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Entonces Schweiz se cruzó en mi camino.

Schweiz se dedicaba al comercio. Muchos terrestres lo hacen. Cuando le conocí, hacía un par de años que se hallaba en Borthan como representante de una compañía exportadora con base en un sistema solar no lejano del nuestro. Traficaba en mercancías manufacturadas y buscaba a cambio nuestras pieles y especias. Durante su estancia en Manneran se había trabado en controversia con un importador local respecto de un cargamento de pieles proveniente de la costa noroeste. Este individuo intentó dar a Schweiz calidad inferior a un precio superior al acordado, Schweiz le demandó y el caso llegó a la Magistratura del Puerto. Eso fue hace unos tres años, y poco más de tres después del retiro de Segvord Helalam.

Los hechos del caso eran inequívocos, y no cabían dudas en cuanto a la decisión. Uno de los jueces inferiores aprobó el alegato de Schweiz y ordenó al importador que cumpliera su contrato con el terrestre estafado. Por lo común yo no habría intervenido en el asunto. Pero cuando los papeles referentes al caso llegaron al Gran Juez Kalimol para su revisión de rutina antes de ser confirmado el veredicto, yo los ojeé y vi que el demandante era un terrestre.

Me aguijoneó la tentación. Mi antigua fascinación por esa raza — mis delirios sobre colmillos, tentáculos y ojos adicionales — volvió a dominarme. Tenía que hablarle. ¿Qué esperaba obtener de él? ¿Las respuestas a las preguntas que habían quedado sin respuesta cuando yo era un niño? ¿Algún indicio sobre la naturaleza de las fuerzas que habían impulsado hacia las estrellas al género humano? ¿O simple entretenimiento, un momento de diversión en una vida demasiado plácida?

Pedí a Schweiz que se presentara en mi oficina.

Llegó casi corriendo; una figura impetuosa, enérgica, en ropas de estilo y tono ostentosos. Sonriendo con júbilo frenético me palmeó la mano, estrechándomela, clavó los nudillos en mi escritorio, se retiró unos pasos y empezó a pasearse por la habitación.

—¡Los dioses le guarden, su señoría! — exclamó.

Pensé que su extraño proceder, su elasticidad de resorte y su desorbitada intensidad nacían de su temor hacia mí, pues motivos de preocupación no le faltaban: acababa de ser citado por un poderoso funcionario para discutir un caso que creía haber ganado. Pero más tarde comprobé que ese comportamiento de Schweiz era una expresión de su propia naturaleza bulliciosa, y no de alguna tensión momentánea y específica.

Schweiz era un hombre de estatura mediana y muy enjuto sin rastros de grasa sobre el esqueleto. Tenía piel leonada, y el pelo, color miel oscuro, le caía lacio hasta los hombros. Sus ojos eran brillantes y traviesos, su sonrisa rápida y socarrona, e irradiaba un vigor juvenil, un entusiasmo dinámico, que en aquel momento me cautivó, aunque más tarde le convertiría en una compañía agotadora para mí. Con todo, no era ningún muchacho: su cara mostraba las primeras arrugas de la vejez, y el pelo, pese a ser abundante, comenzaba a ralearle encima de la frente.

—Siéntese — le dije, porque sus cabriolas me estaban inquietando.

No sabía bien cómo iniciar la conversación. ¿Cuánto podría preguntarle antes de que se amparase en el Pacto y sellase los labios? ¿Hablaría de sí mismo y de su mundo? ¿Tenía yo algún derecho a inmiscuirme en el alma de un extranjero, lo que no me atrevería a hacer con un habitante de Borthan? Ya vería. La curiosidad me empujaba. Al ver que miraba con tristeza el legajo, tomé los documentos relativos a su caso y se los tendí, diciendo:

—Uno pone primero lo primero… Su veredicto ha sido confirmado. Hoy el Gran Juez Kalimol estampará su sello, y antes de que salga la luna tendrá usted su dinero.

—Auspiciosas palabras, su señoría.

—Con esto concluye el asunto legal…

—¿Una entrevista tan breve? No parece necesario haber hecho esta visita sólo para conversar un momento, su señoría.

—Uno debe admitir que usted fue citado aquí para discutir otras cosas que su demanda.

