– Bueno -admite Jack-, casi. Qué ingeniosos.
La erección vuelve mientras intenta pensar en Terry como madre y profesional, auxiliar de enfermería y pintora abstracta, una persona inteligente y polifacética a quien le gustaría conocer aunque no fuera del sexo contrario. Pero sus pensamientos se han despegado de la ropa interior de seda, lila y negra, y de la facilidad, el descuido casi, con que lo trata sexualmente: tanta experiencia, tantos novios acumulados desde que el padre de Ahmad fracasó en su intento de resolver el acertijo americano y se largó. Incluso entonces ella era una muchacha educada en el catolicismo a quien no le importaba irse a vivir con un amante de los turbantes, con un musulmán. Era una chica alocada, le gustaba saltarse las normas. Terri-ble. Un sagrado Terr-or. Se interesa:
– ¿Quién te ha hablado de los judíos y la alianza?
– No sé. Un tío que conocí.
– ¿Lo conociste en qué sentido?
– Lo conocí, Jack. Oye, ¿no hicimos un pacto? Tú no preguntas y yo no tengo que explicarte nada. En los mejores años que se supone que tiene una mujer, yo he estado abandonada y soltera. Y ya he cumplido los cuarenta. No receles porque tenga un pasado.
– No, no es que lo piense, está claro. Pero, como decíamos, cuando te importa alguien, te vuelves posesivo.
– ¿Es eso lo que estábamos diciendo? Yo no he oído eso. Lo único que he oído es que pensabas en Beth. En la patética de Beth.
– En la biblioteca no es tan patética. Se sienta tras el mostrador de consultas y con Internet se desenvuelve mucho mejor que yo.
– Suena fantástico.
– No, pero es una persona.
– Genial. ¿Y quién no? ¿Estás diciendo que yo no?
El genio de los irlandeses te hace apreciar a los luteranos. Su polla percibe el cambio de humor de Teresa, y la erección vuelve a remitir.
– Todos lo somos -la calma-. Tú en especial. En cuanto a lo de la alianza, ahí va un judío que nunca se sintió incluido en ese grupo: mi padre odiaba la religión, y los únicos pactos de que tuve noticia se hacían en barrios en los que no dejaban entrar a los judíos. ¿Cómo está Ahmad de religioso estos días?
Ella se relaja un poco, se recuesta en su almohada. Jack mueve la mirada unos centímetros más abajo, al sujetador negro. La piel pecosa de la zona del esternón parece un poco una tela de crespón, expuesta a los efectos dañinos del sol año tras año, en contraste con la tira de blancura jabonosa que asoma por el costado del sujetador. Jack piensa: «Conque antes que yo ha habido otro judío». ¿Y los demás? Egipcios, chinos, quién sabe. Muchos de los pintores que Terry conoce son tipos a los que dobla en edad. Les debe de parecer una madre con un buen polvo. Quizá sea ése el motivo por el que su hijo es marica, vaya, si es que lo es.
– No te sabría decir -responde-. Nunca me ha hablado mucho de ello. El pobre, qué pinta más frágil y asustada tenía cuando lo dejaba en la mezquita, y subía solo esas escaleras. Después, si le preguntaba cómo le había ido, decía «Muy bien», y luego ni pío. Incluso se sonrojaba. Era algo que no podía compartir. Ahora, con el trabajo, me dijo que no siempre puede llegar a tiempo a la mezquita los viernes, y ese tal Charlie que va con él no parece que sea muy practicante. Pero mira, la verdad es que el chico parece más tranquilo, en general. Por ejemplo, en cómo me habla: tiene más el aire de un hombre, me mira a los ojos. Está satisfecho consigo mismo, por ganar dinero, y no sé, puede que sean imaginaciones mías, pero quizás está también más abierto a ideas nuevas, no tan encerrado en ese sistema de creencias, en opinión mía, tan limitado e intolerante. Se está renovando.
– ¿Tiene novia? -inquiere Jack Levy, agradecido a Terry por haberse decidido a pasar a otro tema que no sean los defectos que ve en él.
– No que yo sepa -dice. A Jack le encanta esa boca irlandesa, sobre todo cuando se pone meditabunda y se olvida de cerrar los labios, el superior un poco tieso, con su pequeño pliegue de carne en medio-. Creo que lo sabría. Llega a casa cansado, deja que le ponga la comida, lee el Corán o, últimamente, el periódico, sobre esta guerra idiota contra el terrorismo, para luego poder hablar con ese tal Charlie, y después se va a la cama. En sus sábanas -se arrepiente de sacar el tema, pero sigue adelante- no hay manchas. -Y añade-: No siempre fue así.
– ¿Cómo vas a saber si sale con alguna chica? -Jack la presiona.
– Oh, pues me lo contaría, aunque sólo fuera para fastidiarme. Nunca ha soportado que yo tuviera amigos varones. Y querría salir por la noche, cosa que no hace.
– No me cuadra. Es un muchacho apuesto. ¿No será gay?
La pregunta no la desconcierta, ya lo había pensado antes.
