ruego que abandone su propiedad.
Advertí que Gus no llevaba los audífonos y pensé que era una buena manera de desconectarlo del mundo. ¿Cómo podía interactuar si no oía nada? Acerqué los labios a su oído.
– ¿Puedo hacer algo por ti?
Me dirigió una mirada lastimera. Le tembló la boca y gimió como una mujer en las primeras etapas de un parto, antes de entender hasta qué punto iba a pasarlo mal. Miró a Solana, que permanecía allí cruzada de manos. Con sus robustos zapatos marrones y su grueso abrigo, también marrón, parecía la celadora de una cárcel.
– Adelante, señor Vronsky. Dígale lo que quiere.
Gus se llevó un dedo al oído y negó con la cabeza, fingiendo sordera pese a que yo sabía que me había oído. Levanté la voz.
– ¿Te gustaría venir a casa de Henry a tomar un té? Él estará encantado de verte.
– Ya ha tomado su té -intervino Solana.
– Ya no puedo andar. Me fallan las piernas -dijo Gus.
Solana me miró a los ojos.
– Usted no es bien recibida aquí. Lo está alterando.
Sin hacerle el menor caso, me acuclillé para quedar a la altura de sus ojos. Incluso sentado, tenía la columna vertebral tan torcida que se vio obligado a volver la cabeza de lado para devolverme la mirada. Le sonreí con la esperanza de animarlo, cosa nada fácil ante la amenazadora presencia de Solana.
– Hace siglos que no te vemos. Seguro que Henry tiene unos deliciosos bollos caseros. Puedo llevarte en la silla y volver a traerte aquí en un santiamén. ¿No te apetece?
– No me encuentro bien.
– Lo sé, Gus. ¿Puedo ayudarte en algo?
Negó con la cabeza, acariciándose las nudosas manos en el regazo.
– Sabes que nos preocupamos por ti. Todos nosotros.
– Os doy las gracias por eso y por todo lo demás.
– Siempre y cuando estés bien.
Cabeceó.
– No estoy bien. Estoy viejo.
Pasé una mañana tranquila en el despacho, ordenando mi escritorio y pagando facturas. Me dediqué a tareas sencillas: tirar papeles, archivar, sacar la basura. Seguía preocupada por Gus, pero sabía que no tenía sentido continuar dándole vueltas. Debía concentrarme en otra cosa. En Melvin Downs, por ejemplo. Algo en torno a ese hombre me inquietaba, más allá del problema de localizarlo, que me sentía perfectamente capaz de resolver.
En cuanto tuve la mesa en orden, dediqué una hora a transcribir la entrevista a Gladys Fredrickson, adelantando y rebobinando la cinta una y otra vez. Es asombroso hasta qué punto los ruidos de fondo reducen la audibilidad: el crujido de papel, los ladridos del perro, el resuello de ella al hablar. Necesitaría más de una sesión para mecanografiarla entera, pero al menos me daba algo que hacer.
Cuando me cansé, abrí el cajón de los lápices y saqué un paquete de fichas. En el mismo cajón vi el juguete que había encontrado en el fondo de un estante del cuarto ropero en la habitación de Melvin Downs. Junté los dos palos y vi cómo un payaso de madera con dos articulaciones ejecutaba sucesivos movimientos en la barra fija: molino gigante, vertical, tres cuartos de molino gigante. Me resultaba imposible saber si el juguete era de Melvin o del inquilino anterior. Lo dejé y cogí el paquete de fichas.
Ficha por ficha, escribiendo una línea en cada una, anoté lo que sabía de él, que no era gran cosa. Probablemente trabajaba en las inmediaciones del City College, donde cogía el autobús. Le gustaban los clásicos del cine, en particular, por lo visto, las historias lacrimógenas sobre niños, crías de animales y situaciones de pérdida. No mantenía trato con su hija, que no le permitía ver a sus nietos por razones desconocidas. Había estado en la cárcel, lo que podía guardar relación con el alejamiento impuesto por su hija. Tenía una amiga imaginaria llamada Tía, que había creado dejándose tatuar unos labios de color carmín en la U formada entre los dedos pulgar e índice de la mano derecha; dos puntos negros a los lados del nudillo hacían las veces de ojos del títere.
¿Qué más?
Melvin tenía dotes para la mecánica, así como una gran aptitud para las reparaciones que le permitía arreglar objetos diversos, incluido un televisor averiado. Fuera cual fuese su empleo, le pagaban en efectivo. Terminaba su jornada y se sentaba a esperar el autobús los martes y los jueves a primera hora de la tarde. Era amable con los desconocidos, pero no tenía amigos íntimos. Había ahorrado dinero suficiente para comprar una camioneta. Llevaba cinco años en la ciudad, aparentemente para estar cerca de los nietos a quienes le habían prohibido ver. Su habitación del hostal era lúgubre, a menos, claro, que se hubiese llevado innumerables tapetes, cojines bordados y otros objetos ornamentales cuando se marchó. Al ver la octavilla que yo había repartido, tuvo una reacción de pánico, hizo las maletas y se fue.
Cuando agoté la información, barajé las fichas y las coloqué al azar con la esperanza de ver la luz. Las extendí sobre la mesa y, con la cabeza apoyada en la mano, pensé: «¿Cuál de estos datos está fuera de lugar?».