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—¡Ven conmigo, queridita! —Y se llevaba a la niña al campo y le mostraba un nido de alondra que había entre el heno verde, o la llevaba a los pantanos a recoger díctamo blanco, menta silvestre y arándanos. No tenía que meter a la niña en el horno ni convertirla en un monstruo, ni encerrarla en una piedra. Ya lo habían hecho.

Musgo era bondadosa con Therru, pero su bondad era interesada, y cuando salían juntas daba la impresión de que le hablaba mucho a la niña. Tenar no sabía lo que Musgo le decía o le enseñaba, si debía dejar o no que la bruja le llenara la cabeza de ideas a la niña. «Débil como magia de mujer, maligno como magia de mujer», había oído decir cien veces. Y en realidad había visto que la brujería de mujeres como Musgo o Hiedra solía ser débil y que a veces era deliberadamente maligna o resultaba serlo por ignorancia. Aunque conocieran muchos sortilegios y hechizos y supieran algunas de las grandes canciones, las brujas de las aldeas jamás aprendían las Altas Artes o los principios de la magia. Ninguna mujer recibía esos conocimientos. La hechicería era una tarea de los hombres, algo que los hombres sabían hacer. Nunca había habido una maga. Aunque unas pocas se hacían llamar hechiceras, su poder era el poder de alguien inexperto, poder sin arte ni saber, semifrívolo, semipeligroso.

Una vulgar bruja de aldea, como Musgo, se ganaba la vida con unas cuantas palabras de la Lengua Verdadera que las brujas más viejas le transmitían como valiosos tesoros o los hechiceros le vendían a un alto precio, y algunos sortilegios ordinarios para encontrar y arreglar cosas, muchos ritos sin sentido y actos misteriosos y parloteos, y mucha experiencia como partera, ensalmadora, y curandera de enfermedades de los animales y los seres humanos, un buen conocimiento de las hierbas mezclado con un revoltijo de supersticiones… Todo eso basado en cualquier don innato que pudiera tener para curar, cantar, transformar o urdir sortilegios. Esa mezcla podía ser buena o mala. Algunas brujas eran mujeres violentas, desagradables, dispuestas a hacer daño y que no tenían ninguna razón para no hacerlo. La mayoría de ellas eran parteras y curanderas gracias a unas pocas pociones de amor, hechizos de fertilidad y, además, sortilegios de vigor y una buena cantidad de sereno cinismo. Unas pocas, sabias pero sin preparación, usaban su don sólo para hacer el bien, aunque no sabían, como sabía cualquier aprendiz de hechicero, por qué lo hacían, y parloteaban sobre el Equilibrio y el Camino del Poder para justificar lo que hacían o dejaban de hacer. —Hago lo que me ordena el corazón —le había dicho a Tenar una de esas mujeres, cuando era pupila y discípula de Ogion—. El Señor Ogion es un gran mago. Te honra enormemente al enseñarte. ¡Pero mira y ve, niña, si lo único que te ha enseñado no es en realidad a hacer lo que te ordena el corazón!

Incluso entonces Tenar había pensado que la sabia mujer tenía razón y, sin embargo, no estaba del todo en lo cierto; eso dejaba algo de lado. Y seguía pensando lo mismo.

Al ver a Musgo con Therru ahora, pensaba que Musgo estaba haciendo lo que le ordenaba el corazón, pero era un corazón sombrío, indómito, extraño, como un cuervo que seguía su propio camino para ocuparse de lo suyo. Y pensaba que Musgo podía sentirse atraída por Therru no sólo por bondad sino por el dolor de Therru, por el daño que le habían hecho: por la violencia, por el fuego.

Sin embargo, nada de lo que Therru hacía o decía demostraba que estuviese aprendiendo algo de Tía Musgo, salvo dónde hacía su nido la alondra y dónde crecían los arándanos y cómo hacer figuras con cuerdas con una sola mano. El fuego había consumido de tal manera la mano derecha de Therru que, al curarse, había quedado transformada en una especie de maza, con un pulgar que sólo se movía como una tenaza, como la pinza de un cangrejo. Pero Tía Musgo tenía una maravillosa variedad de figuras con cuerdas para cuatro dedos y un pulgar, y de versos que las acompañaban…

¡Revuelve, revuelve, todas las cerezas! ¡Quema, quema, entierro, todo! ¡ Ven, dragón, ven!

