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Sue se había quedado a trabajar hasta más tarde y, según parecía, también les ocurría a todos los demás en el Hubble Plaza. Pasaba algo. No podía imaginarse de qué se podría tratar. Ella era la secretaria ejecutiva de Ray Scutter, pero Ray, como siempre, no le había informado de nada al respecto. Todo lo que sabía era que él quería hablar con Washington y que la telefonía no estaba cooperando.

Obviamente no era culpa de Sue, el a sabía cómo teclear un número de teléfono, por amor de Dios. Pero eso no la había librado de que Ray la mirara de aquella manera cada vez que le pedía la l amada. Y Ray Scutter tenía una mirada asesina. Grandes ojos con pupilas diminutas, cejas pobladas, canas en la peril a… Sue era de la opinión de que podría resultar atractivo si no fuera por su pequeña barbilla y sus mejillas levemente infladas. Pero ya no mantenía aquella opinión. ¿Cuál era la expresión? «Bonito es el que hace cosas bonitas». Ray no las hacía.

Ray se alejó del escritorio de Sue y se dirigió a su despacho con paso airado.

—Naturalmente —gruñó sobre su hombro—, de algún modo me echarán la culpa de esto.

S3, pensó agotada Sue. Había l egado a ser su mantra en los meses que l evaba trabajando con Ray Scutter. S3: sí, sí, sí. Ray estaba rodeado de incompetentes. El personal de investigación ignoraba a Ray. A Ray le ponían la zancadilla a cada momento. Sí, sí, sí.

Una vez más, por amor al trabajo bien hecho, intentó conectar con Washington. El teléfono dio un mensaje de error: «EL NÚMERO SOLICITADO NO SE ENCUENTRA DISPONIBLE EN ESTE MOMENTO». El mismo mensaje que le salía en cada teléfono, video o conexión de Internet más allá de la red local de Blind Lake. La única llamada que había podido conseguir era a la casa de Ray, allí en la ciudad, para que su hija supiera que iba a llegar tarde. Todas las demás habían sido l amadas entrantes: Seguridad, Personal y el enlace militar.

Sue quizás se hubiera preocupado si hubiera estado un poco menos cansada. Pero seguramente no era nada serio. Todo lo que el a quería en aquel momento era volver a su apartamento y quitarse los zapatos. Calentarse la cena en el microondas. Fumarse un canuto.

El teléfono volvió a sonar. De acuerdo con el mensaje de la pantalla, una llamada de Ari Weingart, de Publicidad y Relaciones Públicas. Cogió el teléfono.

—Ari —dijo ella—, ¿qué puedo hacer por ti?

—¿Está por ahí tu jefe?

—Está aquí pero no desea que lo molesten. ¿Es urgente?

—Sí, un poco sí. Tengo aquí a tres periodistas y ningún sitio adonde mandarlos.

—Reserva un motel.

—Muy graciosa. Tienen un pase de tres semanas.

—¿Nadie había apuntado eso en tu agenda?

—No seas obtusa, Sue. Obviamente, deberían irse a dormir a las habitaciones de invitados del Centro de Visitas, pero Personal lo ha llenado con trabajadores del turno diurno.

—¿Trabajadores del turno de día?

—Sí. Porque los autobuses no pueden salir a Constance.

—¿Los autobuses no pueden salir?

—¿Te ha dado una insolación en las dos últimas horas? En la barrera de entrada han cortado la carretera al complejo. Nada puede entrar ni salir. Estamos totalmente incomunicados.

—¿Desde cuando?

—Más o menos desde la puesta de sol.

—¿Y cómo ha sido eso?

—¿Quién sabe? O alguna posible amenaza a la seguridad o bien otro simulacro. Todo el mundo es de la opinión de que para mañana estará solucionado. Pero entretanto tengo que darle billete a esta gente de alguna forma.

La reacción de Ray Scutter a aquel problema sería de solemne indignación, ciertamente nada que fuera a ser de ninguna ayuda. Sue reflexionó unos instantes.

—Quizás podrías llamar a Mantenimiento y ver si te pueden abrir el gimnasio en el centro de ocio. Que pongan algunos camastros para la noche. ¿Qué tal te suena?

—De puta madre —dijo Ari—. Se me debería haber ocurrido a mí.

—Si necesitas autorización, diles que desde aquí damos el visto bueno.

—Eres un sol. Ojalá te pudiera fichar para mí.

Ojalá, pensó Sue.

Se levantó y se estiró. Caminó hacia la ventana y separó las tiras verticales de la cortina. Más al á de los tejados de las viviendas de los empleados y la oscuridad de la pradera yerma podía divisar a duras penas la carretera a Constance, las luces de emergencia de vehículos que bril aban misteriosamente junto a la entrada sur.

Marguerite Hauser agradeció al destino benevolente que había dispuesto su casa de la ciudad, aunque fuera una de las pequeñas y más viejas, en el lado noroeste del campus de Blind Lake, tan lejos como era posible de su ex-marido Ray. Había algo de paz y sosiego en aquel trayecto de diez minutos para l evar a Tess a casa, y que cerraba el espacio tras ella como un puente levadizo sobre un foso.

Tess, como era habitual, estuvo cal ada durante la ida, quizás un poco más callada de lo normal. Cuando compraron unos sandwiches de pollo en el puesto para coches en la zona comercial, se había mostrado indiferente respecto al menú. Una vez en casa, Marguerite cogió la comida y Tess arrastró su gran bolso hasta dentro.

—¿Funciona la televisión? —preguntó Tess con indiferencia.

—¿Por qué no debería funcionar?

—En casa de papá no funcionaba.

—Compruébalo a ver. Yo serviré la comida.

Comer enfrente del panel de televisión era todavía una novedad para Tess. Era una costumbre que Ray no permitía. Ray insistía en comer en la mesa: «tiempo para la familia», inevitablemente dominado por su catálogo diario de quejas. Francamente, pensaba Marguerite, la programación televisiva era mucho mejor compañía. Especialmente las películas antiguas. Las que más le gustaban a Tess eran las de blanco y negro. Le fascinaban los coches antiguos y aquella ropa peculiar. Le encanta todo lo extraño, pensaba Marguerite, ha salido a mí.

Pero el panel de video de Marguerite tampoco daba señal, como antes el de Ray, y tuvieron que conformarse con lo que había en la memoria del ordenador central de la casa. Pusieron una comedia de hacía cien años de Bob Hope, Mi morena favorita. Tess, que normalmente le habría hecho multitud de preguntas sobre el siglo XX y sobre por qué todo tenía aquel aspecto, simplemente cogió su comida y miró la pantal a.

Marguerite puso una mano en la frente de su hija.

—¿Cómo te sientes, cariño?

—No estoy enferma.

—¿Simplemente no tienes hambre?

—Supongo. —Tess se acercó más y Marguerite la rodeó con el brazo.

Después de la cena Marguerite recogió la mesa, puso mudas nuevas en las camas y ayudó a Tess a ordenar el material del colegio. Tess zapeó por los canales en un momento de optimismo exacerbado, después vio la película de Bob Hope por segunda vez y finalmente anunció que estaba lista para irse a la cama. Marguerite vigiló cómo se lavaba los dientes y la metió en la cama. A Marguerite le gustaba la habitación de su hija, con su pequeña ventana orientada al oeste, la cama vestida con un edredón con una franja rosa, las hileras de animales de peluche vigilantes en los estantes. Le recordaba su propio cuarto en Ohio hacía muchos años ya, excepto por los bienintencionados volúmenes de Historia de la Biblia para niños que su padre había colocado en la estantería con la vana esperanza de que quizás le insuflaran una fe de la que el a carecía. Los libros de Tessa los había elegido ella misma, y tendían hacia la fantasía popular y la ciencia básica.

—¿Quieres leer un poco?

—Creo que no.

—Espero que te encuentres mejor por la mañana.

—Estoy bien. De verdad.