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—¡Saludable fantasma! — comentó Segvord, riendo.

—Y cansado también.

—¿Qué tal te fue en Glin?

—Pasé frío, de varios tipos…

Le conté el desaire sufrido con los parientes de mi madre mi estancia en las montañas y todo lo demás. Tras escucharme, quiso saber qué planes tenía en Manneran; yo le respondí que no tenía otros planes que encontrar una profesión honorable, triunfar en ella, casarme y establecerme, porque Salla me estaba vedada y Glin no encerraba tentaciones para mí. Segvord asintió gravemente. Había, dijo, un empleo vacante en su oficina en ese mismo momento. El sueldo para ese puesto era poco y el prestigio menos, y era absurdo pedir a un príncipe de linaje real sallano que lo aceptara, pero era trabajo limpio, con excelentes posibilidades de ascenso, y tal vez me sirviera como punto de apoyo mientras me aclimataba al modo de vida mannerangués. Como pensaba desde el principio en alguna oportunidad de ese tipo, le contesté en seguida que aceptaba gustoso el empleo, sin pensar en mi sangre real, ya que ahora dejaba todo eso a mis espaldas, pues, además, era imaginario.

—Lo que uno haga de sí mismo aquí dependerá totalmente de sus méritos — dije sobriamente —, no de las circunstancias de rango e influencia.

Lo cual era, por supuesto, pura palabrería: en vez de usar mi alta cuna, aquí capitalizaría el hecho de ser hermano vincular de la hija del Gran Juez del Puerto, una relación que sólo provenía de mi alta cuna. ¿Qué tenía que ver el mérito en todo eso?

23

Los buscadores se me acercan constantemente. Ayer, en una de mis largas caminatas por esta zona de las Tierras Bajas Abrasadas, encontré muy al sur de aquí, la huella reciente de un terramóvil, hondamente impresa en la seca y frágil capa de arena roja. Y esta mañana, mientras me paseaba ociosamente por el sitio donde se reúnen las aves- punzón — ¿acaso atraídas allí por algún impulso suicida? —, oí un zumbido en el cielo, y al levantar la vista divisé un avión del ejército sallano. No es frecuente ver vehículos aéreos por aquí. Éste bajaba y volaba en círculos, como un ave-punzón, pero yo me acurruqué contra una deformación del terreno, causada por la erosión, y creo que pasé inadvertido.

Tal vez me equivoque en cuanto a estas intrusiones; el terramóvil podría ser alguna partida de caza que pasa casualmente por la región, y el avión, un vuelo de entrenamiento. Pero no lo creo. Si hay cazadores aquí, es a mí a quien cazan. La red se cerrará a mi alrededor. Debo tratar de escribir más rápido y ser más conciso; todavía no he relatado mucho de lo que quiero decir, y temo ser interrumpido antes de que pueda terminar. ¡Stirron, déjame tranquilo unas pocas semanas más!

24

El Gran Juez del Puerto es uno de los funcionarios supremos de Manneran. Posee jurisdicción sobre todos los asuntos comerciales de la capital; si hay disputas entre mercaderes, son tratadas en su tribunal, y por tanto tiene autoridad sobre personas oriundas de todas las provincias, de modo que un capitán marítimo de Glin o Krell, un sallano o un occidental, guando es convocado ante el Gran Juez está sujeto a sus veredictos, sin derecho de apelación a los tribunales de su país natal. Ésta es la antigua función del Gran Juez, pero si no fuera más que un árbitro de reyertas mercantiles, difícilmente tendría la jerarquía que tiene. Con el correr de los siglos, ha adquirido otras responsabilidades. Sólo él regula el flujo de navegación extranjera al puerto de Manneran, concediendo permisos comerciales para tantos navíos glineses al año, tantos de Threish, tantos de Salla. La prosperidad de una docena de provincias depende de sus decisiones. Por consiguiente, es cortejado por septarcas, inundado de regalos, enterrado en alabanzas y amabilidades. con la esperanza de que conceda a tal o cual país un barco extra el año venidero. El Gran Juez es, pues, el filtro económico de Velada Borthan, que abre y cierra cauces económicos a su antojo; no lo hace según su capricho, sino teniendo en cuenta el flujo y reflujo de riqueza en todo el continente, y es imposible exagerar su importancia en nuestra sociedad.

El cargo no es hereditario, pero el nombramiento es vitalicio, y no se puede reemplazar a un Gran Juez sino mediante procedimientos intrincados y casi impracticables. Así puede ocurrir que un Gran Juez vigoroso, tal como Segvord Helalam, llegue a ser más poderoso en Manneran que el mismo septarca principal. En cualquier caso, la septarquía de Manneran está en decadencia: dos de las siete sillas han quedado vacías desde hace cien años o más, y los ocupantes de las cinco restantes han cedido tanto de su autoridad a funcionarios estatales que son poco más que figuras ceremoniales. El septarca principal conserva todavía algunos restos de majestad, pero tiene que consultar con el Gran Juez del Puerto sobre toda cuestión de interés económico, y el Gran Juez se ha introducido tan inextricablemente en la maquinaria gubernamental de Manneran que resulta difícil decir con certeza quién es el gobernante y quién el funcionario.

