Hundió la cabeza en el pecho y sus hombros se estremecieron. Estaba en lo cierto: no teníamos nada. Yo trataba de encontrar algo, y ella había aprendido a amortiguar su dolor, a plantar tomates y a vivir mientras que yo la acechaba y la obligaba a exhumarlo.
Debía ser amable y largarme.
– De acuerdo, señora Trottier. Si no recuerda algún detalle adicional, probablemente no será nada importante.
Le dejé mi tarjeta y formulé mi petición habitual. «Llámeme si recuerda algo». Dudé que lo hiciera.
La puerta de Gabby estaba cerrada cuando volví a casa, su habitación en silencio. Pensé en entrar a mirar pero me resistí a ello sabiendo cuan sensible se mostraba acerca de su intimidad. Me acosté y traté de leer, pero las palabras de Genevieve Trottier seguían martilleando mi cerebro. Déjá morte. Ya estaba muerta. Champoux había utilizado la misma frase. Sí. Ya estaba muerta. Cinco habían sido las víctimas, tal era la escandalosa realidad. Al igual que Champoux y Trottier, también acudían a mi mente pensamientos que me impedían descansar tranquila.
Capítulo 27
Me despertó el sonido de las noticias matinales. Cinco de julio. Había dejado atrás el día de la Independencia sin reparar en ello. Sin pastel de manzana, sin escuchar el himno nacional ni lanzar una sola bengala. En cierto modo aquello me deprimía. Todo norteamericano que se encontrara en cualquier lugar del globo debía erguirse y pavonearse el cuatro de julio. Yo había llegado a convertirme en una espectadora canadiense de la cultura estadounidense. Me prometí que en la primera ocasión que se presentase acudiría al estadio de béisbol a vitorear al equipo norteamericano que estuviera en la ciudad.
Me duché, preparé café y tostadas y hojeé la Gazette, donde aparecían infinitos artículos sobre la segregación. ¿Cómo repercutiría en la economía? ¿Y en los aborígenes? ¿Y en los anglohablantes? Los anuncios por palabras personificaban el temor: todos vendían, nadie compraba. Tal vez debería volver a casa. ¿Qué conseguía allí?
«¡Cierra el pico, Brennan! Estás de mal humor porque tienes que cuidar de tu coche.»
Era bien cierto. Odio tener que hacer gestiones. Odio las minucias burocráticas y cotidianas de una nación tecnificada en los años finales del segundo milenio. Pasaporte, permiso de conducción, permiso de trabajo, impuesto sobre la renta, vacuna de la rabia, limpieza en seco, hora en el dentista, prueba citológica. Mi criterio es sencillo: posponer todo hasta que resulte ineludible. Aquel día tenía que hacer revisar el coche.
Soy hija de Norteamérica en mi actitud hacia el automóvil. Me siento incompleta sin él, incomunicada y vulnerable. ¿Cómo huiría de una invasión? ¿Y si deseo salir antes de una fiesta o quedarme cuando el metro ya no funciona? ¿Ir al campo? ¿Transportar una cómoda? Se necesitan ruedas. Pero no soy una fanática de la automoción. Necesito un coche que arranque en cuanto dé el contacto, que me lleve a mi destino, que se mantenga en condiciones por lo menos durante una década y que no requiera muchos cuidados.
Seguían sin oírse ruidos de la habitación de Gabby. Debía de estar tranquila. Recogí mis cosas y me marché.
El coche se quedó en el taller y yo cogí el metro a las nueve. Se había superado la hora punta matinal y el vagón iba relativamente vacío. Paseé aburrida la mirada por los anuncios: vea una obra en Le Theatre Saint Denis, mejore su experiencia profesional en Le College O'Sullivan, compre pantalones téjanos en Guess, perfume Chanel en La Baie, pinturas en Benetton… A continuación observé el mapa del metro, atravesado por líneas de color como la instalación eléctrica en un cuadro con puntos blancos que señalaban las paradas.
Seguí mi trayecto hacia el este a lo largo de la línea verde desde Guy Concordia a Papineau. La línea naranja pasaba alrededor de la montaña, norte-sur en su ladera oriental, este-oeste bajo la línea verde, luego norte-sur de nuevo en la parte occidental de la ciudad. La amarilla se sumergía bajo el río y salía a la superficie en Île Ste. Héléne y en Longueuil en la playa sur. En Berri-UQAM las líneas naranja y amarilla se cruzaban con la verde y estaban realzadas con un gran punto. Importante lugar de transbordo.
El tren silbó mientras se deslizaba por el túnel subterráneo. Conté las paradas que me faltaban: siete.
«¡Qué obstinada, Brennan! ¿Por qué no te desentiendes?» Seguí con la mirada hacia el norte de la línea naranja visualizando el paisaje cambiante de la ciudad: Berri-UQAM, Sherbrooke, Mount Royal y, por fin, Jean Talon. Isabelle Gagnon había residido en aquel vecindario. ¡Curioso!
Busqué el barrio de Margaret Adkins por la línea verde. ¿Qué estación sería? Pie IX. Conté desde Berri-UQAM y se encontraba a seis paradas al este.
¿A cuántas estaciones estaría Gagnon? De nuevo en la línea naranja descubrí que eran seis. Sentí un escalofrío en la nuca.
Morisette-Champoux, metro en Georges Vanier. Línea naranja. Seis paradas desde Berri-UQAM. ¡Jesús!
¿Trottier? No. El metro no llega a St. Anne de Bellevue. ¿Damas? Prolongación del Parque. Cerca de las estaciones Rosemont y Laurier. Tercera y cuarta parada desde Berri-UQAM.
Miré con fijeza el mapa. Tres víctimas vivían exactamente a seis paradas de la estación de Berri-UQAM. ¿Sería una coincidencia?
– Papineau -dijo una voz mecánica.
Cogí mis cosas y salí disparada al andén.
Diez minutos después oí sonar el teléfono mientras abría la puerta de mi despacho.
– Aquí la doctora Brennan.
– ¿Qué diablos hace usted, Brennan?
– Buenos días, Ryan. ¿En qué puedo servirlo?
– Claudel trata de atornillarme por su culpa. Dice que ha estado molestando a las familias de las víctimas.
Aguardó inútilmente a que le respondiera.
– Brennan, la he estado defendiendo porque la respeto. Pero me temo lo que se está preparando. Su entrometimiento puede perjudicarme en este caso.
– He formulado algunas preguntas. Eso no es ilegal.
No conseguí aplacar su ira.
– No habló con nadie, no coordinó. Se limitó a ir por ahí llamando a las puertas.
Oí su respiración intensa. Parecía jadeante.
– Primero llamé.
Algo no totalmente cierto en cuanto a Genevieve Trottier.
– Usted no es una investigadora.
– Accedieron a verme.
– Se cree Mickey Spillane. No es ése su trabajo.
– Es usted un detective muy culto.
– ¡Por Cristo, Brennan! ¡Me está irritando!
Se percibían los ruidos característicos de su departamento.
– Verá. -Parecía haberse controlado-. No me interprete de modo equivocado. Creo que es usted formal. Pero esto no es un juego. Esa gente no lo merece.
Sus palabras eran duras como el granito.
– Sí.
– Soy yo quien lleva el caso Trottier.
– ¿Qué ha hecho exactamente con su caso?
– ¡Bren…!
– ¿Y qué me dice de los otros? ¿En qué punto se encuentran?
Sentía que dominaba la situación.
– En estos momentos esas investigaciones no se han confiado a nadie con carácter preferente, Ryan. Francine Morisette-Champoux fue asesinada hace más de dieciocho meses; hace ocho meses que murió Trottier. Tengo la extravagante idea de que quienquiera que mató a esas mujeres debería ser descubierto y encerrado. Por ello me interesé. He hecho algunas preguntas. ¿Y qué sucede? Que me llaman fisgona. Y, como monsieur Claudel me cree un incordio, esos casos irán perdiendo cada vez más interés hasta que sean retirados de los programas y de la mente de todos. Una vez más.
– No la he llamado fisgona.
– ¿Qué me dice, Ryan?
– Comprendo que Claudel desee verla colgada y que usted quiera fulminarlo. Igual me sentiría yo si él me estuviera acorralando. Por mi parte sólo espero que ustedes dos no arruinen mi caso.