La seguí a través del patio, temerosa de la conversación que debíamos entablar. La atadura de la blusa pendía sobre sus pronunciadas vértebras y tenía pegadas briznas de hierba a las pantorrillas y por encima de los pies.
Su cocina resplandecía a la luz del atardecer, y las superficies de porcelana y de madera evidenciaban años de cuidados. En las ventanas enmarcadas por guinga amarilla se alineaban las macetas de kalanchoe. Los pomos de los armarios y de los cajones también eran amarillos.
– He preparado limonada -dijo dispuesta ya a servirla.
Se sentía cómoda en su entorno familiar.
– Muchas gracias, es muy amable.
Me senté ante la pulida mesa de madera y la observé mientras extraía unos cubitos de hielo de una bandeja de plástico, los echaba en sendos vasos y añadía la limonada. Se acercó con los vasos y se sentó frente a mí evitando mi mirada.
– Me resulta difícil hablar de Chantale -dijo mientras observaba su bebida.
– Lo comprendo y lamento la pérdida que ha sufrido. ¿Cómo lo lleva?
– Algunos días me resulta más fácil que otros.
Cruzó las manos y se puso en tensión irguiendo los hombros bajo la blusa.
– ¿Viene a darme alguna noticia?
– Me temo que no, señora Trottier. Ni tampoco tengo preguntas específicas que hacerle. Pensé que acaso recordara usted algo, alguna cosa que en principio no considerara importante.
No apartaba los ojos de la limonada. Afuera ladró un perro.
– ¿Se le ha ocurrido algo desde que habló por última vez con los detectives? ¿Algún detalle sobre la desaparición de Chantale?
No hubo respuesta. El ambiente era denso y cálido por causa de la humedad. Olía tenuemente a desinfectante al limón.
– Sé que es espantoso para usted, pero seguimos necesitando su ayuda para que haya esperanza de encontrar al asesino de su hija. ¿Hay algo que la preocupe? ¿Algo que se le haya podido ocurrir posteriormente?
– Habíamos discutido.
De nuevo el sentimiento de culpabilidad. El arrepentimiento de las palabras pronunciadas y el deseo de sustituirlas por otras.
– Ella se negaba a comer. Pensaba que estaba engordando.
Yo estaba al corriente de ello por el informe.
– No estaba gruesa. Tendría que haberla visto: era muy hermosa. Sólo tenía dieciséis años. Como la canción inglesa.
Por fin me miraba a los ojos. Se desprendieron sendas lágrimas de sus párpados, que resbalaron por las mejillas.
– Lo siento -dije con la mayor delicadeza posible.
A través de las persianas de la ventana se percibía el olor que el sol arrancaba a las plantas.
– ¿Se sentía Chantale desdichada por algo?
Apretó los dedos en el vaso.
– Por eso es tan duro para mí. Era una criatura amable, siempre contenta, siempre llena de vida y rebosante de planes. Ni siquiera mi divorcio pareció afectarla. Se lo tomó con calma y sin estridencias.
¿Cierto o fantasía retrospectiva? Recordé que los Trottier se habían divorciado cuando Chantale tenía nueve años. Su padre vivía en otro lugar de la ciudad.
– ¿Puede explicarme algo acerca de las últimas semanas? ¿Había alterado Chantale su rutina de algún modo? ¿Recibía llamadas extrañas? ¿Había hecho nuevas amistades?
Movía la cabeza lentamente en continua negación.
– ¿Tenía dificultades para entablar amistades?
– No.
– ¿Le disgustaba a usted alguno de sus amigos?
– No.
– ¿Tenía novio?
– No.
– ¿Salía con alguien?
– No.
– ¿Tenía problemas con los estudios?
– No.
Parecía una deficiente técnica interrogatoria. Necesitaba conseguir que se expresara la interrogada en lugar de hacerlo yo.
– ¿Qué sucedió aquel día? ¿El día en que la muchacha desapareció?
Me miró con expresión indescifrable.
– ¿Puede decirme qué sucedió aquel día?
Sorbió un poco de limonada con deliberada lentitud y de igual modo depositó el vaso en la mesa.
– Nos levantamos sobre las seis y preparé el desayuno. -Asía el vaso con tanta fuerza que temí que lo rompiese-. Chantale se marchó a la escuela. Iba con sus amigas en tren puesto que la escuela se encuentra en el centro de la ciudad. Dijeron que había asistido a todas las clases. Y luego ella… -Una brisa agitó la cortina de la ventana-. No volvió a casa.