– Podría equivocarme, pero creo que en ese caso también lo sabría. Su profesor en la mezquita, ese sheij Rachid, da un poco de repelús, aunque Ahmad lo sabe. Lo venera pero no confía en él.
– ¿Dices que conoces al tipo?
– De una o dos veces, cuando iba a recoger a Ahmad o a dejarlo. Conmigo era muy correcto y educado. Pero percibí odio. Para él, yo era un trozo de carne, de carne impura.
«Carne impura.» La erección de Jack ha vuelto. Se obliga a centrarse al menos un minuto más antes de revelar este suceso posiblemente inoportuno. Es algo que había olvidado, el que en el simple hecho de tenerla reside cierto placer: un mango firme, recio, pertinaz, lo que se ha dado en llamar, con ligero descaro y petulancia, el centro de tu ser, y que trae consigo la sensación de que por momentos existes en algo más.
– El trabajo -Jack reanuda la conversación-, ¿le ocupa muchas horas?
– Depende -dice Terry. Su cuerpo despide, quizás en respuesta a una emanación de él, una hormigueante mezcla de esencias, la más notable la de jabón en la nuca. El tema de su hijo está dejando de interesarla-. Termina cuando ha repartido todos los muebles. Hay días que es temprano, pero generalmente acaba tarde. A veces tienen que transportarlos hasta muy lejos, Camden o incluso Atlantic City.
– Es un buen trecho, para entregar un mueble.
– No son sólo entregas, también hacen recogida. Mucho de lo que venden es de segunda mano. Hacen ofertas por mobiliarios heredados y luego se los llevan con el camión. Tienen una especie de red de trabajo; no sé qué importancia tiene el islam en todo ello. La mayoría de sus clientes en New Prospect son familias negras. Algunas de sus casas, me ha dicho Ahmad, son sorprendentemente bonitas. Le encanta ir por los diferentes barrios, ver los distintos estilos de vida.
– Ver mundo -suelta Jack en un suspiro-. Y primero ver New Jersey. Eso es lo que yo hice, sólo que me salté la parte del mundo. Bueno, señorita -se aclara la garganta-, tú y yo tenemos un problema.
Los ojos saltones, de color verde berilo claro, de Teresa Mulloy se abren de par en par, levemente alarmados.
– ¿Un problema?
Jack levanta la sábana y enseña lo que le ha ocurrido de cintura para abajo. Espera haber compartido bastante vida en general con ella para que ella comparta esto con él.
Terry se queda mirándole, y curvando la punta de la lengua se toca el carnoso centro de su labio superior.
– Eso no es ningún problema -dice convencida-. No problema, señor. *
Charlie Chebab a menudo acompaña en el camión a Ahmad, incluso cuando éste podría apañárselas solo para cargar y descargar. El muchacho se está poniendo fuerte con tanto levantar y acarrear peso. Ha pedido que los cheques de la paga -unos quinientos dólares a la semana, cobrando por hora casi el doble de lo que ganaba en el Shop-a-Sec- vayan a nombre de Ahmad Ashmawy, pese a que todavía vive con su madre. Como en su tarjeta de la seguridad social y en el permiso de conducir aún figura el apellido Mulloy, Teresa ha ido con él al banco para explicarlo, a uno de los nuevos edificios de cristal del centro, y a rellenar formularios para una cuenta separada. Así está su madre estos días, no le opone resistencia; sin embargo, tampoco es que antes le pusiera muchas objeciones. Su madre es, él lo ve ahora, volviendo la vista atrás, una estadounidense típica sin fuertes convicciones y sin el valor y el consuelo que éstas aportan. Es víctima de la religión estadounidense de la libertad, la libertad por encima de todas las cosas, a pesar de que la sustancia y el fin de la misma es algo que queda en el aire. «Bombas estallando en el aire»: la vacuidad del aire simboliza perfectamente la libertad estadounidense. Aquí no hay umma, en eso coinciden Charlie y el sheij Rachid; no hay una estructura divina que lo abarque todo, que haga postrarse, hombro con hombro, a ricos y pobres, no hay ningún código de sacrificio del individuo, ninguna sumisión exaltada como la que reside en el corazón del islam, en su mismísimo nombre. Lo que hay es una discordante diversidad de búsquedas personales, cuyos reclamos son «Aprovecha las oportunidades» y «Sálvese quien pueda» y «Dios ayuda a los que se ayudan a sí mismos», que se traducen en «No hay Dios ni Juicio Finaclass="underline" sírvete». El doble sentido de «sírvete» -«asístete tú mismo» y «toma lo que quieras»- tiene fascinado al sheij, quien tras veinte años de convivencia entre estos infieles se enorgullece del dominio de su idioma. Ahmad a veces tiene que reprimir la sospecha de que su maestro habita un mundo semirreal de palabras puras y que ama el Corán sobre todo por la pureza de su lenguaje, un caparazón de taquigrafías atropelladas cuyo contenido está en sus sílabas, en su extático fluir de «eles» y «aes» y sonidos guturales entrecortados, que se regala en los llantos y la valentía de aguerridos jinetes envueltos en túnicas bajo el cielo sin nubes de Arabia Deserta.