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– Deja que te pregunte algo -dijo-. Es una pregunta que quiero hacerte desde hace siete meses: ¿es una gritona, o es una de esas vírgenes de hielo que, a pesar de los aires de gata maula, no soportan que nadie las toque?

De nuevo me quedé lívido. De nuevo, intenté que no se me notara.

– ¿Te has vuelto loca? -exclamé.

– No, sólo estoy muy bien informada.

– De verdad que no sé de qué me hablas.

– ¿Quieres decir que de verdad no sabes cómo se llama la mujer que te has estado tirando los últimos siete… o son ocho meses?

– Lucy, no hay nadie.

– Entonces, ¿Sally Birmingham no es nadie?

Me senté.

– Veo que eso te ha dado que pensar -siguió ella con tranquilidad.

Finalmente pregunté:

– ¿Cómo sabes cómo se llama?

– Hice que alguien lo investigara.

– ¿Que hiciste qué?

– Contraté a un detective privado.

– ¿Me espiaste?

– No pretendas escandalizarte, cretino. Era evidente que te acostabas con otra…

¿Cómo lo había sabido, si yo había sido tan cuidadoso y circunspecto?

– … y cuando me quedó claro por tus constantes ausencias que era algo más que un pequeño flirteo que el señor del universo televisivo se concedía para halagar el ego, decidí descubrir quién era tu enamorada. Así que contraté a un detective, un perdiguero…

– ¿No te salió muy caro?

– Tres mil ochocientos dólares, que estoy decidida a recuperar, de una forma u otra, en el acuerdo de divorcio.

Me oí decir:

– Lucy, no quiero el divorcio.

Su voz siguió siendo firme y extrañamente calma.

– Me da lo mismo lo que quieras tú, David. Yo me divorcio de ti. Este matrimonio se acabó.

De repente sentí un miedo cerval, a pesar de que ella estuviera haciéndome el trabajo sucio y desencadenando el principio del fin. Estaba consiguiendo exactamente lo que quería… y me daba un miedo espantoso.

– Si me lo hubieras echado en cara al principio…

Se puso tensa.

– ¿Qué? -dijo, demostrando su ira-. ¿Y hubiera intentado recordarte que teníamos una historia de once años juntos, y una hija que los dos adoramos y que, a pesar de toda la miseria de los últimos diez años, lo habíamos conseguido y ahora vivíamos bien por fin, y…?

Se calló, a punto de llorar. Intenté tocarla pero se apartó inmediatamente.

– No volverás a tocarme jamás -dijo.

Silencio. Entonces ella añadió:

– Cuando descubrí el nombre de tu amiguita, «la otra mujer», ¿sabes qué fue lo primero que pensé?: «David está subiendo rápidamente. La jefa de producción de la Fox Television. Magna cum laude en Princeton. Y es preciosa». El detective fue muy concienzudo. Incluso me trajo fotos de la señorita Birmingham. Es muy fotogénica, ¿verdad?

– Podríamos haber hablado de esto…

– No, no había nada de qué hablar. Tú has decidido jugarte el matrimonio, tu familia, y yo no tenía ninguna intención de hacer el papel de pobre infeliz en una canción country cualquiera, suplicando al esposo infiel que vuelva a casa.

– Entonces, ¿por qué no has dicho nada en todo este tiempo?

– Porque tenía la esperanza de que recuperaras el sentido común, de que se acabara por sí solo, de que te dieras cuenta de lo que estabas a punto de perder…

Volvió a fallarle la voz, e hizo un esfuerzo desesperado por controlar su emoción. Esta vez no intenté acercarme.

– Hasta te di una fecha límite -dijo-. Seis meses. Que, como una tonta, amplié a siete, y después a ocho. Pero hace una semana me di cuenta de que habías decidido dejarme.

– No había tomado esa decisión -mentí.

– Chorradas. Lo llevabas escrito en la cara, con luces de neón. Así que decidí tomar esa decisión por ti. Vete. Ahora.

Se levantó y yo la imité.

– Lucy, por favor. Intentemos…

– ¿Qué? ¿Hacer como si los últimos ocho meses no hubiesen existido?

– ¿Y Caitlin?

– Vaya, vaya, por fin piensas en el asuntillo de tu hija…

– Quiero hablar con ella.

– Bien, puedes volver mañana.

Quería insistir en mi derecho de pasar la noche en el sofá, e intentar discutir la situación con calma a la luz del día. Pero sabía que no me escucharía. En fin, aquello era lo que yo quería. ¿O no?

Recogí la maleta y dije:

– Lo siento.

– No acepto disculpas de un mierda -dijo Lucy, y corrió escalera arriba.

Estuve diez minutos sentado en el coche, inmóvil, dando vueltas a lo que haría a continuación. De repente, me encontré corriendo hacia la puerta de la casa, golpeándola con los puños, gritando el nombre de mi esposa. Después de un momento, oí su voz al otro lado de la puerta.

– Vete, David.

– Dame una oportunidad de…

– ¿De qué? ¿De decirme más mentiras?

– He cometido un terrible error…

– Lástima. Deberías haberlo pensado hace siete meses.

– Sólo estoy pidiendo una oportunidad de…

– No hay nada más que decir.

– Lucy…

– Hemos terminado.

Saqué mis llaves de la casa. Pero en cuanto intenté meter la primera en la cerradura, oí que Lucy pasaba el cerrojo por dentro.

– Ni se te ocurra volver, David. Hemos terminado. Vete. Ahora mismo.

Debí pasar los cinco minutos siguientes golpeando la puerta, implorándole, repitiéndole que había cometido el mayor error de mi vida, suplicándole que me permitiera volver. Pero sabía que ya no me escuchaba; que las cosas habían empezado a precipitarse por un abismo. Una parte de mí estaba totalmente aterrorizada por aquella convicción: mi familia destruida por mi vanidad, mi éxito recién estrenado. No obstante, otra parte de mí comprendía por qué había optado por aquel camino destructivo. Como sabía también lo que sucedería si de repente la puerta se abría y Lucy me permitía entrar: volvería a una vida anodina. Y recordé algo que un escritor amigo mío me había dicho después de dejar a su esposa por otra mujer: «Por supuesto el matrimonio tenía algunos problemas, pero ninguno que fuera tan insoportable. Por supuesto era un poco tedioso, pero eso también forma parte del curso natural de doce años de convivencia. Fundamentalmente, no había nada tan malo entre nosotros. ¿Así que por qué lo hice? Porque una vocecita en mi cabeza no dejaba de hacerme una pregunta fundamentaclass="underline" “Es esto todo lo que va a ofrecerte la vida”».

Ese recuerdo fue desbancado por una voz que gritaba dentro de mi cabeza: «No puedo hacerlo». Saque el teléfono móvil y marque el número de casa a la desesperada. Cuando Lucy respondió, dije:

– Cariño, haré lo que sea…

– ¿Lo que sea?

– Sí, lo que me pidas.

– Pues jódete y muérete.

Colgó. Miré la casa. Todas las luces de la planta baja estaban apagadas. Respiré hondo para calmarme, después crucé el punto de no retorno y llamé a Sally. Le expliqué que finalmente había hecho lo que me había pedido: había informado a Lucy de que habíamos terminado. Aunque ella me hizo todas las preguntas delicadas sobre cómo se lo había tomado Lucy («No muy bien», dije), y cómo me sentía yo («Me alegro de haberlo hecho»), parecía sinceramente encantada. De hecho, tan triunfante que, por un momento, pensé que se lo tomaba como una especie de victoria: la fusión y adquisición definitiva. Pero la impresión pasó cuando me dijo cuánto me amaba, que sabía lo difícil que había sido para mí, y que estaría a mi lado. De todos modos, aunque aquellas palabras me tranquilizaran, seguía sintiendo un vacío y una desorientación insoportables. Era de esperar en aquellas circunstancias, pero me angustiaba.

– Ven a casa, querido -dijo.

– No tengo adonde ir si no.

Al día siguiente, tras una tensa conversación telefónica con Lucy, acordamos que yo recogería a Caitlin en la escuela.

– ¿Se lo has dicho? -pregunté.

– Por supuesto que se lo he dicho.

– ¿Y?

– Has destruido su sentimiento de seguridad, David.

– Oye -protesté-, no soy yo el que pone fin al matrimonio. Fue decisión tuya. Como dije anoche, si me dieras la oportunidad de demostrarte…