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Aquel edificio era el Procesador Computacional de Blind Lake, pero popularmente se lo conocía como Paseo Globo Ocular, o el Paseo, o simplemente el Ojo.

Charlie Grogan había sido ingeniero jefe en el Paseo desde que se había puesto en funcionamiento hacía cinco años. Aquella noche se había quedado trabajando hasta tarde, si se podía decir «trabajar hasta tarde» cuando para él lo normal era continuar trabajando hasta bien después de que el turno de día se hubiera marchado a casa. Había, por supuesto, un turno de noche, y un ingeniero supervisor que trabajaba con el os, Anne Costigan, cuyas habilidades había l egado a respetar. Pero era precisamente el hecho de que no tuviera que estar pendiente de nadie más en su vigilancia oficial lo que hacía que aquellas horas fueran tan provechosas para él. Podía ponerse al día con el papeleo sin riesgo de interrupción. Mejor aún, podía bajar a las salas del hardware o a la galería de los O/CBE y pasarse por donde están los chicos de comunicaciones en visita no oficial. Disfrutaba dedicando tiempo al trabajo.

Aquel a noche había terminado de rel enar un formulario de solicitud y programado a su servidor para enviarlo a la mañana. Echó un vistazo al reloj. Las nueve menos diez. Era la hora de descanso de los chicos de los cubículos. Tan solo un paseo por allí, se prometió Charlie. Después a casa a dar de comer a Boomer, su viejo sabueso, y quizás descargarse algo antes de irse a la cama. El ciclo eterno.

Dejó su despacho y se montó en un ascensor para bajar dos plantas más hacia el subsuelo. El Paseo estaba tranquilo por la noche. No se encontró con nadie en los pasillos color verde azulado del nivel más bajo. Únicamente se podía escuchar el sonido de sus pisadas y el pitido del chip lector de su tarjeta de identificación cada vez que pasaba por una de las áreas restringidas. Las puertas espejadas le ofrecían un recordatorio no bienvenido de su edad (había cumplido cuarenta y ocho años el pasado enero), la creciente curvatura de su columna, la barriga que asomaba de la hebilla de su cinturón. Un fleco de pelo gris se recortaba contra su piel oscura. Su padre había sido un inglés de piel muy blanca, muerto de cáncer hacía veinte años; su madre, una inmigrante sudanesa y estudiante sufí que le había sobrevivido menos de un año. En aquel os días Charlie se parecía a su padre más que nunca.

Dio un rodeo por la galería de los O/CBE, aunque, de igual forma que «quedarse hasta tarde», quizás «rodeo» no fuese la palabra correcta. Aquel a era una de las paradas de su ronda nocturna habitual.

La galería estaba construida como el anfiteatro de una sala de operaciones pero sin la platea para los estudiantes, un vestíbulo embaldosado en forma de anil o con ventanales en su perímetro interno. Los ventanales dominaban una cámara de quince metros de altura. En el fondo de la cámara, rodeada de columnas de gases gélidos y un revoltijo de luces fosforescentes y aparatos de control, estaban los tres gigantescos tanques de O/CBE. Dentro de cada tanque tubular había hilera tras hilera de componentes microscópicamente finos de arseniuro de galio bañados en helio a una temperatura de 232 grados bajo cero.

Charlie era ingeniero, no físico. Él podía realizar el mantenimiento de las máquinas que mantenían los tanques, pero su comprensión de los procesos fundamentales de su trabajo era parcial en el mejor de los casos. Un Condensador Bose-Einstein era una estructura compleja muy bien ordenada Los CBE creaban partículas ligadas a los electrones llamadas «excitadores». Los excitadores funcionaban como puentes cuánticos para conformar una máquina de computación increíblemente rápida y eficaz. Todo lo que fuera más al á de aquella «guía para legos» se lo dejaba a los apasionados y un tanto excéntricos jóvenes teóricos y a los estudiantes licenciados que pasaban por el Paseo Globo Ocular como si fuera una estación veraniega. El trabajo de Charlie era más práctico: él hacía que todo funcionase, que todo estuviera suficientemente frío, mantener suave el I/O, solucionar los pequeños problemas antes de que se convirtieran en grandes problemas.

