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J. V. FOK

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– Y a partir de esta escena -dijo el escritor-, en el preciso instante en que el enano cabezudo vestido de boy-scout parpadea nervioso e inicia su escalada político-montserratina hacia las cumbres de la patria con la mochila a la espalda, aclamado por el gentío que le arroja flores y calderilla, entonces es cuando aparece la pierna desnuda y luminosa de Ivy/Miriam Hopkins balanceándose al borde del lecho en sostenida sobreimpresión, a lo largo y ancho de toda la secuencia y en todos los planos siguientes, el muslo inmortal de la puta Ivy pendulando en la pantalla como una dulce amenaza venérea o como una romántica pesadilla de felicidad con su liga negra y sus chancros purulentos, perturbando así la clamorosa ascensión patriotera y floral del enano parpadeante, hasta que aparece la palabra FIN.

– Estás loco -dijo el director-. Olvídalo, no pienso rodar ninguna de tus calenturas infantiles.

– ¿Calenturas? Te estoy hablando de la historia contemporánea de este país.

– Háblame del vagabundo bajo la lluvia, en la posguerra.

– Entonces concédeme un respiro y bebamos algo.

Empuñando sendos bolígrafos de punta fina, las caras tapadas con pañuelos negros como si fueran a atracar un banco o asaltar un tren (en realidad no pueden verse el uno al otro) colaboran por última vez el escritor y el director de cine en el guión original de una película que no debería rodarse jamás, cuando, en una pausa moderadamente alcohólica, solicitada por el novelista, éste evoca la época feliz de sus aventuras infantiles con la pandilla en los espesos y ardientes cines de barrio. Programa doble, No-Do y paja, recuerda:

Aquel tronante gallinero con bancos de madera y el palco lateral izquierdo cuya pringosa barandilla yo cabalgaba y espoleaba en la penumbra plateada, galopando disparando dentro fuera de la pantalla al mismo tiempo estoy en «Arizona» con Destry/James Stewart y la guapa Frenchie/ Marlene Dietrich con su peca junto a la boca y suntuosos párpados de seda advierte el peligro en el Saloon y le salva la vida a Destry rides again interponiéndose entre él y la bala, muriendo en sus brazos vestida de puta del Oeste.

– Maldito literato -gruñó el director-. Maldito mirón de cine malo.

– En ese palco fantástico que olía a meados y a serrín -prosiguió el literato sin inmutarse- he visto yo el mejor cine malo del mundo y además nos hacíamos pajas durante la proyección. Una tarde, Juanito Marés, que siempre veía la película enfundado en su viejo chubasquero con capucha, se la estuvo meneando cada vez que en la pantalla aparecía Ella Raines, una artista de ojos verdes venéreos que hacía películas malas de esas que a ti no te gustan y a mí sí.

El director asintió, impaciente.

– Bueno, vamos a seguir trabajando.

– La Dama Desconocida. Cuando la preciosa Ella cruzaba las rodillas enfundadas en medias color de humo, veíamos la mano verdinegra de Juanito deslizarse por debajo del chubasquero como una serpiente.

– ¿No me has oído? Por favor.

– Como quieras.

– Así no acabaremos nunca.

– Me proponía simplemente estimular tu escasa imaginación visual, regista.

– Bien. ¿Dónde estábamos? Ah, sí…

– Por ejemplo, había pensado la emocionante escena del tórrido casibeso entre Susana y el vagabundo en el cine, justo en el momento en que empieza a nevar silenciosamente sobre la platea.

– ¿Casibeso? ¿Empieza a nevar dónde…?

– En la platea del Roxy y en la sesión de tarde, hace muchos años. O mejor, no empieza: ellos en la butaca se casibesan, plano picado y entonces desde arriba, entre remolinos de copos blancos, vemos en torno a ellos toda la platea ya nevada, silenciosa y fantasmal, bellísima.

El director dio un puñetazo sobre la mesa.

– El inconveniente, mi querido y reputado narrador -dijo irritado y confuso- es que el Roxy ya no existe. Lo derribaron.

Se desploma en la plaza Lesseps la fachada del cine en medio de una roja polvareda, el techo se abate sobre el patio de butacas, el escenario permanece erguido un instante, se rasgan y desprenden y caen las viejas cortinas azules, los apliques de metal y de yeso, y la pantalla se agita y se repliega cayendo sobre sí misma como una vela desinflada todavía con la piel estremecida por otras imágenes de otro desastre, otras voces, otra memoria: sobre las calles de San Francisco se desploman las casas entre nubes de polvo la gente huye despavorida muriendo aplastada o cayendo en las profundas grietas que se abren en el asfalto. Entre las ruinas de la cabina de proyección asoman trozos de película como rizos decapitados y la mano yerta de Jack Holt aplastado bajo los escombros en la calle Blackie deambula con la cara ensangrentada buscando a Mary. Una hora antes, en su poco recomendable Salón de variedades «El Paraíso», Blackie Norton/Gable esboza su cínica sonrisa ladeada frente a Mary/Jeanette MacDonald cursi remilgada que le pide trabajo: «Soy cantante.» Blackie el simpático rufián: «A ver las piernas.»

