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—No se reconoce a Manneran en su voz — murmuré.

—Uno vive desde hace mucho en Glin, y su voz es una mezcla de inflexiones — respondió.

No le había engañado ni por un momento, pero no intentó discernir mi identidad ni pareció importarle quién podía ser yo ni de dónde venía. Hablamos un rato con desenvoltura. Me contó que era dueño de un aserradero en Glin occidental, en la ladera de las Huishtor, donde crecen los altos árboles meleros de hojas amarillas; antes de que llegáramos mucho más lejos me estaba ofreciendo trabajo como hachero en su campamento. Se pagaba poco, dijo, pero allí se respiraba aire puro, y nunca aparecían funcionarios del gobierno, y cosas tales como pasaportes y certificados de rango no tenían ningún valor.

Acepté, naturalmente. El campamento estaba situado en un hermoso lugar, sobre un rutilante lago montañoso que nunca se helaba, ya que lo alimentaba un cálido manantial cuya fuente, se decía, estaba debajo de las Tierras Bajas Abrasadas. Sobre nosotros pendían los enormes picos de las Huishtor con las cimas heladas, y no muy lejos estaba la Puerta de Glin, el paso por el cual se va de Glin a las Tierras Bajas Abrasadas, atravesando de paso una inhóspita punta de las Tierras Bajas Heladas. Trabajaban allí cien hombres rudos y mal hablados, que todo el tiempo gritaban «yo» y «mí» sin avergonzarse, pero eran honestos y trabajadores, y yo nunca había estado cerca de gente como ellos. Mi intención era quedarme allí todo el invierno, ahorrando mi sueldo, y salir para Manneran cuando hubiera ganado el precio de mi pasaje. Pero de vez en cuando llegaban al campamento algunas noticias del mundo exterior, y así me enteré de que las autoridades glinesas buscaban a cierto joven príncipe de Salla que, según se creía, había enloquecido y vagabundeaba por alguna parte de Glin. El septarca Stirron deseaba con urgencia que el desdichado joven fuera devuelto a su patria para recibir los cuidados médicos que tan desesperadamente necesitaba. Sospechando que los caminos y puertos estarían vigilados, prolongué mi permanencia en las montañas durante la primavera, y luego, cada vez más cauteloso, me quedé también el verano. Al final pasé allí más de un año.

Fue un año que me cambió mucho. Trabajábamos duro, derribando los enormes árboles con buen y mal tiempo, quitándoles las ramas, llevándolos al aserradero. La jornada era larga y fría, pero de noche había vino caliente de sobra, y cada diez días traían de un poblado cercano un pelotón de mujeres para entretenernos. Mi peso aumentó en un cincuenta por ciento, todo músculos duros, y crecí en estatura hasta sobrepasar al hachero más alto del campamento. Mi corpulencia era objeto de bromas. Me salió toda la barba, y los rasgos de mi cara cambiaron al perder las redondeces juveniles. Los hacheros me resultaban más simpáticos que los cortesanos entre quienes había pasado todos mis días anteriores. Pocos de ellos eran siquiera capaces de leer, y de etiqueta cortés nada sabían; pero eran hombres alegres y bien dispuestos, que se sentían cómodos en sus propios cuerpos. No hay que creer que porque dijeran «yo» y «mí» eran francos y propensos a compartir confidencias; a ese respecto acataban el Pacto, y quizá fueran todavía más reservados que la gente culta en cuanto a ciertas cosas. Sin embargo, parecían más risueños que quienes hablan en pasiva y con pronombres impersonales, y quizá fuera la permanencia entre ellos lo que implantó en mí esa semilla de subversión, esa comprensión de la injusticia fundamental del Pacto que más tarde el terrestre Schweiz hizo florecer plenamente.

Nada les dije de mi rango y origen. Ellos mismos podían ver, por la suavidad de mi piel, que no había hecho muchos trabajos pesados en mi vida, y mi modo de hablar me señalaba como un hombre culto, si no necesariamente de elevado origen. Pero no hice revelaciones sobre mi pasado, ni fueron buscadas. Sólo dije que venía de Salla, ya que de todos modos mi acento me delataba como sallano. Ellos respetaron el secreto de mi historia. Creo que mi patrón no tardó en adivinar que yo debía de ser el príncipe fugitivo a quien Stirron buscaba, pero nunca me interrogó al respecto. Por primera vez en mi vida, tenía una identidad aparte de mi jerarquía real. Dejé de ser lord Kinnall, el segundo hijo del septarca, y fui sólo Darival, el corpulento hachero que venía de Salla.

