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En los estantes se amontonaban cientos de libros en rústica, comprendidas novelas modernas, tanto en francés como en inglés. Muchos de mis autores preferidos se hallaban presentes -Vonnegut, Irving, McMurtry- pero la mayoría eran novelas policíacas. Crímenes brutales, acosadores perturbados, psicópatas violentos, ciudades inhumanas. Podía imaginar los textos de sus solapas sin siquiera leerlos. Había asimismo toda una estantería de no ficción dedicada a las vidas de asesinos en serie: Manson, Bundy, Ramírez, Boden.

– Creo que Tanguay y Saint Jacques pertenecen al mismo club de lectores -dije.

– Este cerdo probablemente es Saint Jacques -comentó Bertrand.

– No, el tipo se lava los dientes -objetó Ryan.

– Sí. Cuando es Tanguay.

– Si lee todo esto, sus aficiones son increíblemente extensas -dije-. Y, además, es bilingüe.

Hojeé de nuevo la colección.

– Y es un maniático del orden.

– ¿A qué se refiere? -inquirió Bertrand.

– Fíjese en esto.

Se acercaron a mí.

– Todo está clasificado por temas y en orden alfabético. -Señalé las distintas estanterías-. Luego por autores, según cada categoría, también de modo alfabético. Y, a continuación, por el año de publicación de cada autor.

– ¿No lo hace así todo el mundo?

Ryan y yo lo miramos. Bertrand no era aficionado a la lectura.

– Fíjese cómo se alinea cada libro en el borde del estante.

– Pues hace lo mismo con sus calzoncillos y calcetines. Debe de usar una escuadra para amontonarlos -observó Ryan.

Había expresado mis pensamientos.

– Se ajusta al perfil.

– Tal vez sólo tenga los libros como exhibición. Para que sus amigos lo crean un intelectual -dijo Bernard.

– No me parece así -disentí-. Y no tienen polvo. Además, fíjese en esos papelitos amarillos. No sólo lee las obras sino que señala ciertos puntos para insistir en ellos. No olvidemos indicárselo a Gilbert y a sus hombres para que no pierdan esas señales. Podrían ser útiles.

– Les diré que sellen los libros antes de tomar pruebas.

– Algo más acerca del señor Tanguay.

Miraron a las estanterías.

– Le atraen temas singulares -dijo Bertrand.

– Además de los asuntos criminales ¿qué es lo que más le interesa? -inquirí-. Observen la estantería superior.

Miraron de nuevo.

– ¡Mierda! -exclamó Ryan-. Gray's Anatomy. Cunnningham's Manual of Practical Anatomy. Color Atlas of Human Anatomy. Handbook of Anatomical Dissection. Medical Illustration of the Human Body. ¡Por Cristo, ¡Fíjense en esto! Sabiston's Principles of Surgery. Tiene más material de este tipo que la biblioteca de una facultad de Medicina. Parece empeñado en saber qué contiene un cuerpo humano.

– Sí, y no sólo el software. También se mete en el hardware.

Ryan buscó su radio.

– Hagamos venir a Gilbert y a sus muchachos. Indicaré al equipo que está afuera que se oculten y vigilen al doctor Cretino. No queremos asustarlo cuando aparezca por aquí. ¡Cristo, probablemente en estos momentos Claudel ya habrá frenado algo su entusiasmo!

Ryan habló por su auricular. Bertrand seguía revisando los títulos detrás de mí.

– ¡Eh, esta materia la afecta a usted! -Y se valió de un pañuelo para recoger algo-. Parece como si fuera único en su especie.

Depositó en la mesa un ejemplar de American Anthropologist de julio de 1993. No necesité abrirlo: conocía una de las entradas de su índice.

«Todo un éxito -lo había calificado ella-. Una contribución a la promoción como profesor numerario.»

Era un artículo de Gabby. La visión de la revista me sacudió como una corriente eléctrica. Deseé encontrarme lejos de allí, deseé que fuera un sábado soleado en el que me sintiera a salvo, que nadie hubiera muerto y que mi mejor amiga me llamase para planear donde cenábamos.

«Agua. Necesitas agua fría en el rostro, Brennan.» Avancé tambaleándome hacia la doble puerta y abrí una de las hojas con el pie en busca de la cocina.

