– O quizá se está riendo de nosotros.
– ¿Esto se ha hecho a través del banco de Gus? -pregunté.
– Sí. Como si fuera una gran familia feliz, pero el asunto huele muy mal. He pensado que deberías saberlo.
– Me pregunto si habrá alguna manera de echarle a rodar los planes.
Charlotte me acercó un papel por encima de la mesa.
– Éste es el número de Jay en el banco. Puedes decirle que hemos hablado.
Capítulo 30
Tenía la cabeza tan acelerada que esa noche dormí mal. Las revelaciones de Lettie Bower habían sido un regalo caído del cielo, pero en lugar de sentirme bien, me daba de cabezazos por no haber hablado con ella antes. Con ella y con Julian. Si hubiese hablado con los vecinos antes de ir a ver a los Fredrickson, habría sabido a qué me enfrentaba. Tuve la sensación de estar perdiendo facultades, trastornada por mis errores de cálculo en el asunto de Solana Rojas. No era por flagelarme, pero Gus estaba metido en un grave apuro y la culpa era mía. ¿Qué más podía hacer? Ya había notificado el hecho a las autoridades del condado, así que era absurdo volver a pasar por eso. Sin duda Nancy Sullivan me había puesto verde en su informe. Por otro lado, yo no había presenciado malos tratos físicos, emocionales o verbales que justificaran una llamada a la policía. ¿Y eso dónde me dejaba?
Me resultaba imposible acallar mi mente. No podía hacer nada en plena noche, pero era incapaz de dejarlo correr. Al final, me sumí en un profundo sueño. Fue como hundirse en una sima oscura y silenciosa del lecho marino, inmovilizada por el peso del agua. Ni siquiera tuve conciencia de haberme dormido hasta que oí algo. Mis sentidos embotados registraron el ruido y concibieron rápidamente varias posibles explicaciones. Ninguna tenía sentido. Abrí los ojos de golpe. ¿Qué era eso?
Consulté el reloj, como si saber la hora cambiara las cosas. Eran las dos y cuarto. Si oigo el tapón de una botella de champán al descorcharse, enseguida miro la hora por si es un disparo y luego he de informar a la policía. Alguien pasaba en monopatín por delante de la casa; ruedas de metal sobre cemento, sucesivos chasquidos al deslizarse el monopatín sobre las grietas de la acera. En las idas y venidas, el sonido se acercaba y alejaba. Agucé el oído, intentando adivinar el número de monopatines: aparentemente era sólo uno. Oí que el chico trataba de hacer un Kick-flip tras otro, produciéndose un único choque contra el suelo si lo conseguía y un estridente golpeteo si fallaba. Me acordé de Gus cuando despotricaba contra los chicos de nueve años con sus monopatines en diciembre. Por entonces estaba de un humor de perros, pero al menos se mantenía en pie. Pese a sus quejas y las molestas llamadas que hacía, se le veía vivo y vigoroso. Ahora andaba de capa caída y no había nadie en el barrio tan irascible como para quejarse del alboroto en la calle. El monopatín continuó con su estrépito: bajaba del bordillo, seguía por la calzada, saltaba otra vez el bordillo y recorría la acera. Empezaba a sacarme de quicio. Quizás a partir de ese momento la vecina cascarrabias sería yo.
Aparté las mantas y atravesé el altillo a oscuras. Entraba suficiente claridad por la claraboya de plexiglás para ver por dónde iba. Descalza, bajé por la escalera de caracol, con las rodillas al descubierto debajo de la holgada camiseta. En el estudio hacía frío y supe que necesitaría un abrigo si salía a agitar el puño como habría hecho Gus. Entré en el cuarto de baño de abajo y me metí en la bañera de fibra de vidrio con mampara, contigua a una ventana que daba a la calle. No había encendido la luz para poder mirar sin que el patinador advirtiera mi presencia. El ruido parecía más lejano: ahogado pero persistente. Luego silencio.
Esperé, pero no oí nada. Crucé los brazos para darme calor y escudriñé la oscuridad. La calle estaba vacía y así siguió. Al final, volví a subir por la escalera de caracol y me metí en la cama. Eran las 2:25 y temblaba de frío. Me tapé hasta el cuello y esperé a entrar en calor. Ya no supe nada del mundo hasta las seis, hora de mi carrera matutina.
Empecé a sentirme más optimista a medida que superaba un kilómetro tras otro. La playa, el aire húmedo, el sol pintando vaporosas capas de color en el cielo: todo inducía a creer que ese día las cosas irían mejor. Cuando llegué a la fuente del delfín al pie de State, doblé a la izquierda y me dirigí hacia el centro. Al cabo de diez manzanas di media vuelta y corrí hacia la playa. No llevaba reloj, pero pude calcular el tiempo que había estado corriendo al oír el tintineo del paso a nivel cercano a la estación. El suelo empezó a vibrar y vi acercarse el tren, con el pitido de advertencia amortiguado por lo temprano que era. Más tarde, cuando pasara el tren de pasajeros, el silbato sonaría a volumen suficiente para interrumpir las conversaciones en la playa.
Como autodesignada capataz de la obra, aproveché para echar un vistazo a través de la valla de madera que rodeaba la nueva piscina del hotel Paramount. Habían desaparecido gran parte de los escombros y aparentemente habían aplicado una capa de yeso a la gunita. Imaginé el proyecto acabado: las tumbonas en su sitio, las mesas con sombrillas protegiendo del sol a los clientes del hotel. La imagen se desvaneció y dio paso a mi preocupación por Gus. Me planteé telefonear a Melanie a Nueva York. La situación era angustiosa y me culparía a mí. Por lo que yo sabía, Solana ya le había ofrecido una versión anotada de la historia, presentándose como la buena mientras que yo era la mala.
Nada más llegar a casa, llevé a cabo mi rutina de todas las mañanas, y a las ocho cerré el estudio y me dirigí hacia el Mustang. Justo enfrente, había un coche patrulla aparcado junto a la acera. Un agente de uniforme estaba enfrascado en una conversación con Solana Rojas. Los dos miraban en dirección a mí. ¿Y ahora qué pasaba? Lo primero que pensé fue en Gus, pero no había ninguna ambulancia ni vehículo de urgencias del departamento de bomberos. Movida por la curiosidad, crucé la calle.
– ¿Hay algún problema?
Solana miró al agente y luego a mí, con expresión elocuente, antes de darse media vuelta y marcharse. Supe sin necesidad dé que me lo dijeran que habían hablado de mí, pero ¿con qué objeto?
– Soy el agente Pearce -se presentó el policía.
– Hola, ¿qué tal? Soy Kinsey Millhone. -Ninguno de los dos tendió la mano. Yo no sabía por qué estaba allí aquel hombre, pero desde luego no era para hacer amigos.
Pearce no era uno de los patrulleros que yo conocía. Alto, ancho de hombros, con siete u ocho kilos de más, mostraba esa sólida presencia policial en la que se adivinaba un profesional bien preparado. Incluso había algo de intimidatorio en los crujidos de su cinturón de cuero cuando se movía.
– ¿Qué ocurre?
– Algún vándalo ha causado desperfectos en el coche de esa mujer.
Seguí su mirada, que se había posado en el descapotable de Solana, aparcado a dos coches del mío. Alguien, valiéndose de un instrumento afilado -un destornillador o un cincel- había grabado con profundas marcas la palabra muerta en la puerta del conductor. Se había saltado la pintura y el metal estaba mellado por la fuerza con que habían aplicado la herramienta.