– ¿Tenía algún plan especial aquel día?
– No.
– ¿Solía regresar en seguida a casa al salir de la escuela?
– Sí.
– ¿La esperaba aquel día?
– No. Tenía que visitar a su padre.
– ¿Lo hacía con frecuencia?
– Sí. ¿Por qué tengo que responder a estas preguntas? Es inútil. Ya se lo dije todo a los policías. ¿Por qué he de seguir repitiendo las mismas cosas una y otra vez? No sirve de nada. No sirvió entonces ni ahora.
Fijó sus ojos en los míos con un dolor casi palpable.
– ¿Sabe? Mientras rellenaba impresos sobre personas desaparecidas y respondía a preguntas, Chantale ya estaba muerta. Estaba descuartizada en un vertedero. Ya había muerto.
Hundió la cabeza en el pecho y sus hombros se estremecieron. Estaba en lo cierto: no teníamos nada. Yo trataba de encontrar algo, y ella había aprendido a amortiguar su dolor, a plantar tomates y a vivir mientras que yo la acechaba y la obligaba a exhumarlo.
Debía ser amable y largarme.
– De acuerdo, señora Trottier. Si no recuerda algún detalle adicional, probablemente no será nada importante.
Le dejé mi tarjeta y formulé mi petición habitual. «Llámeme si recuerda algo». Dudé que lo hiciera.
La puerta de Gabby estaba cerrada cuando volví a casa, su habitación en silencio. Pensé en entrar a mirar pero me resistí a ello sabiendo cuan sensible se mostraba acerca de su intimidad. Me acosté y traté de leer, pero las palabras de Genevieve Trottier seguían martilleando mi cerebro. Déjá morte. Ya estaba muerta. Champoux había utilizado la misma frase. Sí. Ya estaba muerta. Cinco habían sido las víctimas, tal era la escandalosa realidad. Al igual que Champoux y Trottier, también acudían a mi mente pensamientos que me impedían descansar tranquila.
Capítulo 27
Me despertó el sonido de las noticias matinales. Cinco de julio. Había dejado atrás el día de la Independencia sin reparar en ello. Sin pastel de manzana, sin escuchar el himno nacional ni lanzar una sola bengala. En cierto modo aquello me deprimía. Todo norteamericano que se encontrara en cualquier lugar del globo debía erguirse y pavonearse el cuatro de julio. Yo había llegado a convertirme en una espectadora canadiense de la cultura estadounidense. Me prometí que en la primera ocasión que se presentase acudiría al estadio de béisbol a vitorear al equipo norteamericano que estuviera en la ciudad.
Me duché, preparé café y tostadas y hojeé la Gazette, donde aparecían infinitos artículos sobre la segregación. ¿Cómo repercutiría en la economía? ¿Y en los aborígenes? ¿Y en los anglohablantes? Los anuncios por palabras personificaban el temor: todos vendían, nadie compraba. Tal vez debería volver a casa. ¿Qué conseguía allí?
«¡Cierra el pico, Brennan! Estás de mal humor porque tienes que cuidar de tu coche.»
Era bien cierto. Odio tener que hacer gestiones. Odio las minucias burocráticas y cotidianas de una nación tecnificada en los años finales del segundo milenio. Pasaporte, permiso de conducción, permiso de trabajo, impuesto sobre la renta, vacuna de la rabia, limpieza en seco, hora en el dentista, prueba citológica. Mi criterio es sencillo: posponer todo hasta que resulte ineludible. Aquel día tenía que hacer revisar el coche.
Soy hija de Norteamérica en mi actitud hacia el automóvil. Me siento incompleta sin él, incomunicada y vulnerable. ¿Cómo huiría de una invasión? ¿Y si deseo salir antes de una fiesta o quedarme cuando el metro ya no funciona? ¿Ir al campo? ¿Transportar una cómoda? Se necesitan ruedas. Pero no soy una fanática de la automoción. Necesito un coche que arranque en cuanto dé el contacto, que me lleve a mi destino, que se mantenga en condiciones por lo menos durante una década y que no requiera muchos cuidados.
Seguían sin oírse ruidos de la habitación de Gabby. Debía de estar tranquila. Recogí mis cosas y me marché.