– Pero no fue un terremoto lo que acabó con el Roxy -argumentó el director.

– Lo sé -dijo el escritor-. Fueron tus aburridas películas.

SECUENCIA 37. CINE.

Interior/Exterior Noche (Blanco y Negro)

Cine Selecto en la barriada de Gracia, verano de 1941, público dicharachero picantón en la platea un rancio olor a jabón barato de fabricación casera y a tortilla de cebolla y en el foso de los músicos una catipén a sobaco estofado.

En el escenario selectas variedades: conjunto de señoritas vicetiples de caderas como armarios y musculosas pantorrillas vistiendo el uniforme azul de la Sección Femenina de Falange y brincando cogidas de las manos al son de una dulce sardana frente a la montaña de Montserrat pintada de purpurina plateada en el bamboleante telón de fondo. La orquestina del foso se esmera en la interpretación de la sardana autorizada, y las maduras y poco entusiastas vicetiples brincan con sus falditas negras plisadas y sus camisitas azules y sus boinas rojas, y ahora el público tocado en su fibra más íntima y vernácula por los méritos artístico-patrióticos del cuadro enmudece respetuoso y lírico con los ojos empañados por un sentimiento de nostalgia, lo que de todos modos no le impide escudriñar el robusto muslamen y las saltarinas pechugas de las artistas. En medio de un gran estrépito sobre las tablas polvorientas, la Montaña purpurada se tambalea peligrosamente desprendiendo una brillante constelación de luceros de plata, y resbala sobre las rollizas sardanistas la nerviosa luz de las diablas, azul y rojo y amarillo y verde y otra vez azul. En el apoteosis final aparecen en escena monaguillos montserratinos saltimbanquis, coro de graves payeses cantores entonando el Virolai vestidos de falangistas y cabezudos bailando vestidos de boy-scouts. Y mediante un golpe teatral sorprendente, un revolcón futurista diabólicamente concebido por el anónimo director escénico, uno de los traviesos enanos cabezudos que pasea su ancha faz de cartón con la mochila a la espalda y atuendo excursionista, y que simula escalar la Montaña Santa entre el clamor popular, se parece asombrosamente a Jordi Pujol, futuro president de la Generalitat.

El público simple y vulgar de barriada trabajadora silba y se emociona y aplaude el bonito pastel patriótic-sardanístic-joseantoniano sin sospechar, por supuesto, el devenir siniestro de la Historia.

– De la coreografía no opino -dijo el director-. Pero ni el cine Rovira ni el cine Selecto me sirven. Escogeré el local en su momento.

– No los has conocido, eres demasiado joven.

– Ni ganas. Yo veo vídeo.

Dijo este último sin inmutarse. Se hizo el longuis, sonriendo al vacío. Su sonrisa era la de Margaret Drumont simulando no ver la pierna de Grouxo Marx en su regazo.

– Que alguien haya puesto en tus manos 80 millones de pesetas para que hagas una película -dijo lentamente el escritor- constituye para mí un enigma indescifrable. Viendo vídeo, según tu deplorable expresión, has aprendido el oficio, sin necesidad de sumergirte en aquellos cines de barriada de programa doble. Te felicito. Eres un señorito de celuloide, un degustador de zooms y travellings enlatados. ¡Pero si supieras lo que te has perdido en los gallineros!

El espacio mágico del Roxy lo ocupan hoy las glaciales dependencias de un Banco. Desde la calle, al anochecer, cuando el reflejo neurótico de los faros de los automóviles se desliza a lo largo de la fachada de cristal, en su amplio vestíbulo cifrado en mármol y felpudo se ha visto en ocasiones navegar silencioso y esbelto entre la niebla a un transatlántico en ruta hacia Nueva York con Charles Boyer acodado a la borda con abrigo negro y foulard, elegante pasajero transcontinental de achampañada sonrisa parisina contemplando, más allá del mar apacible y plateado y del punzante recuerdo de un amor contrariado, el tráfico ruidoso y enloquecido de la plaza Lesseps.

Hacia el mediodía de una pesada jornada laboral, desde su pequeña mesa escritorio, cautivada y mecida por el hilo musical y por el parloteo pajaril del dinero entre los dedos, la solterona y romántica señorita Carmela, empleada en la sección de Créditos, ve a Clark Gable apoyado en un extremo del mostrador. A la señorita Carmela le tiemblan las rodillas. Con la americana desabrochada, Gable luce un chaleco de fantasía y la famosa sonrisa ladeada y socarrona. No parece un cliente del Banco, sino Rhett Butler en persona disponiéndose a entrar en un salón lleno de hermosas damas y petulantes caballeros del Sur. Gable, mientras se ajusta los guantes, obsequia a su fiel admiradora con un seductor y taimado fruncido de la frente y luego le guiña el ojo.

– El único fantasma que hay en ese Banco -repuso el director muy serio- es el de un crédito que me negaron…