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Mis recuerdos infantiles no me prepararon para el calor. Una bruma vaporosa envolvía las calles. El aire era húmedo y pesado. Sentí que casi podía tocar el calor, asirlo y apretarlo, retorcerlo como un trapo mojado. Llovía calor y yo estaba empapado. Llevaba puesto un uniforme gris, tosco y pesado, el atavío habitual en invierno a bordo de un barco mercante glinés. y aquélla era una sofocante mañana de primavera en Manneran; veinticinco pasos en aquella humedad asfixiante y tuve ganas de arrancarme las irritantes ropas y andar desnudo.

Una guía telefónica me proporcionó la dirección de Segvord Helalam, el padre de mi hermana vincular. Paré un taxi y fui allí. Helalam vivía en las afueras de la ciudad, en un suburbio fresco y frondoso de casas lujosas y relucientes lagos; una alta pared de ladrillos protegía su casa de la vista de los transeúntes. Llamé a la puerta y esperé a que me observaran. El taxi esperaba también, como si el conductor supiera con certeza que no me recibirían. Desde dentro de la casa una voz, sin duda de algún mayordomo, me interrogó por la línea de observación.

—Kinnall Darival de Salla — respondí —, hermano vincular de la hija del Gran Juez Helalam, desea visitar al padre de su hermana vincular.

—Lord Kinnall está muerto — se me informó fríamente —, y por lo tanto usted es algún impostor.

Volví a llamar.

—Observe esto, y juzgue si está muerto — dije, sosteniendo ante el ojo de la máquina mi pasaporte real, que había ocultado tanto tiempo —. ¡Es Kinnall Darival quien tiene delante, y no lo pasará muy bien si le niega su acceso al Gran Juez!

—Los pasaportes pueden ser robados. Los pasaportes pueden ser falsificados.

—¡Abra la puerta!

No hubo respuesta. Llamé por tercera vez, y en esta ocasión el invisible mayordomo me dijo que llamaría a la policía si no me marchaba de inmediato. El conductor del taxi, estacionado al otro lado de la calle, tosió cortésmente. Yo no había previsto nada de eso. ¿Tendría que volver a la ciudad y buscar hospedaje, y escribir a Segvord Helalam pidiéndole una cita, ofreciéndole pruebas de que seguía vivo?

Por suerte se me ahorraron estas molestias. Apareció un suntuoso terramóvil negro, del tipo que generalmente sólo utilizaba la más alta aristocracia, y de él descendió Segvord Helalam, Gran Juez del Puerto de Manneran. Helalam estaba entonces en la cima de su carrera, y mostraba el porte de un rey; era un hombre bajo, pero bien formado, con una hermosa cabeza, una cara rubicunda, una noble cabellera blanca y aspecto vigoroso y decidido. Los ojos, de un azul intenso, eran capaces de lanzar fuego, y la nariz era un corvo pico imperial, pero borraba todo ese aire de ferocidad con una sonrisa cálida y fácil. En Manneran se le tenía por un hombre sabio y moderado. Fui inmediatamente hacia él, gritándole con alegría:

—¡Padre vincular!

Helalam se volvió rápidamente y me miró con fijeza y perplejidad; dos jóvenes corpulentos que le acompañaban en el terramóvil se colocaron entre el Juez Supremo y yo, como si me creyeran un asesino.

—Sus guardaespaldas pueden tranquilizarse — dije —. ¿Es incapaz de reconocer a Kinnall de Salla?

—Lord Kinnall murió el año pasado — respondió Segvord con rapidez.

—Esa es una dolorosa noticia para el mismo Kinnall — dije.

Me erguí, reasumiendo una actitud principesca por primera vez desde mi triste salida de la ciudad de Glin, y me enfrenté con ademanes tan furiosos a los protectores del Gran Juez que éstos retrocedieron, deslizándose al lado de su amo. Segvord me examinó minuciosamente. Me había visto por última vez en la coronación de mi hermano; desde entonces habían transcurrido dos años, y yo había perdido mis últimos restos de blandura infantil. Mi año cortando troncos se me notaba en el cuerpo, mi invierno entre los agricultores me había curtido el rostro, y mis semanas como marinero me habían dejado sucio y desaseado, con el pelo enmarañado y una barba hirsuta. La mirada de Segvord se abrió paso gradualmente entre estas transformaciones hasta que se convenció de mi identidad, entonces se precipitó rápidamente a mi encuentro, abrazándome con tanto fervor que casi perdí pie por la sorpresa. Gritó mi nombre, y yo el suyo; después la puerta se abrió, y él me llevó adentro de prisa. La alta mansión color crema, meta de todos mis vagabundeos y afanes, se alzaba ante mí.

