La puerta de atrás de la lavandería estaba entreabierta. Me acerqué con cautela y asomé la cabeza. Melvin, de espaldas a mí, plegaba ropa de niño y la colocaba ordenadamente en una caja de cartón. Ahora que ya sabía dónde encontrarlo, notificaría su paradero a Lowell Effinger. Éste fijaría una fecha para la declaración y haría llegar una orden de comparecencia a Downs. Apunté la dirección y el número de contacto rotulados en el contenedor. Luego regresé a mi coche y volví a la oficina, donde telefoneé al bufete del abogado y dije a su secretaria dónde podía entregarse la citación a Downs.
– ¿Te ocuparás tú del servicio?
– No me parece buena idea -contesté-. Él ya me conoce, y tan pronto como yo entrase por la puerta de la calle, él saldría por atrás.
– Pero te lo has ganado a pulso. Te mereces la satisfacción -insistió ella-. Ya te avisaré cuando lo tenga todo listo, y no tardaré. Por cierto, Gladys dijo a Herr Buckwald que se hablaba de un testigo desaparecido, y ahora la Buckwald no para de darnos la lata para sonsacarnos el nombre y la dirección.
Me hizo gracia su imitación del acento alemán, que reflejaba con toda exactitud el talante de Hetty Buckwald.
– Suerte -dije-. Llámame cuando lo hayas acabado.
– Ya estoy en ello.
Al volver a casa esa tarde, tomé conciencia de la tensión en la nuca. Recelaba de Solana y esperaba no encontrarme con ella otra vez. Ella debía de saber que la tenía en la mira y seguramente no agradecía mi intromisión. Al final, nuestros caminos no se cruzaron hasta el sábado por la noche. Así pues, me preocupaba antes de tiempo.
Había ido al cine y llegué a casa cerca de las once. Aparqué en mi calle a media manzana, en el único hueco que encontré a esa hora. Salí y cerré el coche. La calle estaba oscura y vacía. Soplaba un viento racheado que arrastraba las hojas caídas hacia mis pies como si fueran una ondulante avalancha de ratones huyendo de un gato. La luna se veía a intervalos, ocultándose y asomando a causa del movimiento irregular de los árboles. Creí que era la única en la calle, pero, al acercarme a la verja de Henry, vi a Solana de pie entre las sombras. Me reacomodé el bolso en el hombro y hundí las manos en los bolsillos de la parka.
Cuando llegué a su altura, me salió al paso.
– Aléjese de mí -ordené.
– Me ha complicado las cosas con el condado. Ha sido una mala idea por su parte.
– ¿Quién es Cristina Tasinato?
– Ya sabe quién es. La tutora legal del señor Vronsky. Ha dicho que ha ido usted a ver a su abogado. ¿Pensaba que yo no me enteraría?
– Me importa un carajo.
– El vocabulario soez es indecoroso. Esperaba más de usted.
– O quizá no esperaba tanto de mí.
Solana clavó en mí la mirada.
– Estuvo en mi casa. Fisgó entre los frascos de píldoras del señor Vronsky para ver qué medicación tomaba. Como no dejó los frascos exactamente en el mismo sitio, me di cuenta de que los habían tocado. Yo me fijo en esos detalles. Debió de pensar que era imposible descubrirla, pero no es así. También se llevó la libreta y el talonario.
– No sé de qué me habla -dije, pero me pregunté si Solana oía rebotar mi corazón dentro del pecho como una pelota de frontón.
– Ha cometido un grave error. Los que intentan aprovecharse de mí van muy equivocados. Siempre aprenden el significado de la palabra «arrepentimiento», pero para entonces ya es demasiado tarde.
– ¿Acaso está amenazándome?
– Claro que no. Le estoy dando un consejo. Deje en paz al señor Vronsky.
– ¿Quién es ese gorila enorme que tiene viviendo en la casa?
– En la casa no vive nadie aparte de nosotros dos. Es usted muy suspicaz. Algunos a eso lo llamarían paranoia.
– ¿Es el auxiliar que usted contrató?
– A veces viene un auxiliar, si es que es asunto suyo. Está usted alterada. Entiendo su hostilidad. Es una persona testaruda, acostumbrada a hacer lo que se le antoja y a salirse con la suya. Somos muy parecidas, las dos dispuestas a ir a por todas.
Apoyó una mano en mi brazo y se la aparté de una sacudida.
– Déjese de melodramas. Por mí como si se muere.
– Ahora es usted quien me amenaza.
– Más le vale tenerlo en cuenta -dije.
La verja chirrió cuando la abrí y el ruido del pestillo señaló el final de la conversación. Ella seguía en la acera cuando doblé la esquina del estudio y entré en mi casa a oscuras. Eché el cerrojo, me quité la chaqueta y la lancé a la encimera de la cocina al pasar. Las luces seguían apagadas cuando entré en el cuarto de baño de abajo y me metí en la bañera para mirar por la ventana. Cuando me asomé, se había ido.
Capítulo 29
Me disponía a entrar en mi despacho el lunes por la mañana, cuando oí sonar el teléfono. Había un voluminoso paquete apoyado en la puerta, dejado allí por un mensajero. Me lo metí bajo el brazo, abrí de forma precipitada y pasé por encima de una pila de correo echado por la ranura de la puerta. Me detuve a recogerlo y entré corriendo en el despacho, donde tiré el correo encima de la mesa al mismo tiempo que alargaba el brazo hacia el teléfono. Descolgué cuando sonaba por quinta vez y oí la voz de Mary Bellflower, especialmente alegre.
– ¿Has recibido los documentos que te envió Lowell Effinger por mensajero? También me los ha enviado a mí.
– Debe de ser el paquete que he encontrado en la puerta. Acabo de llegar y todavía no he podido abrirlo. ¿Qué es?
– La transcripción del testimonio del experto en reconstrucción de accidentes; declaró la semana pasada. Llámame en cuanto lo hayas leído.
– Por supuesto. Te noto muy contenta.
– Siento curiosidad, eso como mínimo. Lo que hay ahí nos es muy favorable.
Me quité la chaqueta y dejé caer el bolso al suelo junto al escritorio. Antes de abrir el paquete, recorrí el pequeño pasillo hasta la cocina y preparé una cafetera. Como me había olvidado de llevar una botella de leche, no me quedó más remedio que echar dos sobres de leche en polvo en cuanto el café dejó de gotear en la jarra. Volví a mi mesa y abrí el paquete marrón. A continuación me retrepé en la silla giratoria y apoyé los pies en el borde de la mesa con la transcripción en el regazo y la taza de café en la mano derecha.