En mi tercer día en Manneran, Segvord me llevó a su palacio de justicia para firmar el contrato e incorporarme a mi puesto. Yo, que me crié en un palacio, quedé atónito al ver el edificio central de la Magistratura del Puerto; lo que me asombró no fue la opulencia (no la tenía), sino el gran tamaño. Vi una ancha construcción de ladrillo pintada de amarillo, de cuatro pisos de altura, sólida y maciza, que parecía abarcar todo el puerto, de lado a lado, a dos manzanas de los embarcaderos. Dentro, en oficinas de techo alto, sentados ante escritorios gastados, ejércitos de afanosos oficinistas movían papeles y sellaban recibos, y mi alma tembló al pensar que así pasaría mis días. Segvord me llevó en un recorrido interminable a través del edificio, recibiendo el homenaje de los empleados al pasar por sus oficinas húmedas y calurosas; se detenía aquí y allá para saludar a alguien, para ojear de paso algún informe a medio redactar, para estudiar un tablero donde, aparentemente, estaban trazados los movimientos de todos los navíos que se encontraban dentro de un radio de tres días de viaje de Manneran. Por fin entramos en una noble serie de habitaciones, lejos del trajín y la prisa que acababa de ver. Allí presidía el Gran Juez en persona. Mostrándome un cuarto fresco y espléndidamente amueblado, contiguo a su propia sala, Segvord me dijo que yo trabajaría allí.

El contrato que firmé era como el de un drenador: me comprometía a no revelar ningún dato del que pudiera enterarme en el curso de mis obligaciones, so pena de terribles castigos. Por su parte, la Magistratura del Puerto me prometía ocupación vitalicia, continuos aumentos de salario y otros varios privilegios del tipo que no suele preocupar normalmente a los príncipes.

No tardé en descubrir que no sería ningún humilde oficinista entintado. Tal como me advirtiera Segvord, mi sueldo era bajo y mi categoría en la burocracia casi inexistente, pero mis responsabilidades resultaron ser grandes; de hecho, era su secretario particular. Todo informe confidencial destinado al Gran Juez pasaría antes por mi escritorio. Mi tarea consistía en descartar los más triviales y preparar resúmenes de los demás, todos menos los informes que considerara de la mayor importancia, que iban a él completos. Si el Gran Juez era el filtro económico de Velada Borthan, yo sería el filtro del filtro, ya que él leería solamente lo que yo desease que leyera, y tomaría sus decisiones sobre la base de lo que yo le proporcionase. Cuando vi claro todo esto, supe que Segvord me había puesto en camino de obtener un gran poder en Manneran.

25

Esperaba impaciente el retorno de Halum de su isla en el golfo de Sumar. Hacía más de dos años que no tenía hermana vincular ni hermano vincular, y los drenadores no podían sustituirles; anhelaba quedarme hasta altas horas de la noche con Halum o Noim, como antes, abriendo un yo a otro yo. Suponía que Noim estaba en alguna parte de Salla, pero ignoraba dónde, y Halum, aunque se decía que su vuelta de las vacaciones era inminente, no apareció en mi primera semana en Manneran, ni la segunda. Durante la tercera, un día salí temprano de mi oficina en la Magistratura, sintiéndome mal por la humedad y las tensiones de mi nueva función, y fui conducido a la residencia de Segvord. Al entrar en el palacio central, rumbo a mi habitación, divisé en el otro extremo a una joven alta y esbelta que cortaba una flor dorada de una enredadera para ponérsela en la cabellera oscura y lustrosa. No le pude ver la cara, pero su figura y su porte no me dejaban dudas; jubiloso exclamé «¡Halum!», y eché a correr a través del patio. La muchacha se volvió hacia mí, frunciendo el entrecejo; yo me detuve. Tenía la frente arrugada y los labios apretados; su mirada era fría y lejana. ¿Qué significaba esa mirada? Su rostro era el de Halum ojos negros, bella nariz recta y orgullosa, pómulos marcados —, y sin embargo su cara me era extraña. ¿Tanto podían haber cambiado dos años a mi hermana vincular? Las principales diferencias entre la Halum que yo recordaba y la mujer que ahora veía eran sutiles; diferencias de expresión, una posición de las cejas, un temblor de las ventanas de la nariz, un trazo de la boca, como si el alma se le hubiese transformado adentro. Vi además, al acercarme, que había algunas diferencias faciales secundarias, pero podía atribuirlas al paso del tiempo o a un fallo de la memoria. Mi corazón se lanzó a la carrera, mis dedos temblaron, y un extraño calor de confusión se me extendió por los hombros y la espalda. Habría querido ir hacia ella y abrazarla, pero de pronto la temí por esas transformaciones.