—¿Cómo, su señoría? — preguntó el terrestre, evidenciando desconcierto y alarma.

—Para hablar de la Tierra — dije —. Para satisfacer la ociosa curiosidad de un burócrata aburrido. ¿No tiene inconveniente? ¿Está dispuesto a hablar un poco, ahora que ha sido atraído aquí so pretexto de negocios? Sabrá usted, Schweiz, que a uno le ha fascinado siempre la Tierra y los terrestres.

Para lograr alguna comunicación con él, pues seguía ceñudo y desconfiado, le conté la historia de los otros dos terrestres a quienes había conocido, y de mi convicción infantil de que tendrían una forma extraña. Se tranquilizó y escuchó con agrado, y antes de que yo terminara Schweiz reía de buena gana.

—¡Colmillos! — exclamaba —. ¡Tentáculos! — Se pasó las manos por la cara —. ¿Realmente creía eso, su señoría? ¿Qué los terrestres eran seres tan grotescos? ¡Por todos los dioses, su señoría, ojalá en mi cuerpo hubiera algo extraño, para poder divertirle!

Cada vez que Schweiz hablaba de sí mismo en primera persona, yo me sobresaltaba. Sus obscenidades indiferentes destruían el estado de ánimo que yo había procurado establecer. Aunque traté de fingir que nada malo pasaba, Schweiz advirtió instantáneamente su desatino e, incorporándose de un salto con obvia aflicción dijo:

—¡Mil perdones! Uno tiende a olvidar su gramática a veces, cuando no está acostumbrado a…

—No hay ofensa — me apresuré a decir.

—Debe comprender, su señoría, que los viejos hábitos de lenguaje son persistentes, y al usar su idioma uno cae a veces en el modo que le es más natural, aun cuando…

—Por supuesto, Schweiz. Un desliz imperdonable — dije. El terrestre temblaba —. Además — agregué con un guiño —, soy un hombre adulto. ¿Cree que yo me escandalizo con tanta facilidad?

Usé estas vulgaridades de modo deliberado, para tranquilizarle. La táctica dio resultado, ya que se apaciguó, calmándose. Pero no se aprovechó el incidente para volver a utilizar palabras soeces conmigo esa mañana, y a decir verdad tuvo cuidado de observar las sutilezas de la etiqueta gramatical durante mucho tiempo, hasta que esas cosas dejaron de importar entre nosotros.

De nuevo le pedí que me hablara de la Tierra, la madre de todos nosotros.

—Un pequeño planeta — dijo —. Lejos. Ahogado en sus propios y viejos desechos; los venenos de dos mil años de descuido y superpoblación ensucian sus cielos, sus mares y su tierra. Un feo lugar.

—¿Feo de veras?

—Todavía quedan algunos distritos atractivos. No son muchos ni dan motivo para jactarse. Algunos árboles aquí y allá. Un poco de césped. Un lago. Una cascada. Un valle. En su mayor parte, el planeta es un estercolero. Los terrestres suelen decirse que ojalá pudieran desenterrar a sus primeros antepasados, devolverles la vida y luego estrangularles. Por su egoísmo. Por su despreocupación hacia las generaciones posteriores. Llenaron el mundo consigo mismos, y gastaron todo.

—¿Por qué los terrestres construyeron imperios en el cielo? ¿Para escapar de la suciedad de su mundo natal?

—Sí, en parte es eso — repuso Schweiz —. Eran tantos mies de millones de personas… Y todos los que tenían vigor para Irse se marcharon. Pero no fue sólo por huir, ¿sabe? Fue un ansia de ver cosas extrañas, un ansia de emprender viajes, un ansia de recomenzar. De crear nuevos y mejores mundos del hombre. Una cadena de Tierras en el firmamento.

—¿Y los que no se fueron? — pregunté —. ¿Sigue habiendo en la Tierra esos otros miles de millones de personas?

Pensaba en Velada Borthan y en sus escasos cuarenta o cincuenta millones.

—Oh, no, no. Ahora está casi vacía, es un mundo fantasmagórico; ciudades en ruinas, carreteras agrietadas… Ya pocos viven allí. Cada año nacen menos.