22

Fui conducido a una bonita habitación, y se me dijo que era mía, y vinieron a mí dos jóvenes criadas que me quitaron la sudada vestimenta de marinero; me llevaron, entre incesantes risitas, a una enorme bañera embaldosada y me bañaron y perfumaron, me recortaron algo el pelo y la barba, y me dejaron que las pellizcara y las tumbara un poco. Me trajeron ropas de buena tela, de un tipo que no usaba desde mis días de personaje real, ligeras, blancas, holgadas y frescas. Y me ofrecieron joyas, un juego de tres anillos con — más tarde lo supe — un trocito del suelo de la Capilla de Piedra, y también un pendiente fulgurante, un cristal arbóreo del país de Threish, en una correa de cuero. Finalmente, después de pulirme durante varias horas, se me consideró apto para presentarme ante el Gran Juez. Segvord me recibió en la habitación que llamaba su estudio, que en realidad era un gran salón digno del palacio de un septarca, donde estaba entronizado como un gobernante. Recuerdo que sentí cierto fastidio ante tantas pretensiones, ya que Segvord no sólo no era de linaje real, sino que pertenecía a la aristocracia inferior de Manneran, y no había tenido ninguna jerarquía hasta que su designación para tan alto cargo le puso en camino a la fama y la riqueza.

En seguida pregunté por mi hermana vincular Halum.

—Está bien — respondió —, aunque las noticias de tu supuesta muerte le oscurecieron el alma.

—¿Dónde está ahora?

—De vacaciones en el golfo de Sumar, en una isla donde tenemos otra casa.

Sentí un escalofrío.

—¿Se ha casado?

—Para el pesar de cuantos la quieren, no.

—Pero ¿hay alguien?

—No — repuso Segvord —. Parece preferir la castidad. Claro que es muy joven… Cuando ella vuelva, Kinnall, tal vez puedas hablarle, indicándole que podría pensar en buscar pareja, porque ahora podría conseguir algún noble honrado, mientras que dentro de pocos años tendrá nuevas doncellas delante.

—¿Cuándo volverá de esa isla?

—En cualquier momento — repuso el Gran Juez —. ¡Qué sorpresa se llevará al encontrarte aquí!

Le pregunté por mi muerte. Me contestó que dos años antes había llegado la noticia de que yo estaba loco y, vagabundeando alucinado e indefenso, había llegado a Glin. Segvord sonrió como diciéndome que sabía muy bien por qué había abandonado Salla, y que en mis motivos no había ninguna demencia.

—Después — continuó — hubo informes de que lord Stirron había enviado agentes a Glin para buscarte y llevarte de vuelta. En esa época Halum temió mucho por tu seguridad. Y por último, este verano pasado, uno de los ministros de tu hermano reveló que habías ido a caminar por las Huishtor glinesas en pleno invierno y te habías perdido en la nieve, en una tormenta a la que nadie pudo haber sobrevivido.

—Pero, por supuesto, el cadáver de lord Kinnall no fue rescatado en los meses cálidos del año que pasó; fue abandonado en las Huishtor, a fin de que se pudriese, en vez de ser llevado de vuelta a Salla para un entierro adecuado.

—No, no hubo noticias de que alguien encontrase el cadáver.

—Es obvio, entonces — repuse —, que el cadáver de lord Kinnall despertó en primavera, emprendió un paseo fantasmagórico hacia el sur, y ahora se ha presentado por fin en casa del Gran Juez del Puerto de Manneran.

—¡Saludable fantasma! — comentó Segvord, riendo.

—Y cansado también.

—¿Qué tal te fue en Glin?

—Pasé frío, de varios tipos…

Le conté el desaire sufrido con los parientes de mi madre mi estancia en las montañas y todo lo demás. Tras escucharme, quiso saber qué planes tenía en Manneran; yo le respondí que no tenía otros planes que encontrar una profesión honorable, triunfar en ella, casarme y establecerme, porque Salla me estaba vedada y Glin no encerraba tentaciones para mí. Segvord asintió gravemente. Había, dijo, un empleo vacante en su oficina en ese mismo momento. El sueldo para ese puesto era poco y el prestigio menos, y era absurdo pedir a un príncipe de linaje real sallano que lo aceptara, pero era trabajo limpio, con excelentes posibilidades de ascenso, y tal vez me sirviera como punto de apoyo mientras me aclimataba al modo de vida mannerangués. Como pensaba desde el principio en alguna oportunidad de ese tipo, le contesté en seguida que aceptaba gustoso el empleo, sin pensar en mi sangre real, ya que ahora dejaba todo eso a mis espaldas, pues, además, era imaginario.

—Lo que uno haga de sí mismo aquí dependerá totalmente de sus méritos — dije sobriamente —, no de las circunstancias de rango e influencia.

Lo cual era, por supuesto, pura palabrería: en vez de usar mi alta cuna, aquí capitalizaría el hecho de ser hermano vincular de la hija del Gran Juez del Puerto, una relación que sólo provenía de mi alta cuna. ¿Qué tenía que ver el mérito en todo eso?