Distinguí el crujir de hojas y el chasquido de las ramas a mi espalda. No señalé los guantes, pero sabía que los había impresionado con mi habilidad orientativa. Brennan, la sutil exploradora. Unos metros más adelante descubrí la lata de repelente insecticida. Ahí no cabían sutilezas: el brillante capuchón anaranjado brillaba como un faro entre el follaje.
Y allí se encontraba mi montículo camuflado. Bajo un roble blanco, el terreno se levantaba en una pequeña protuberancia cubierta de hojas y limitada por tierra desnuda. Entre la tierra excavada distinguí las marcas que habían dejado mis dedos cuando asía los puñados de hojas y tierra para ocultar el plástico. Los resultados de mi apresurada tarea de camuflaje acaso revelaban más que ocultaban, pero en aquella ocasión me había parecido lo más correcto.
He intervenido en muchas recuperaciones de cadáveres. La mayoría de los cuerpos escondidos se descubren por alguna confidencia o un golpe de fortuna. Los informadores denuncian a sus cómplices o niños excitados revelan los descubrimientos realizados. «Olía tan espantosamente que comenzamos a hurgar.» Me resultaba extraño haberme comportado como aquellos niños.
– Allí -dije señalando el montón de hojas.
– ¿Está segura? -preguntó Ryan.
Me limité a mirarlo. Nadie dijo palabra. Dejé la mochila en el suelo y extraje de ella otro par de guantes de jardinería. Fui hacia el montículo y situé los pies con cuidado para alterar lo menos posible la escena. Parecería absurdo a la luz de mi agitación de la noche anterior, pero siempre se espera una técnica adecuada para el escenario oficial de los hechos.
Me puse en cuclillas y aparté las hojas con la mano hasta descubrir una pequeña parte de la bolsa de plástico. El bulto seguía enterrado en el suelo y el contorno irregular sugería que su contenido estaba seguro en el interior. Parecía inalterado. Al volverme vi que Poirier se persignaba.
– Tomemos algunas fotos para el registro -ordenó Ryan a Cambronne.
Me uní a los demás y aguardamos en silencio mientras Cambronne seguía su ritual. Desempaquetó su equipo, inscribió una placa de marca y fotografió el bulto y la bolsa desde varias distancias y direcciones. Por último bajó su cámara fotográfica y retrocedió unos pasos.
Ryan se volvió a LaManche.
– Doctor…
– Temperance -dijo LaManche por vez primera desde mi llegada.
Saqué una paleta de mi mochila y me adelanté hacia el montículo. Barrí las hojas restantes y descubrí con cuidado la mayor parte posible de la bolsa. Su aspecto era tal como lo recordaba. Incluso advertí la pequeña perforación que yo misma había practicado con la uña.
Con ayuda de la paleta despejé de tierra la periferia del bulto exponiéndolo lentamente, cada vez más. La tierra olía a añeja y a cerrada como si, comprimida entre sus moléculas, contuviera una diminuta parte de cuanto había alimentado desde que los glaciales la liberaron de su helado puño.
Se oían voces procedentes de los representantes de la ley apostados en la calle, pero en el lugar donde yo trabajaba los únicos sonidos los proferían los pájaros, los insectos y el firme trabajo de zapa de mi paleta. Las ramas se agitaban a impulsos de la brisa en una versión más suave que la danza interpretada la noche anterior. El escenario nocturno recordaba a guerreros masai saltando y abalanzándose en simulacro de batalla; el espectáculo matinal era como el «vals de aniversario». Las sombras se movían por la bolsa y por los rostros del solemne grupo de los testigos de su emergencia. Yo observaba su agitado movimiento por el plástico como títeres en un espectáculo siniestro.
Al cabo de un cuarto de hora el montículo se había convertido en un hueco y aparecía a la vista más de la mitad de la bolsa. Imaginé que el contenido se habría recolocado a medida que avanzaba la descomposición y que los huesos se veían liberados de sus responsabilidades anatómicas. Si de huesos se trataba.
Dejé la paleta en el suelo en la creencia de que había retirado bastante tierra para liberar el bulto, así el retorcido plástico y tiré lentamente de él, pero no cedió. Sucedía lo mismo que la noche anterior. Parecía como si alguien se hallara bajo tierra y sostuviera el extremo opuesto de la bolsa desafiándome a un macabro estira y afloja.
