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Me quité los guantes y los deseché. Al salir, asomé la cabeza en la sala mayor de autopsias e informé a Daniel que por el momento había acabado con el caso y le pedí que se encargase de someter a rayos equis, y desde todos los ángulos, el cuerpo y el cráneo. Cuando llegué arriba me detuve en el laboratorio de histología y comuniqué al técnico jefe que el cadáver estaba a punto para ser sometido a ebullición, al tiempo que le advertía que tomara precauciones especiales por tratarse de un descuartizamiento. Aunque era innecesario: nadie podía reducir un cuerpo como Denis. En dos días el esqueleto estaría limpio e ileso.

Dediqué el resto de la tarde a trabajar en el cráneo recompuesto. Aunque fragmentarios, aparecían suficientes detalles para confirmar la identidad de su propietario. El hombre ya no conduciría más camiones cisterna de propano.

Cuando regresaba a mi casa volví a experimentar la sensación premonitoria del barranco. Durante todo el día me había refugiado en el trabajo para mantenerla a raya. Para desterrar el temor había centrado por completo mi mente en identificar a la víctima y en recomponer al finado camionero. Mientras comía, me distraje con las palomas del parque: establecer el orden jerárquico podía ser agotador. Las grises eran de primera categoría; parecían seguirlas las de manchas castañas, y las de patas negras estaban, sin duda alguna, al final del escalafón.

Ahora me hallaba en libertad de relajarme, de pensar, de preocuparme. Aquello comenzó en cuanto metí el coche en el garaje y cerré la radio. Una vez apagada la música surgió la inquietud. Me prohibí a mí misma pensar en ello: lo haría más tarde, después de cenar.

Al entrar en el apartamento percibí el tranquilidor zumbido del sistema de seguridad. Dejé la cartera en el recibidor, cerré la puerta y me fui al restaurante libanes de la esquina donde encargué un shish taouk y un plato de shawarna para acompañar. Es lo que más me gusta de vivir en el centro: a una manzana de mi residencia están representadas todas las cocinas del mundo. ¿Repercutirá ello en el peso…? ¡De ningún modo!

Mientras aguardaba a que me preparasen la comida para llevármela inspeccioné los surtidos del bufé: homos, taboule, feuilles de vignes… ¡Bendito fuera aquel despliegue mundial! Lo libanes iba bien con lo francés.

En una estantería a la izquierda de la caja se exhibían botellas de vino tinto. Una peligrosa elección. Mientras las miraba por enésima vez, sentí el antojo. Recordaba el sabor, el olor, la seca y fuerte consistencia del vino en mi lengua. Recordaba el calor que irradiaba desde mi interior y se extendía arriba y abajo abriendo un sendero por mi cuerpo que provocaba el fuego del bienestar en su curso, las hogueras del control, del vigor, de la euforia. Pensé que podía utilizarlo en aquel mismo momento. Ciertamente. ¿Pero a quién quería engañar? No me detendría allí. ¿Cuáles eran las etapas? Me volvería invulnerable y luego invisible. ¿O era totalmente al contrario? No importaba. Me excedería y después sobrevendría el colapso. El consuelo sería demasiado breve; el precio, caro. Hacía ya seis años que no tomaba una copa.

Me llevé la comida a casa y me la comí con Birdie y los Montreal Expos. El gatito dormía; enroscado en mi regazo ronroneaba quedamente. Perdieron frente a los Cubs por dos carreras. En ningún momento mencionaron el crimen, algo por lo que me sentí reconocida.

Tomé un baño caliente y prolongado y a las diez y media me desplomé en el lecho. A solas entre la oscuridad y el silencio ya no pude contener mis pensamientos, que como células enloquecidas crecieron y se intensificaron hasta instalarse finalmente en mi conciencia, insistiendo en ser reconocidos. Se trataba de otro homicidio, otra joven que había llegado al depósito despedazada. La rememoré con vividos detalles, recordé los sentimientos que había experimentado mientras trabajaba en sus huesos. Se llamaba Chántale Trottier y tenía dieciséis años. Había sido estrangulada, golpeada, decapitada y descuartizada. Hacía menos de un año que había llegado desnuda y metida en bolsas de basura de plástico.

Me disponía a concluir la jornada, pero mi mente se negaba a desconectar. Yací en el lecho mientras se formaban las montañas y las placas continentales se desplazaban. Por fin me quedé dormida. Una frase martilleaba mi cerebro y me obsesionaría todo el fin de semana: crímenes en serie.

Capítulo 3

Gabby me llamaba por el altavoz. Yo llevaba una maleta enorme y no podía manejarla por el pasillo del avión. Los restantes pasajeros estaban molestos, pero nadie me ayudaba. Katy se asomaba a observarme desde la fila delantera de primera clase. Lucía el vestido de seda que habíamos escogido para su graduación en el instituto, de color verde musgo. Aunque más tarde me confesó que no le gustaba, que lamentaba tal elección y que hubiera preferido el estampado con flores. ¿Por qué lo llevaba entonces? ¿Por qué Gabby estaba en el aeropuerto cuando debería encontrarse en la universidad? Sus palabras por el altavoz eran cada vez más sonoras y estridentes.

Me incorporé en el lecho. Eran las siete y veinte de la mañana del lunes. La luz iluminaba los bordes de la persiana sin apenas infiltrarse en la habitación.

Seguía oyendo la voz de Gabby.

– … pero sabía que más tarde no iba a encontrarte. Supongo que eres más madrugadora de lo que pensaba. De todos modos, acerca de…

Descolgué el teléfono.

– ¡Hola! -saludé.

Me esforcé por parecer menos aturdida de lo que me sentía. La voz se interrumpió en mitad de una frase.

– ¿Eres tú, Tempe?

Asentí.

– ¿Te he despertado?

– Sí.

Aún no estaba preparada para respuestas ingeniosas.

– Lo siento. ¿Quieres que te llame más tarde?

– ¡No, no! ¡Estoy levantada!

Me resistí a añadirle que me había levantado para responder al teléfono.

– Vuelve a la cama, pequeña. Es temprano y la mañana, cálida. Escucha, se trata de esta noche. ¿Qué te parece si…?

Un chirrido estrepitoso interrumpió sus palabras.

– No cuelgues. Debo de haber dejado el contestador en marcha.

Dejé el aparato y salí al salón. La luz roja destellaba. Descolgué el auricular portátil, regresé al dormitorio y colgué el teléfono de la habitación.

– Ya está.

Por entonces estaba completamente despierta y ansiaba tomarme un café. Fui a la cocina.

– Te llamaba para ponernos de acuerdo acerca de esta noche.

Parecía enojada y no podía censurarla. Trataba de concluir una frase desde hacía cinco minutos.

– Lo siento, Gabby. He pasado todo el fin de semana leyendo la tesis de un alumno y anoche me acosté muy tarde. Dormía profundamente y ni siquiera oí el timbre del teléfono.

Aquello sonaba extraño, incluso para mí.

– ¿De qué se trata?

– De esta noche. ¿Podemos salir a las siete y media en lugar de las siete? El proyecto me ha puesto tan nerviosa como una jaula de grillos.

– Desde luego. No hay inconveniente. Tal vez también sea preferible para mí.

Apoyé el aparato en el hombro, saqué el bote de café del armario y eché tres cucharadas al molinillo.

– ¿Quieres que te recoja? -me preguntó.

– Como gustes. Si lo prefieres, conduciré yo. ¿Adonde iremos?

Pensé en moler café, pero decidí esperar. Ella ya parecía algo susceptible.

Silencio. La imaginaba jugando con el aro de la nariz mientras pensaba en ello. O quizás en esta ocasión se tratara de un tachón. Al principio me había molestado y había tenido dificultades para concentrarme en las conversaciones que sostenía con Gabby. Acababa centrándome en el aro y me preguntaba cuánto debía doler agujerearse la nariz. Pero, a la sazón, ya no reparaba en ello.