De esa transformación aprendí mucho. Nunca había representado el papel de uno de esos jóvenes nobles fanfarrones y prepotentes: ser segundo hijo infunde cierta humildad hasta en un aristócrata. Sin embargo, no podía evitar sentirme apartado de los hombres comunes. Era servido, reverenciado, acatado y mimado; los demás me hablaban con suavidad y en actitudes formales de respeto aun siendo niño. Después de todo, era hijo de un septarca, es decir de un rey, ya que los septarcas son gobernantes hereditarios, y por consiguiente, forman parte de la procesión de reyes humanos, una línea que se remonta a la aurora de la colonización de Borthan por los hombres, y más allá a través de las estrellas, hasta la Tierra misma, hasta las dinastías perdidas y olvidadas de sus antiguas naciones; en definitiva, hasta los caciques enmascarados y pintados, sentados en sus tronos de las cavernas prehistóricas. Y yo era parte de ese linaje, un hombre de sangre noble, superior de algún modo por circunstancias de nacimiento.

Pero en aquel campamento maderero de las montañas llegué a comprender que los reyes no son más que hombres ocupando una alta posición. No les ungen dioses, sino la voluntad de los hombres, y éstos pueden despojarles de su elevado rango. Si Stirron fuera derrocado mediante una insurrección, y aquel detestable drenador de Salla Vieja se hiciera septarca en su lugar, ¿no ingresaría entonces el drenador en esa mística procesión de reyes, quedando Stirron relegado al polvo? Y ¿no se volverían sus hijos orgullosos de su sangre, como yo, aunque su padre no hubiera sido nada durante casi toda su vida, y su abuelo menos todavía? Ya sé, ya sé; los sabios dirían que el beso de los dioses había caído sobre ese drenador, elevándole a él y a toda su progenie, y haciéndoles sagrados para siempre. Sin embargo, mientras derribaba árboles en las laderas de las Huishtor, veía con más claridad a la realeza. Y habiendo sido derribado yo mismo por los acontecimientos, comprendí que sólo era un hombre entre los hombres, y siempre lo había sido. Lo que hiciera de mí mismo dependía de mis dones y ambiciones naturales, no del rango accidental.

Tan gratificante fue este conocimiento, y el nuevo concepto de mí mismo que me aportó, que mi estancia en las montañas dejó de parecerme un exilio y se asemejó más a una vocación. Mis sueños de huir a una vida fácil en Manneran se disiparon, y aun después de haber ahorrado más de lo suficiente para pagar mi pasaje a esas tierras, descubrí que nada me impulsaba a seguir adelante. No fue únicamente el temor al arresto lo que me mantuvo entre los hacheros, sino también el amor por el aire frío, claro y estimulante de las Huishtor, y por los hombres rudos pero auténticos entre quienes vivía. Por consiguiente, me quedé el verano y el otoño, y recibí complacido la llegada de otro invierno, sin pensar siquiera en irme.

Acaso estaría allí todavía, si no me hubiese visto obligado a huir. Una triste tarde invernal, con un cielo de hierro y la amenaza de una ventisca sobre nosotros, como un puño, trajeron a las prostitutas del poblado para la noche regularmente establecida de jolgorio, y esta vez venía entre ellas una recién llegada cuya voz la anunciaba como nacida en Salla. La oí instantáneamente cuando las mujeres entraron saltando en nuestra sala de deportes, y quise esconderme, pero ella me descubrió, lanzó una exclamación ahogada y en seguida gritó:

—¡Miren! ¡Sin duda es nuestro príncipe desaparecido!

Reí y traté de convencer a todos de que estaba ebria o loca, pero mis mejillas escarlata me desmentían, y los hacheros me miraron de otra manera. ¿Un príncipe? ¿Era cierto? Se hablaban en susurros, entre codazos y guiños. Advirtiendo el peligro que corría, reclamé a aquella mujer para mí y, cuando estuvimos solos, insistí en que estaba equivocada.