Aquel a noche había cuatro chicos de mantenimiento con trajes aislantes en la zona de conductos y tuberías, probablemente Stitch y Chavez, y alguno de los del laboratorio Berkeley que iban rotando a lo largo de todo el complejo. Más gente de lo normal; se preguntaba si Anne Costigan había ordenado algo de trabajo no previsto.

Recorrió una vez la galería circular y después siguió otro pasillo pasando los laboratorios de física de estado sólido hasta la sala de control de datos. Charlie supo nada más entrar que pasaba algo raro.

No había nadie en el descanso. Los cinco ingenieros del turno de noche estaban todos en sus puestos, trabajando febrilmente en los informes de sistemas. Únicamente Chip McCullough levantó la vista cuando Charlie atravesó la puerta, y todo lo que pudo obtener de él fue un taciturno saludo con la cabeza. Y todo aquel o a las pocas horas de que su turno hubiera terminado oficialmente el trabajo.

Anne Costigan también estaba al í. Lo miró desde su monitor portátil y lo vio de pie junto a la puerta. Le levantó un dedo al supervisor adjunto («un segundo») y se acercó a él. A Charlie le gustaba aquello de Anne, su economía de movimientos, donde cada gesto tenía un propósito claro.

—Joder, Charlie —dijo—, ¿tú nunca duermes?

—Ya me estaba yendo.

—¿Por aquí?

—En realidad venía a por un café. Pero tus chicos están ocupados.

—Hemos tenido una gran descarga en el I/O hace una hora.

—¿Una descarga de energía?

—No, una descarga de actividad. El panel de controles se encendió como un árbol de Navidad. Como si alguien le hubiera dado al Ojo una dosis de anfetaminas.

—A veces ocurre —dijo Charlie—. Si te acuerdas del pasado invierno…

—Esta es un poco inusual. Se ha estabilizado, pero estamos haciendo un chequeo generalizado de los sistemas.

—¿Todavía genera información?

—Oh, sí, nada malo, tan solo una pequeña señal, pero… ya sabes cómo es.

Sabía cómo era. El Ojo y todos los sistemas que dependían de él siempre operaban al borde del caos. Como un animal salvaje a medio domar, lo que el Ojo necesitaba no era tanto mantenimiento como atención y tranquilidad. Con su complejidad y su imprevisibilidad, era algo muy cercano a un ser vivo. Las personas que entendían aquello —y Anne era una de ellas— habían aprendido a prestar atención a los pequeños detalles.

—¿Quieres quedarte un poco y echar una mano?

Sí, quería, pero Anne no lo necesitaba. Lo único que iba a hacer era estorbar.

—Tengo un perro que alimentar —dijo él.

—Saluda a Boomer de mi parte. —Estaba claramente ansiosa por regresar al trabajo.

—Lo haré. ¿Quieres que te traiga algo?

—No a menos que tengas un teléfono de repuesto. Abe se ha ido a la costa otra vez. —Abe era el marido de Anne, un asesor financiero que pasaba en Blind Lake quizás un mes de cada tres; el matrimonio estaba en peligro—. Las l amadas locales van bien, pero por alguna razón no puedo llamar a Los Ángeles.

—¿Quieres utilizar el mío?

—No, no hace falta. Intenté llamar desde el de Tommy Gupta, pero tampoco pude. Debe de ser algo del satélite.

Era extraño, pensó Charlie, cómo todo parecía haberse torcido aquella noche.

Por quinta vez en la última media hora, Sue Sampel le comunicó a su jefe que no había sido capaz de contactar con el Ministerio de Energía en Washington. En cada ocasión, Ray la miraba como si ella en persona estuviera saboteando el sistema.