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– Habla con la señorita Carmela y te convencerás. Hace un par de meses vio a James Cagney abofeteando frenéticamente a una rubia platino en el despacho del director, y la semana pasada pilló a Tyrone Power y a Gene Tierney besándose apasionadamente en los lavabos…

– Vale, tú ganas -masculló el realizador-. Será el Roxy.

SECUENCIA 37. CINE ROXY.

Interior/Exterior Noche.

La luz plateada del proyector como un blanco parpadeo de alas de mariposa atravesando las tinieblas del local entre suaves copos de nieve que flotan sobre la gran platea blanca, inmaculada y fantasmal.

Y casi desierta. Cinco espectadores distantes solitarios con guantes y bufandas de lana y embutidos en gruesos ceñidos abrigos años 40, dos con sombrero tres con boina hasta las cejas y todos con nieve hasta las rodillas y en los hombros. No se mueven, encogidos y ateridos de frío, sus ojos tristes muy abiertos absorben espectros y quimeras, luces y sombras de otra vida más intensa, más hermosa. A su alrededor se perfilan bajo la nieve las filas de butacas -aunque ya sólo se ven los respaldos-, el pasillo central y los laterales con las herrumbrosas estufas de leña apagadas y frías, y enfrente el escenario donde cuelga la frágil pantalla a cuyos pies la nieve se arremolina ovillándose sucia como un perro callejero que se echa a dormir, creciendo rápidamente su espesor ya cubre las botas destrozadas del joven vagabundo despeinado macilento de pie inmóvil macuto a la espalda, mirando extenderse ante él un mar de fango negro y nieve pura.

Encadena a Simone Simón carita de gata enfurruñada juntando las manos ante la boca como si rezara con los ojos al techo diciendo: «Chico, Diana, cielo.»

Estallan los obuses en las enfangadas trincheras de la Primera Guerra Mundial y el gas de la muerte se expande silenciosamente por la platea del Roxy desde finales de enero de 1939.

Encadena a escalinata parque Güell con su Dragón de cerámica brillante batido por una lluvia encendida, un chaparrón abrileño traspasado de sol. Recibiendo esta lluvia florecida, tres niños harapientos descalzos cabalgan el Dragón espoleándose empapados y blandiendo espadas de madera.

Encadena a papelería-librería Estevet y tres caras sucias de niños aplastadas contra el cristal del escaparate (mirando desde dentro afuera) en medio de carpetas y libros y lápices de colores y el vagabundo que avanza, lejos todavía, sin rostro (un reflejo borroso en el cristal) al otro lado de la explanada interminable como un mar de fango. Los niños que aplastan los morros contra el cristal son los mismos que hemos visto cabalgar el Dragón bajo la lluvia dorada.

NIÑO 1.°: «Ya viene.»

NIÑO 2.°: «Este vagabundo no es como los otros.»

NIÑO 3.°: «¿Avisamos a Susana? Parece peligroso.»

En primavera, al azar de nuestras correrías por el barrio, aguaceros sorpresivos y luminosos nos retenían ocasionalmente en las miserables encrucijadas del hambre y la indigencia, portales oscuros y solares ruinosos, nidos de pedigüeños. Un día nos refugiamos en el Salón de las Cien Columnas del parque Güell, donde se hallaban acampados aquellos férreos vagabundos de la posguerra. Y allí, sentados en corro igual que ellos alrededor de un cacharro con brasas, bajo la gran plaza sostenida por las altas columnas, muy cerca del Dragón, mientras veíamos caer la lluvia soleada nos contábamos aventis furiosas.

Hoy he olvidado el furor de las aventis, pero sigo viendo caer esa lluvia clara erizada de luz y oigo todavía sobre la ciudad su convencional rumor de lejanías, que hace soñar a niños y a vagabundos: una sosegada respiración de la tierra, el majestuoso pulso de la libertad.

Invierno 1941. Rambla de Cataluña en panorámica tarjeta-postal, el paseo poco transitado y la doble hilera de tilos deshojados, oscuros, raquíticas ramas arañando un cielo gris de plomo. Frente al cine Kursaal serpentea de frío una cola de cien personas, se oyen gritos, la compulsiva cola se rompe, la gente huye despavorida.

Aguerridos falangistas intelectuales peinados con fijapelo y envarados de furor estético asaltan el cine Kursaal, invaden la platea nevada y silenciosa y avanzan por el pasillo central alborotando los copos de nieve que la luz del proyector rescata de las tinieblas. Se paran los escuadristas ante la pantalla y arrojan huevos y pintura negra contra Noel Coward y sus patriotas amigos náufragos en el océano en torno a un bote salvavidas después de ser torpedeados por un submarino alemán en la película inglesa Sangre, sudor y lágrimas.

– Un momento -rugió el director-. Que ya no sé dónde estoy. ¿En qué historia me has metido?

– Estás en casa, muchacho -dijo el escritor-. En la triste historia de siempre, en la idea y en la rabia de siempre.

– Puede ser. Pero recapitulemos.

– Muy bien.

– ¿Qué estamos contando, pluma ilustre?

– Una historia de amor… si te atreves.

– Bien. ¿Y qué tenemos por ahora, además de mucha nieve?

Pulcro, tieso y elegante con su camisa de cuello de cartón a rayas y sus sólidas gafas de ejecutivo adicto a la hamburguesa y al agua tónica, el director de cine esperaba de su guionista una respuesta hollywoodense y brillante, pero no obtuvo más que esto:

– Tenemos a un joven charnego paria-desertor-quincallero o como quieras que en 1941 llega medio muerto a un barrio alto de Barcelona y el destino le convierte en defensor de una joven viuda catalana y de su hija pequeña, enfrentándose a unos «Flechas» chulitos y matones de la vecindad y trabajando para ellas el resto de su vida.

– ¿Andaluz?

– Por su acento, dirías que sí. Y analfabeto.

– ¿Y por qué hace eso, literato? -Digamos que necesita calor de hogar. -¡Por el amor de Dios! ¡Estas cosas ya no se dicen!

SECUENCIA L. ESCALINATA PARQUE GÜELL.

Exterior Atardecer.

En la primera escena aparece el vagabundo cabalgando el Dragón de cerámica en medio de la escalinata, al caer la noche, bajo una fuerte ventisca de aguanieve. Nimbado por la neblina, le vemos rendir la cabeza sobre el pecho y llevar lentamente su mano derecha a la cadera.

Sucio, sin afeitar, el ala del viejo sombrero ocultando sus ojos, parece dormido borracho desesperado a ratos muerto. Travelling lento y envolvente, aproximándose. Tonos grises y negros desleídos por el torbellino helado, como en sueños.

Inicia música cuando ya la cámara, por su proximidad al personaje, revela algunos detalles: bajo la mugrienta americana gris de solapas alzadas, no lleva camisa, sino hojas de periódico con fotos (el Führer y el Caudillo gordito-feminoide-sonrisa-ratonil de pleitesía y vergonzante vasallaje al teutón en la estación ferroviaria de Hendaya). El ancho cinturón, las botas destrozadas y el macuto a la espalda son de soldado.

Con su cabeza rapada y sus pómulos furiosos, dejándose llevar a lomos del Dragón, yendo/viniendo de quién sabe dónde, oscuro, solitario y terrible, el vagabundo cruza inanimado y espectral un espacio mítico fundido en una sobreimpresión o una doble transparencia de la niñez: crepúsculo en la pradera/jinete solitario.

El aguanieve funde el papel de periódico en el pecho del jinete, destiñe los ojos y la sonrisa rastrera del Caudillo, deshace la trama del horror, emborrona la primera plana de la Historia.

– ¿Y por qué aguanieve? -receloso el director.

– No lo sé. Me gusta.

– Palabras, palabras, palabras.

– Es una imagen.

– Las imágenes deben tener un sentido, hombre de letras.

– Estamos en la posguerra, no lo olvides.

– Y qué. Qué tiene que ver la nieve.

– Yo de aquellos años recuerdo sobre todo el frío y el hambre. La nieve y el hambre. El viento y el hambre.

El director de películas lo miraba de reojo.

– Esta nieve es falsa -insistió, realista y miope-. Esta nieve se ha deslizado en tu vida desde alguna película.

Estaban en la terraza del escritor sentados bajo el toldo naranja, una tarde gris y bochornosa de octubre, respirando mierda a través de los pañuelos atados a la nuca como bandoleros: el día más contaminado del año, según la radio.

Con dos dedos alzó el escritor el borde del pañuelo y bebió un sorbo de whisky muy aguado. Por la mañana temprano había llovido auténtico barro y sobre la mesa de mármol la botella y los vasos chapoteaban en una charca rojiza. El director se levantó y fue a sentarse en la baranda, de espaldas al vacío y a unos setenta metros sobre la calle. Al acomodarse, se agarró al esquelético laurel plantado en la tinaja, roído de polución y parásitos. En los tiestos sobre la baranda agonizaban claveles y geranios purulentos.

– No te sujetes a las hojas muertas del geranio -lo previno el escritor-. Te necesito aquí arriba.

– ¿Cómo se llama el pistolero?

– No he dicho que sea un pistolero.

– Bueno, tu charnego, ¿cómo se llama?

– Vargas.

– ¿Qué más?

– Nada más. Y repito: no te agarres a las flores, que te irás al infierno con ellas.

SECUENCIA 7. PAPELERIA-LIBRERIA ESTEVET.

Exterior Día.

El pequeño y fascinante escaparate de la papelería de Susana cuando por la mañana le da el sol, caras sucias de niños aplastadas contra el cristal, ojos con orzuelos mirando hipnotizados: mágicas cajitas de lápices de colores, acuarelas, calcomanías, estilográficas que parecen de verdad, plumiers, compases, la bola del mundo, láminas recortables de soldados, de aviones Spitfire y Messerschmitt, de barcos, de la jungla misteriosa, cuadernos de espiral, papel de seda, bolitas de vidrio. Y dos libros en catalán, uno de ellos sobre flores y pájaros.

Una voz de mando sobresalta a los chicos, que se apartan del escaparate: