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—Nos marcharemos a Re Albi a primera hora de la mañana, hijo —le dijo Tenar a Chispa—. Halcón y Therru y yo.

Él la miró con un dejo de temor.

—¿Os marcharéis sin más?

—Así como vinimos nos marchamos —le dijo su madre—. Ahora escúchame, Chispa; ésta es la alcancía de tu padre. Hay siete monedas de marfil y las notas de crédito del viejo Puente, pero no las pagará nunca, no tiene con qué pagarlas. Pedernal recibió estas cuatro monedas de las Andrades cuando le vendió unas pieles de oveja al proveedor de los barcos en Valmouth hace cuatro años, cuando eras un muchacho. Estas tres monedas de Havnor son lo que nos pagó Tholy por la granja de Riachuelo Alto. Yo convencí a tu padre de que comprara esa granja, y le ayudé a limpiarla y a venderla. Me llevo estas tres monedas, porque me las gané. Todo el resto y la granja te pertenecen. Eres el señor.

El joven alto y delgado se quedó de pie con la mirada fija en la alcancía.

—Lleváoslo todo. No lo quiero —dijo en voz baja.

—No lo necesito. Pero te agradezco, hijo. Quédate con esas cuatro monedas. Cuando te cases, piensa que son mi obsequio para tu mujer.

Tenar guardó la alcancía detrás de la fuente, en la repisa más alta del aparador, donde la guardaba Pedernal. —Therru, ve a preparar tus cosas, porque saldremos muy temprano.

—¿Cuándo regresaréis? —preguntó Chispa y el tono de su voz le hizo pensar a Tenar en el niño inquieto y frágil que había sido. Pero sólo dijo—: No sé, querido. Si me necesitas regresaré.

Tenar comenzó a buscar los zapatos de viaje y los morrales. —Chispa —dijo—, hay algo que puedes hacer por mí.

Él se había sentado en la solera del hogar, perplejo y arisco. —¿Qué?

—Ve a Valmouth, pronto, y ve a ver a tu hermana. Y dile que he regresado al Acantilado. Dile que, si desea verme, simplemente me lo haga saber.

Él asintió. Observaba a Ged, que ya había guardado sus escasas pertenencias con la destreza y la rapidez de alguien que ha viajado mucho, y ahora estaba guardando los platos para dejar ordenada la cocina. Cuando lo hubo hecho, se sentó frente a Chispa a pasar una nueva cuerda por los ojetes de su' morral para cerrarlo por arriba.

—Hay un nudo que hacen para eso —dijo Chispa—. Un nudo marinero.

Ged le pasó el morral por encima del hogar sin decir nada y se quedó observando mientras Chispa le mostraba, sin decir nada, cómo hacer el nudo.

—Se cierra hacia arriba, ¿ves? —dijo, y Ged asintió.

Se marcharon de la granja en medio de la oscuridad y el frío de la mañana. El sol tarda en iluminar la ladera occidental de la Montaña de Gont, y sólo el caminar les dio algo de calor hasta que finalmente el sol se elevó sobre la enorme mole del pico austral y brilló a sus espaldas.

Therru caminaba mucho más rápido que el verano pasado, pero de todos modos tardarían dos días en llegar. Ya entrada la tarde, Tenar les preguntó: —¿Deberíamos tratar de llegar hoy mismo al Manantial de los Robles? Hay una especie de posada. Allí bebimos un vaso de leche, ¿ te acuerdas, Therru ?

Ged contemplaba la ladera con una expresión distante. —Conozco un lugar…

—¡Qué bien! —dijo Tenar.

Poco antes de llegar al elevado recodo del camino desde el cual se divisaba el Puerto de Gont por primera vez, Ged se apartó del camino y se internó en el bosque que cubría las empinadas laderas de los costados. Los inclinados rayos rojidorados del sol poniente iluminaban la oscuridad que se extendía entre los troncos y bajo las ramas. Subieron alrededor de una milla, sin seguir ningún sendero, por lo que Tenar alcanzaba a ver, y llegaron a una pequeña saliente o promontorio de la ladera, una pradera protegida del viento por los riscos que se elevaban detrás de ella y los árboles que la rodeaban. Desde allí se alcanzaban a ver las cumbres de la montaña hacia el norte y entre las puntas de altos abetos se distinguía claramente el mar del poniente. Nada perturbaba el silencio, salvo el roce del viento en los abetos. Una aloya entonó un largo y dulce canto en las alturas iluminadas por el sol, antes de dejarse caer a su nido entre la hierba virgen.