La habitación no tenía ventanas. A mi derecha, un reloj digital proyectaba un resplandor luminoso anaranjado. Distinguí dos formas blancas y otra pálida, y supuse que se trataría del refrigerador, el horno y el fregadero. Palpé la pared en busca del interruptor. Al diablo con los sistemas. Ya desecharían mis huellas.

Cubriéndome la boca con la mano, me adelanté a trompicones hacia el fregadero y me rocié el rostro con agua fría. Me erguí y, al volverme, descubrí a Ryan en la puerta.

– Ya estoy bien -dije.

Las moscas zumbaban por la habitación sorprendidas por la repentina intrusión.

– ¿Una pastilla de menta? -me ofreció, tendiéndome un paquete.

– Gracias -repuse. Cogí una de ellas-. Ha sido el calor.

– Es una cocina.

Una mosca pasó rozando su mejilla.

– ¿Qué diablos…? -Agitó la mano en el aire para despedirla-. ¿Qué hará aquí este tipo?

Ryan y yo los distinguimos al mismo tiempo. Sobre el mostrador se veían dos objetos de color amarronado que manchaban con sendos halos de grasa las toallas de papel en las que se secaban. Las moscas revoloteaban alrededor de ellos, se posaban y alejaban con nerviosa agitación. A la izquierda se encontraba un guante quirúrgico, idéntico al que acabábamos de desenterrar. Nos aproximamos y despedimos a las moscas a manotadas.

Contemplé cada masa reseca y recordé las cucarachas y arañas del poste de barbero y sus patas secas y rígidas por la muerte. Aquellos objetos, sin embargo, nada tenían que ver con las arañas. Comprendí al instante qué eran, aunque sólo las había visto previamente en fotos.

– Son garras.

– ¿Cómo?

– Garras de alguna especie animal.

– ¿Está segura?

– Levante una de ellas.

Así lo hizo con su bolígrafo.

– Se distinguen los extremos de los huesos de las extremidades.

– ¿Qué haría con ellas?

– ¿Cómo diablos voy a saberlo, Ryan?

Pensé en Alma.

– ¡Cristo!

– Comprobemos el refrigerador.

– ¡Oh, Dios!

El cuerpecito estaba allí, junto con otros, despellejado y envuelto en plástico transparente.

– ¿Qué son?

– Pequeños mamíferos de alguna especie. Sin la piel no puedo adivinarlo: no son caballos.

– Gracias, Brennan.

Bertrand se reunió con nosotros.

– ¿Qué han encontrado?

– Animales muertos. -La voz de Ryan denunciaba su irritación-. Y otro guante.

– Tal vez el hombre se alimente de animales accidentados -dijo Bertrand.

– Tal vez. Y acaso haga pantallas para la luz con la gente. Eso es. Quiero que sellen esta casa y que todo objeto espantoso sea confiscado. Que metan en bolsas su cubertería, su licuadora y cuanto haya en ese condenado refrigerador. Y que se examine y riegue con Luminol hasta el último centímetro de esta casa. ¿Donde diablos está Gilbert?

Ryan fue hacia un teléfono que pendía de la pared a la izquierda de la puerta.

– Sujétalo. ¿Se pueden recuperar llamadas con ese aparato?

Ryan asintió.

– Pruébalo.

– Probablemente aparecerá su sacerdote o su abuelita.

Ryan pulsó el botón. Escuchamos una melodía de siete notas seguida de cuatro timbrazos. Luego respondió una voz y la burbuja de temor que me había oprimido todo el día se remontó hasta mi cabeza y me sentí desfallecer.

– Veuillez laisser votre nom et numero de telephone. Je vais vous rappeler le plutót possible. Por favor deje su nombre y número de teléfono y le devolveré la llamada lo antes posible. Gracias. Soy Tempe.

Capítulo 36

El sonido de mi propia voz me fulminó como un puñetazo en la cabeza. Se me doblaron las piernas y se agitó mi respiración.

Ryan me acompañó hasta una silla y me sirvió agua sin formular preguntas. No logro recordar cuánto tiempo permanecí allí sentada, sumida en un enorme vacío. Por fin recobré mi compostura y comencé a valorar la realidad.

Él me había telefoneado. ¿Por qué? ¿Cuándo?

Observé que Gilbert se calzaba guantes de goma y pasaba la mano dentro del cubo de basura del que extrajo algo que dejó caer en el fregadero.