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– Espero que hayas puesto una denuncia en la comisaría.

– Por supuesto. Ya se ha dictado una orden de detención contra ella.

– Bien hecho.

– Hay otra cosa. El médico de mi abuela nos dijo que había muerto de un fallo cardiaco congestivo, pero el forense que hizo la autopsia afirmó que la asfixia y el fallo cardiaco presentan rasgos comunes: edema pulmonar y congestión y lo que se conoce como hemorragias petequiales. Según él, alguien le puso una almohada en la cara y la ahogó. Adivina quién.

– ¿Solana la mató?

– Sí, y la policía sospecha que probablemente ya lo había hecho antes. A diario mueren ancianos y nadie le concede la menor importancia. La policía hizo lo que pudo, pero para entonces ya había desaparecido. O eso pensábamos. Supusimos que se había ido de la ciudad, pero aquí la tenemos otra vez. ¿Cómo ha podido ser tan estúpida?

– «Codiciosa» es la palabra. Ahora se ha cebado en un pobre viejo, mi vecino de la casa de al lado, y lo está desplumando. He intentado ponerle freno, pero actúo con desventaja. Ha solicitado una orden de alejamiento contra mí y sólo con mirarla mal acabaré en la cárcel.

– Pues más vale que encuentres la manera de sortear esa orden. Lo último que hizo antes de desaparecer fue matar a mi abuela.

Capítulo 33

Peggy Klein me siguió con su coche, que aparcó en el callejón detrás del garaje de Henry. Yo encontré sitio en la acera de enfrente, seis vehículos más allá del automóvil de Solana. Crucé la verja y rodeé la casa hasta el estudio. Peggy esperaba junto a la brecha en la cerca trasera, que separé para que ella pasara. Henry tenía una verja, pero no podía utilizarse para entrar porque tanto la verja como la cerca estaban colmadas de campanillas.

– No has podido ser más oportuna presentándote en ese momento en el complejo de apartamentos.

– Cuando enseñé a Norman y Princess el carnet de conducir, enseguida se dieron cuenta de qué estaba pasando.

Peggy me siguió hasta la puerta trasera de Henry, y cuando éste vino a abrir, los presenté.

– ¿Qué pasa? -preguntó él.

– Vamos a sacar a Gus de allí. Ella te pondrá al corriente mientras yo voy a casa a recoger unas cuantas herramientas.

Los dejé a los dos para que se lo explicaran todo entre sí. Abrí la puerta de mi casa y subí por la escalera de caracol. Por segunda vez en dos días, despejé el baúl y levanté la tapa. Saqué mi riñonera. Encontré la linterna y comprobé las pilas, que estaban cargadas; la metí en la riñonera, junto con el juego de ganzúas en un estuche de cuero monísimo que me regaló un ladrón al que había conocido hacía unos años. También era la orgullosa propietaria de una ganzúa eléctrica con pilas, obsequio de otro querido amigo que en ese momento cumplía condena y por tanto no necesitaba equipo tan especializado. En atención a la virtud, yo no había hecho ninguna entrada con allanamiento en serio desde hacía tiempo, pero ésta era una ocasión especial, y confiaba en que mis habilidades no se hubieran oxidado hasta el punto de impedirme hacerlo. Me ceñí la riñonera en la cintura y regresé a casa de Henry a tiempo de oír el final de la historia de Peggy. Henry y yo cruzamos una mirada. Los dos presentíamos que tendríamos una sola oportunidad para rescatar a Gus. Si no lo lográbamos, posiblemente Gus acabaría como la abuela de Peggy.

– Dios mío, vais a correr un gran riesgo -dijo Henry.

– ¿Alguna pregunta?

– ¿Y Solana?

– No la estoy acosando -contesté.

– Ya sabes a qué me refiero.

– Ya, bueno. Eso lo tengo bajo control. Peggy va a hacer una llamada. Le he explicado la situación y ella ha sugerido un plan que casi seguro que obliga a Solana a salir corriendo. ¿Te importa si usamos tu teléfono?

– Adelante.

Anoté el número de Gus en un bloc que Henry tenía al lado del teléfono y observé a Peggy mientras pulsaba los números. Le cambió la expresión cuando descolgaron el teléfono al otro lado de la línea, y yo ladeé la cabeza para acercar el oído al auricular y escuchar la conversación.

– ¿Puedo hablar con la señora Tasinato? -dijo con fluidez. Tenía una manera de hablar por teléfono encantadora, una mezcla de gentileza y autoridad, a la que se sumaba cierta calidez en la voz.

– Sí, soy yo.

– Soy Denise Amber, la ayudante del señor Larkin, del banco de crédito. Tengo entendido que ha habido un problema con su préstamo. El señor Larkin me ha pedido que la llamara y le dijera lo mucho que siente las molestias que esto puede haberle causado.

– Así es. Me he llevado un disgusto y estoy pensando en cambiar de banco. Ya puede decírselo. No estoy acostumbrada a semejante trato. Él mismo me dijo que ya podía ir a recoger el cheque, y luego esa mujer, la preñada…

– Rebecca Wilcher.

– Ésa. Me ha dado otro impreso para rellenar cuando yo ya había entregado todos los papeles que el señor Larkin me pidió. Y luego tuvo la desfachatez de decirme que el dinero no estaría disponible antes de recibirse la aprobación del juez.

– Por eso la llamo. Me temo que entre la señora Wilcher y el señor Larkin ha habido un malentendido. Ella no sabía que él ya disponía de la autorización del juzgado.

– ¿Ah, sí?

– Claro. El señor Vronsky ha sido un cliente muy apreciado durante muchos años. El señor Larkin se tomó la molestia de acelerar el proceso de aprobación.

– Me alegra oírlo. El lunes viene un contratista con una propuesta ya elaborada. Le prometí una paga y señal para iniciar la reforma de la instalación eléctrica. Ahora mismo los cables están tan pelados que la casa huele a chamuscado. En cuanto enchufo una plancha y la tostadora al mismo tiempo se va la luz. La señora Wilcher ni siquiera ha mostrado la menor preocupación.

– Estoy segura de que ella ignora por completo la situación en que usted se encuentra. La razón por la que la llamo es que tengo el cheque en mi mesa. El banco cierra a las cinco, así que, si quiere, puedo echarlo al correo y ahorrarle venir hasta aquí en hora punta.

Solana guardó silencio por un instante.

– Muy amable por su parte, pero es posible que pronto me vaya fuera. En este barrio el correo tarda en llegar, y no puedo permitirme el retraso. Preferiría recogerlo en persona e ingresar el dinero en una cuenta que he abierto especialmente para eso. No en su banco; en la empresa fiduciaria con la que trato desde hace años.

– Como a usted le venga mejor. Si prefiere dejarlo para mañana, abrimos a las nueve.

– Hoy ya me va bien. Ahora ando ocupada con una cosa, pero puedo dejarla de lado y estar ahí dentro de quince minutos.