Cambronne, que había seguido fotografiando mientras yo excavaba, se encontraba en aquellos momentos detrás de mí, en posición de fijar en Kodachrome el momento en que se liberara la bolsa. En mi cerebro surgió la frase: «Capturar los momentos de nuestras vidas.» Pensé que asimismo de las muertes.
Me limpié los guantes en los costados de los téjanos, así el saco lo más abajo posible y le di un brusco y repentino tirón. Sentí cómo se removía y se recolocaba levemente su contenido y, aspirando profundamente, tiré de nuevo, en esta ocasión con más fuerza. Deseaba extraer la bolsa, no desgarrarla. El bulto cedió ligeramente y luego se depositó de nuevo en el fondo.
Apuntalé los pies y tiré de nuevo. Mi adversario subterráneo cedió en la refriega, y el saco comenzó a liberarse. Reafirmé los dedos en torno al retorcido plástico y, tras echarme hacia atrás, extraje poco a poco la bolsa del agujero.
Una vez que hubo aparecido por el borde, aflojé la presión y retrocedí unos pasos. Se trataba de una bolsa corriente de basura, de las que se utilizan en las cocinas y garajes de toda Norteamérica, y estaba intacta. Su contenido formaba bultos. No era pesada. ¿Sería ésta buena o mala señal? ¿Me encontraría con el cadáver de algún perro y me vería humillada, o con los restos de un cuerpo humano y quedaría justificada?
Cambronne entró en acción. Colocó su letrero y tomó una serie de fotografías. Me quité un guante y saqué del bolsillo mi navaja suiza.
Cuando Cambronne hubo concluido, me arrodillé junto a la bolsa. Me temblaban ligeramente las manos, pero por fin hundí la uña en la pequeña rendija de la hoja y la abrí. El acero inoxidable brilló con los rayos del sol. Escogí un punto del extremo atado para la incisión, mientras sentía fijos en mí cinco pares de ojos.
Miré a LaManche: sus rasgos variaban a medida que las sombras evolucionaban. Me pregunté brevemente cuál sería mi aspecto a la luz diurna. LaManche asintió, y oprimí la hoja.
Antes de que se rompiera el plástico detuve la mano como refrenada por una cuerda invisible. De pronto todos lo oímos, pero fue Bertrand quien expresó el pensamiento colectivo:
– ¿Qué diablos sucede? -exclamó.
Capítulo 17
El repentino estrépito era una barahúnda. Los frenéticos ladridos de un perro mezclados con voces humanas crecían en intensidad. Sonaban gritos por todas partes, tensos y entrecortados, pero demasiado confusos para distinguir las palabras. El alboroto se producía dentro del recinto del monasterio, en algún lugar a nuestra izquierda. Al principio pensé que el merodeador nocturno había regresado y que todos los policías de la provincia, o por lo menos un pastor alemán, lo perseguían.
Miré a Ryan y a los demás, que al igual que yo se habían quedado petrificados. Incluso Poirier había dejado de manosear su bigote y apoyaba la mano en el labio superior.
Luego el sonido cada vez más próximo de alguien que se precipitaba indiscriminadamente por el follaje rompió el hechizo. Volvimos las cabezas de modo simultáneo, como movidos por un mismo resorte. Desde algún lugar entre los árboles sonó una voz:
– ¿Está usted ahí, Ryan?
– Sí.
Nos orientamos en dirección a aquel sonido.
– Sacre bleu! -Más crujidos y agitación-. Estoy aquí.
Un agente de la SQ apareció ante nosotros apartando las ramas y murmurando ruidosamente. Estaba congestionado y jadeaba; el sudor le perlaba la frente y aplastaba el flequillo que rodeaba su cabeza casi calva. Al descubrirnos, apoyó las manos en las caderas y se inclinó para recobrar el aliento. Distinguí los arañazos que le habían producido las ramas en el desnudo cráneo.
Al cabo de unos momentos se levantó y señaló con el pulgar en la dirección de donde procedía. Con voz entrecortada, como aire que pasara por un filtro obturado, exclamó: