La importancia que yo llegaría a tener fue algo ampliamente sobreentendido, por muchos otros antes que por mí. Los príncipes que asistieron a mi boda no lo hicieron por respeto hacia la familia de Loimel, sino para congraciarse conmigo. Las suaves palabras de Stirron estaban destinadas a lograr que yo no mostrara hostilidad hacia Salla en mis decisiones. Sin duda mi real primo Truis de Glin se estaría preguntando ahora, preocupado, si yo sabía que era por obra suya que las puertas de su provincia se habían cerrado en mi cara; también él envió un hermoso regalo para mi casamiento. Y la afluencia de obsequios no cesó con la ceremonia nupcial. Constantemente me llegaban cosas bellas de aquellos cuyos intereses estaban ligados con lo que ocurría en la Magistratura del Puerto. En Salla daríamos a esos regalos su verdadero nombre, es decir sobornos; pero Segvord me aseguró que en Manneran yo no perjudicaba a nadie aceptándolos, mientras no los dejara interferir en la objetividad de mi juicio. Ahora comprendía cómo Segvord había llegado a vivir con un estilo tan principesco con el modesto salario de un juez. En honor a la verdad, yo procuré apartar de mi mente todos esos sobornos mientras desempeñaba mis obligaciones oficiales, y pesar cada caso según sus méritos y nada más.
Así encontré mi lugar en Manneran. Dominé los secretos de la Magistratura del Puerto, desarrollé una intuición para los ritmos del comercio marítimo, y serví con habilidad al Gran Juez. Me movía entre príncipes, jueces y hombres adinerados. Compré una casa pequeña pero suntuosa cerca de la de SegVord, y pronto hice que los constructores la ampliaran. Rendía culto en la mismísima Capilla de Piedra, como solamente lo hacen los poderosos, y para mis drenajes acudía al célebre Jidd. Fui aceptado en una selecta sociedad deportiva y exhibí mi pericia con la lanza emplumada en el Estadio de Manneran. Cuando visité Salla con mi esposa la primavera siguiente a nuestra boda, Stirron me recibió como si yo fuera el septarca mannerangués, haciéndome desfilar por la capital entre las aclamaciones de la multitud y agasajándome como a un rey en el palacio. No dijo una palabra acerca de mi fuga de Salla; por el contrario, fue cabalmente amable, de un modo reservado y distante. Di su nombre a mi primer hijo, que nació ese otoño.
Luego vinieron otros dos hijos, Noim y Kinnall, y dos hijas llamadas Halum y Loimel. Los varones eran altos y fuertes; las niñas prometían mostrar igual belleza que sus homónimas. Yo encontraba gran placer en ser padre de familia. Anhelaba el momento en que mis hijos pudieran acompañarme a cazar en las Tierras Bajas Abrasadas, o a navegar por los rápidos del Rio Woyn. Mientras tanto iba a cazar sin ellos, y las lanzas de muchas aves-punzón pasaron a decorar mi casa.
Como ya dije, Loimel continuó siendo una desconocida para mí. Uno no espera penetrar en el alma de su esposa tan profundamente como en la de su hermana vincular, pero no obstante, pese a las costumbres de reserva que observamos, sí cabe alcanzar cierta comunión con la persona con la que se vive. Yo nunca penetré en nada de Loimel, salvo en su cuerpo. La calidez y la franqueza que me había mostrado en nuestro primer encuentro se extinguieron con rapidez, y se volvió tan distante como cualquier esposa vientrefrío de Glin. Una vez, en pleno ardor amoroso, le dije «yo», como había hecho a veces con rameras, y ella me abofeteó y retorció las caderas para expulsarme de sus entrañas. Nos alejamos. Ella tenía su vida, yo la mía, al cabo de un tiempo ya no intentábamos alcanzarnos mutuamente por encima del abismo. Ella dedicaba su tiempo a la música, a bañarse, dormir al sol y ejercitar su devoción; yo a cazar, jugar, criar a mis hijos y hacer mi trabajo. Ella tomó amantes y yo también. Era un matrimonio indiferente. Apenas reñíamos; no estábamos lo bastante cerca ni siquiera para eso.
Noim y Halum me acompañaban gran parte del tiempo. Eran un gran consuelo para mí.
En la Magistratura mi autoridad y responsabilidad crecían año tras año. No fui ascendido de mi puesto como empleado del Gran Juez, ni tampoco aumentó mucho mi salario; sin embargo, todos sabían en Manneran que era yo quien gobernaba las decisiones de Segvord, y disfrutaba de una renta señorial de «regalos». Gradualmente Segvord abandonó la mayor parte de sus tareas, dejándomelas a mí. Pasaba semanas enteras en su refugio de la isla en el Golfo de Sumar, mientras yo firmaba con su inicial y sellaba documentos en su nombre. En mi vigesimocuarto año, que fue su quincuagésimo, dejó totalmente su oficina. Como yo no era mannerangués de nacimiento, me era imposible llegar a ser Gran Juez en su lugar; pero Segvord tomó medidas para que fuera designado sucesor suyo una amable nulidad, un tal Noldo Kalimol, con el acuerdo de que éste me mantendría en mi sitial de poder.
No iría errado quien pensara que mi vida en Manneran era una vida de comodidad y seguridad, de riqueza y autoridad. Las semanas transcurrían serenamente, y aunque no hay felicidad perfecta para ningún hombre, yo tenía pocos motivos de insatisfacción. Aceptaba plácidamente el fracaso de mi matrimonio, ya que en nuestro tipo de sociedad no se encuentra a menudo un amor profundo entre marido y mujer. En cuanto a mi otro pesar, mi amor sin esperanzas hacia Halum, lo mantenía muy oculto en mi interior, y cuando subía dolorosamente cerca de la superficie de mi alma me aliviaba con una visita al drenador Jidd. Así podría haber seguido, sin novedades, hasta el fin de mis días, si no hubiera llegado a mi vida el terrestre Schweiz.
28
Pocas veces vienen terrestres a Borthan. Antes de Schweiz había visto sólo a dos, ambos en la época en que mi padre ocupaba la septarquía. El primero fue un hombre alto, de barba roja, que visitó Salla cuando yo tenía unos cinco años; era un viajero que andaba de un mundo a otro por diversión, y acababa de cruzar las Tierras Bajas Abrasadas solo y a pie. Recuerdo haber escrutado su rostro con intensa concentración, buscando las señales de su origen en otro mundo; tal vez un ojo adicional, cuernos, tentáculos, colmillos.
Como no tenía nada de eso, por supuesto, dudé abiertamente de su relato, según el cual venía de la Tierra. Stirron beneficiado por dos años más de escuela que yo, fue quien me dijo, en tono burlón, que todos los mundos del cielo, incluyendo el nuestro, habían sido colonizados por gente venida de la Tierra, motivo por el cual un terrestre se parecía a cualquiera de nosotros. Sin embargo, cuando otro terrestre apareció en la corte unos años más tarde, yo seguía buscando colmillos y tentáculos. Éste era un hombre robusto y alegre, de piel parda clara, un científico que coleccionaba muestras de nuestra naturaleza para alguna universidad en un sitio lejano de la galaxia. Mi padre le llevó a las Tierras Bajas Abrasadas a buscar aves-punzón; yo rogué que me dejasen ir con ellos. Soñaba con la Tierra. Buscándola en los libros, vi el retrato de una planeta azul con muchos continentes, y una enorme luna picada de viruela que giraba a su alrededor, y pensé: «De aquí vinimos todos. Éste es el comienzo de todo». Leía sobre los reinados y naciones de la vieja Tierra, las guerras y devastaciones, los monumentos, las tragedias. La salida al espacio, la llegada a las estrellas. Hubo un tiempo en que incluso imaginaba que yo mismo era un terrestre, nacido en el antiguo planeta de las maravillas, y traído a Borthan durante mi infancia para ser cambiado por el verdadero hijo de un septarca. Me decía que cuando creciera viajaría a la Tierra y caminaría por ciudades de diez mil años, desandando la línea de migración que habían seguido los antepasados de mis antepasados de la Tierra a Borthan. Quería también poseer un trozo de la Tierra; algún cacharro, algún pedazo de piedra, alguna moneda abollada, como vínculo tangible con el mundo situado en el corazón de los vagabundeos del hombre. Y ansiaba que algún otro terrestre llegara a Borthan para poder hacerle un millón de preguntas, para poder implorarle un trozo de la Tierra para mí. Pero ninguno vino, y yo crecí, y mi obsesión por el primer planeta del hombre se desvaneció.