—Además — dije —, este planeta fue colonizado por hombres de fuertes convicciones religiosas, que vinieron aquí específicamente para preservarlas, y que se esforzaron mucho por infundirlas a sus descendientes.
—También eso. Su Pacto. Sin embargo, eso fue… ¿hace cuánto? ¿Mil quinientos, dos mil años? Todo eso podría haberse derrumbado ya, pero no lo ha hecho. Es más fuerte que nunca. La devoción, la humildad, la autonegación de ustedes…
—Los que no pudieron aceptar y transmitir los ideales de los primeros colonizadores no fueron autorizados a quedarse entre ellos — señalé —. Eso ha tenido su efecto en las pautas culturales, si usted acepta que características tales como la rebeldía y el ateísmo pueden ser eliminados de una raza. Los que aceptaban se quedaron; los que rechazaban se fueron.
—¿Se refiere usted a los exiliados que se fueron a Sumara Borthan?
—¿Conoce usted la anécdota?
—Naturalmente. Uno aprende la historia de cualquier planeta al que es asignado… Sumara Borthan, sí. ¿Estuvo alguna vez allí, su señoría?
—Pocos de nosotros visitan ese continente — dije.
—¿Alguna vez pensó en ir?
—Nunca.
—Hay quienes van — dijo Schweiz, y me miró con una extraña sonrisa.
Iba a interrogarle al respecto, pero en ese momento entró un secretario con una pila de documentos, y Schweiz se levantó de prisa.
—Uno no desea consumir demasiado del valioso tiempo de su señoría… — dijo —. ¿Tal vez podría continuarse esta conversación en otro momento?
—Uno espera tener ese placer — le contesté.
29
Cuando Schweiz se hubo marchado, estuve largo rato sentado de espaldas a mi escritorio, cerrando los ojos y repasando mentalmente las cosas que acabábamos de decirnos. ¡Cuán fácilmente había esquivado mi guardia! ¡Qué pronto habíamos empezado a hablar de cuestiones íntimas! Es cierto que él no era de nuestro mundo, y por lo tanto con él no me sentía totalmente obligado por nuestras costumbres. Sin embargo, habíamos intimado tanto con tan extraordinaria rapidez… Diez minutos más y yo podría haber sido con él, y él conmigo, tan abierto como un hermano vincular. Quedé azorado y consternado por la facilidad con que yo había abandonado el decoro, por el modo en que él me había conducido astutamente a tanta intimidad.
¿Era todo obra suya? Yo le había mandado buscar, y había sido el primero en hacer las preguntas íntimas. Yo había establecido el tono. Él había intuido a partir de eso alguna inestabilidad en mí y la había aprovechado, dando un giro a la conversación, de modo que yo fuera el interrogado y él el interrogador. Y yo lo había aceptado. Con renuencia, pero al mismo tiempo de buena gana, me había abierto a él. Fui atraído hacia él. y él hacia mí. ¡Schweiz el tentador! ¡Schweiz el que explotaba mis debilidades tanto tiempo ocultas hasta para mí mismo! ¿Cómo podía haber sabido que estaba preparado para abrirme?
Su voz rápida y aflautada parecía resonar todavía en la habitación. Preguntando. Preguntando. Preguntando. Y después revelando. ¿Es usted religioso? ¿Cree en dioses literales? ¡Ojalá pudiese hallar fe! Cómo les envidio. Pero los defectos de su mundo… La autonegación. ¿Sería usted igualmente libre con un ciudadano de Manneran? Hábleme, su señoría. Ábrase a mí. Hace tanto que estoy solo aquí…
¿Cómo pudo haberlo sabido, cuando yo mismo no lo sabía?
Había nacido una extraña amistad. Invité a Schweiz a cenar conmigo en casa. Comimos y charlamos, y corrió el vino azul de Salla, y el vino dorado de Manneran, y cuando estuvimos bien engrasados, discutimos una vez más de religión, de las dificultades de Schweiz con la fe, de mis convicciones respecto a que los dioses eran reales. Vino Halum y se quedó con nosotros una hora, y más tarde me hizo un comentario acerca del poder que tenía Schweiz para hacer soltar las lenguas.
—Parecíais más ebrio que nunca, Kinnall — dijo —. Y sin embargo, sólo habíais compartido tres botellas de vino, así que debe de haber sido otra cosa lo que te ponía tan brillantes los ojos y te hacía tan fácil hablar.
Me reí y le dije que cuando estaba con el terrestre me atolondraba; me resultaba difícil atenerme a las costumbres con él.
En nuestro siguiente encuentro, en una taberna junto a la Magistratura, Schweiz dijo:
—Usted ama a su hermana vincular, ¿eh?
—Claro que uno ama a su hermana vincular.
—Pero lo que uno quiere decir es que usted la ama — insistió con una risita intencionada.
Tenso, me aparté.
—¿Estaba uno pues tan completamente ebrio la otra noche? ¿Qué le dijo uno sobre ella?
—Nada — replicó —. Todo se lo dijo usted a ella. Con la mirada, con la sonrisa. Y sin cambiar palabra.
—¿Podemos hablar de otra cosa?
—Si su señoría lo desea…
—Éste es un tema doloroso.
—Perdón entonces, su señoría. Uno sólo quiso confirmar su presunción.
—Tal amor está prohibido entre nosotros.
—Lo cual no quiere decir que no exista a veces, ¿eh? — preguntó Schweiz, e hizo tintinear su copa contra la mía.
En ese momento decidí no volver a reunirme con él nunca más. Miraba demasiado a lo hondo, y hablaba con demasiada libertad de lo que veía. Pero cuatro días más tarde, al encontrarme con él en un embarcadero, le invité a cenar por segunda vez. A Loimel le disgustó la invitación. Halum se negó a venir, aduciendo otra invitación; cuando la apremié dijo que Schweiz la ponía incómoda. Pero Noim estaba en Manneran y compartió nuestra mesa. Todos bebimos poco, y la conversación fue formal e impersonal hasta que, sin un cambio perceptible de tono, nos encontramos relatando a Schweiz mi huida de Salla por temor a los celos de mi hermano, y Schweiz nos contó su partida de la Tierra; esa noche, cuando el terrestre se marchó, Noim me dijo, no con total desaprobación:
—En ese hombre hay demonios, Kinnall.
30
—Ese tabú respecto de la autoexpresión… — me dijo Schweiz en otra ocasión, estando juntos —. ¿Puede explicarlo, su señoría?
—¿Se refiere a la prohibición de decir «yo» y «mí»?
—No tanto eso como la pauta de pensamiento que los hace negar que hay cosas tales como «yo» y «mí» — repuso —. El mandamiento según el cual deben guardarse los asuntos privados en todo momento, salvo con parientes vinculares y drenadores. La costumbre de levantar muros alrededor de uno mismo, que afecta incluso a su gramática.
—¿Quiere decir el Pacto?
—El Pacto — asintió Schweiz.
—¿Dice usted conocer nuestra historia?
—Gran parte.
—¿Sabe que nuestros antepasados eran gente severa, que venía de un clima norteño, habituada a las penurias, que desconfiaba del lujo y la comodidad, y vino a Borthan para evitar lo que consideraba la contagiosa decadencia de su mundo natal?
—¿Fue así? Uno creía que tan sólo se trataba de refugiados de la persecución religiosa.
—Refugiados de la pereza y la autoindulgencia — dije —. Y al venir aquí, establecieron un código de conducta para proteger a los hijos de sus hijos contra la corrupción.