Los tres comieron el pan y el queso que llevaban. Contemplaron la oscuridad que se elevaba por la montaña desde el mar. Se acostaron sobre sus capas y se echaron a dormir, Therru junto a Tenar y Tenar junto a Ged. Tenar se despertó en plena noche. Un buho cantaba cerca, su canto era una dulce nota repetida que parecía una campana y, a la distancia, en lo alto de la montaña, su pareja le respondió como el eco de una campana. Tenar pensó: «Veré ponerse las estrellas en el mar», pero se durmió nuevamente con el corazón en paz.

Se despertó bajo la luz gris de la mañana y vio a Ged sentado a su lado, con la capa cubriéndole los hombros, contemplando la quebrada del oeste. Su rostro oscuro estaba muy quieto, henchido de silencio, como lo había visto una vez hacía ya mucho tiempo en la playa de Atuan. No tenía un gesto hosco en la mirada, como entonces; contemplaba el oeste ilimitado. Siguiendo su mirada, vio despuntar el día, la maravilla de rosa y oro que se reflejaba claramente en el cielo.

Él se volvió hacia ella y ella le dijo: —Te he amado desde la primera vez que te vi.

—Dadora de vida —dijo Ged y se inclinó a besarla en los pechos y en la boca. Ella lo abrazó por un instante. Se levantaron y despertaron a Therru, y siguieron su camino; pero cuando se internaron entre los árboles Tenar se volvió a mirar una vez más la pequeña pradera, como convirtiéndola en testigo de la felicidad que había conocido allí.

El único propósito de su primer día de viaje había sido avanzar. Ese día llegarían a Re Albi. Por eso, Tenar pensaba mucho en Tía Musgo, preguntándose qué le habría sucedido y si en realidad estaba muriéndose. Pero a medida que fue pasando el día y que fueron avanzando por el camino no pudo seguir pensando en Musgo, ni en nada. Se sentía agotada. No le gustaba acercarse a la muerte de esa manera una vez más. Pasaron por el Manantial de los Robles, y bajaron por el desfiladero y volvieron a subir. En el último y largo trecho cuesta arriba hacia el Acantilado, le costaba mover las piernas y se sentía atontada y confundida, se aferraba a una idea o a una imagen hasta que perdía todo sentido… La alacena donde guardaban los platos en la casa de Ogion o las palabras delfín de hueso, que recordó al ver la bolsa de juguetes de Therru, y que se repetían sin cesar.

Ged caminaba a trancos largos en su tranquilo andar de caminante, y Therru caminaba a su lado, la misma Therru que se había agotado en esa misma larga subida menos de un años atrás y que había tenido que llevar en brazos. Pero eso había sido después de una jornada más larga de marcha. Y entonces la niña aún se estaba recuperando de sus heridas.

Se estaba volviendo vieja, demasiado vieja para caminar tanto y tan rápido. Era tan difícil ir cuesta arriba… Una vieja debía quedarse en casa junto al fuego. El delfín de hueso, el delfín de hueso. Hueso, inmóvil, el sortilegio de atadura. El hombre de hueso y el animal de hueso. Se le adelantaron. La estaban esperando. Caminaba lentamente. Se sentía fatigada. Se esforzó por subir el último tramo de la colina y los alcanzó allí donde el camino quedaba a la misma altura que el Acantilado. A la izquierda, los techos de Re Albi inclinados hacia la orilla del precipicio. A la derecha, el camino que subía hacia la mansión. —Por aquí —dijo Tenar.

—No —dijo la niña, apuntando a la izquierda, hacia la aldea.

—Por aquí —repitió Tenar y tomó el camino de la derecha. Ged la siguió.

Caminaban entre los huertos de nogales y los campos cubiertos de hierba. Era un atardecer cálido de comienzos de verano. Los pájaros cantaban en los árboles, cerca y a lo lejos. El hombre bajó caminando desde la mansión en dirección a ellos, el hombre cuyo nombre no conseguía recordar.