… y la cuerda se convertía en cuatro triángulos que se transformaban rápidamente en un cuadrado… Therru nunca cantaba en voz alta, pero Tenar la oía musitar la canción mientras iba haciendo las figuras, sola, sentada en el peldaño de la entrada de la casa del mago.

Y Tenar se preguntaba qué lazo la unía a esa niña, más allá de la compasión, más allá del simple deber para con el desvalido. Alondra se habría quedado con ella si Tenar no se hubiese hecho cargo de la niña. Pero Tenar se la había llevado sin preguntarse jamás por qué. ¿Había hecho lo que le ordenaba el corazón? Ogion no le había hecho ninguna pregunta sobre la niña, pero había dicho «… le temerán». Y Tenar había respondido «Le temen…», y con razón. Tal vez ella misma le temía a la niña, así como sentía temor ante la crueldad, la violación y el fuego. ¿Era el temor el lazo que las unía?

—Goha —dijo Therru, sentándose sobre los talones bajo el melocotonero, contemplando el sitio donde había plantado la semilla de melocotón en la tierra dura del verano—, ¿qué son los dragones?

—Criaturas enormes —dijo Tenar—, como lagartos, pero más largos que un barco, más grandes que una casa. Con alas, como los pájaros. Y que lanzan llamaradas.

—¿Vienen aquí?

—No —dijo Tenar. Therru no preguntó más.

—¿Tía Musgo te ha estado hablando de los dragones?

Therru negó con la cabeza. —Tú me hablaste —dijo.

—¡ Ah! —dijo Tenar. Y en seguida—: El melocotonero que plantaste va a necesitar agua para crecer. Una vez al día, hasta que empiecen las lluvias.

Therru se levantó y desapareció trotando tras la esquina de la casa, en dirección al pozo. Tenía las piernas y los pies perfectamente sanos, sin heridas. A Tenar le gustaba verla caminar o correr, apoyando los oscuros, polvorientos y hermosos piececitos en la tierra. Therru regresó con la regadera de Ogion, sosteniéndola con dificultad, y echó un pequeño chorro de agua sobre la semilla recién plantada.

—Así que recuerdas esa historia que hablaba de cuando la gente y los dragones eran una sola cosa… Te conté que los seres humanos llegaron aquí, yendo hacia el este, pero que todos los dragones se quedaron en las islas remotas del oeste. Hace mucho, mucho tiempo.

Therru asintió. Parecía no prestar atención, pero cuando Tenar apuntó al mar al decir «las islas remotas», Therru volvió la cara hacia el alto y brillante horizonte que se divisaba entre las plantas de habichuelas afirmadas con estacas y el establo.

Una cabra se asomó en el techo del establo y se puso de perfil, balanceando la cabeza con elegancia; al parecer, se consideraba una cabra montañesa.

—Sippy se volvió a escapar —dijo Tenar.

—¡Ea, ea! —gritó Therru, imitando a Brezo cuando llamaba a las cabras; y la misma Brezo apareció junto al cerco del sembrado de habichuelas, gritándole «¡Ea!» a la cabra, hacia arriba, pero la cabra la ignoró, contemplando pensativamente las habichuelas.

Tenar las dejó a las tres jugando el juego de atrapar a la cabra. Se echó a andar pasando delante del sembrado de habichuelas, hacia la orilla del precipicio y a lo largo de la orilla. La casa de Ogion estaba alejada de la aldea y más cerca que todas las demás de la orilla del Acantilado, que allí era una ladera empinada, cubierta de pastos, quebrada por salientes y rebordes rocosos, donde se podía llevar a pastar a las cabras. A medida que se avanzaba hacia el norte, el declive se hacía cada vez más pronunciado hasta caer abruptamente; y las rocas del ancho reborde se asomaban a través de la tierra del sendero, hasta que, más o menos a una milla al norte de la aldea, el Acantilado se convertía en una plataforma de arenisca rojiza suspendida sobre el mar que le roía la base doscientos pies más abajo.