Subimos y subimos y subimos, hasta que los generadores de nuestros terramóviles jadearon en el aire frío y tuvimos que detenernos con frecuencia para deshelar los conductos de energía, y la cabeza nos dio vueltas por falta de oxígeno. Cada noche descansábamos en uno de los campamentos mantenidos para el uso de septarcas viajeros, pero los alojamientos no eran regios ni mucho menos, y en uno de ellos, donde todo el personal de sirvientes había perecido unas semanas antes en un alud, tuvimos que abrirnos paso cavando montículos de hielo para entrar. Todos los de la partida éramos gente de la nobleza, y todos cavamos menos el septarca mismo, para quien trabajar con las manos habría sido pecaminoso. Por ser uno de los más corpulentos y fuertes, cavé más vigorosamente que nadie, y por ser joven y temerario me esforcé más de lo que podía, y me desplomé sobre mi pala y quedé tendido en la nieve medio muerto durante una hora, hasta que me encontraron. Mi padre vino a verme cuando me estaban curando, y me miró con una de sus escasas sonrisas. Entonces creí que era un gesto de cariño, y esto aceleró mucho mi recuperación, pero después llegué a comprender que lo más verosímil era que fuese un signo de desprecio.
Esa sonrisa me alentó durante todo el resto de nuestra subida a las Huishtor. Ya no me inquieté más por pasar la montaña, pues sabía que lo haría, y del otro lado mi padre y yo cazaríamos juntos el ave-punzón en las Tierras Bajas Abrasadas saliendo juntos, protegiéndonos mutuamente del peligro, colaborando en el rastreo y en el ataque final, conociendo una intimidad que nunca había existido entre nosotros durante mi niñez. De eso hablé una noche a mi hermano vincular, Noim Condorit, que iba conmigo en mi terramóvil, y que era la única persona en el universo a quien podía decir tales cosas.
—Uno espera ser elegido para el grupo de caza del propio septarca — dije —. Uno tiene motivos para pensar que se le pedirá. Y que se terminará con la distancia entre padre e hijo.
—Sueñas — respondió Noim Condorit —. Vives en fantasías.
—Uno podría desear más estímulo de su hermano vincular — repliqué.
Noim siempre fue un pesimista; ignoré su acritud y conté los días que faltaban para llegar a la Puerta de Salla. Cuando llegamos a ella, el esplendor del lugar me tomó por sorpresa. Toda la mañana y media tarde habíamos estado subiendo el amplio pecho de la montaña Kongoroi, una cuesta de treinta grados, envueltos en la sombra de la gran cúspide doble. Me parecía que ascenderíamos eternamente, y que la Kongoroi seguiría cerniéndose sobre nosotros. Entonces nuestra caravana viro a la izquierda, y los vehículos desaparecieron uno a uno al otro lado de un nevado pilón a la orilla del camino; llegó el turno de nuestro coche, y cuando pasamos el recodo vi algo asombroso: una amplia brecha en la pared de la montaña, como si una mano cósmica hubiera arrancado una esquina de la Kongoroi. Por esa abertura entraba la luz del día en un estallido resplandeciente. Esa era la Puerta de Salla, el milagroso paso por donde llegaron nuestros antepasados cuando entraron por vez primera en nuestra provincia, tantos cientos de años atrás después de vagabundear por las Tierras Bajas Abrasadas. Hacia allí nos lanzamos jubilosamente, avanzando de a dos y hasta de a tres coches por la nieve compacta, y antes de acampar para la noche vimos el extraño esplendor de las Tierras Bajas. Abrasadas, extendido asombrosamente allá abajo.
Todo el día siguiente, y el que vino después, bajamos la cuesta occidental de la Kongoroi, arrastrándonos con una lentitud cósmica por un camino que poco espacio nos podía ofrecer: si uno se descuidaba al mover la palanca, su coche caería en un abismo infinito. En esa faz de las Huishtor no había nieve, y la roca viva, azotada por el sol, tenía un aspecto entumecedor, opresivo. Adelante todo era tierra roja. Hacia el desierto bajamos, dejando el invierno y entrando en un mundo sofocante donde cada aliento hormigueaba en los pulmones, donde unos secos vientos levantaban el suelo en nubes, donde extraños animales de aspecto deforme huían aterrados al paso de nuestra cabalgata. Al sexto día llegamos a los cazaderos, un paraje de ásperas escarpas muy por debajo del nivel del mar. Ahora no estoy a más de un día de viaje de ese sitio. Aquí anidan las aves-punzón; durante todo el día recorren las ardientes llanuras, buscando carne, y al crepúsculo regresan, dejándose caer a tierra en extraño vuelo espiral para penetrar en sus casi inaccesibles madrigueras.
Al ser distribuido el personal, fui uno de los trece elegidos para acompañar al septarca.
—Uno comparte tu alegría — me dijo solemnemente Noim, con tantas lágrimas en sus ojos como yo en los míos, pues él sabía del dolor que la frialdad de mi padre me había causado.
Al amanecer partieron los grupos de caza, nueve, en nueve direcciones.
Se considera vergonzoso matar un ave-punzón cerca de su nido. El pájaro, cuando regresa, suele ir cargado de carne para sus pichones, por lo tanto es torpe y vulnerable, privado de toda su soltura y potencia. Matar uno cuando cae a plomo no cuesta mucho, pero solamente un cobarde exhibicionista lo intentaría. (¡Exhibicionista! ¡Miren cómo se me burla mi propia pluma! ¡Yo, que he revelado más de mí que diez hombres de Borthan juntos, sigo usando inconscientemente la palabra como un insulto! Pero dejémoslo así.) Quiero decir que la virtud de cazar reside en los riesgos y dificultades de la persecución, no en el logro del trofeo, y nosotros cazamos el ave-punzón como un reto a nuestra habilidad, no por su mísera carne.
Por eso salen los cazadores a las Tierras Bajas Abrasadas, donde aun en invierno el sol es devastador, donde no hay árboles que den sombra ni arroyuelos que alivien la sed. Se dispersan, un hombre aquí, dos allá, apostándose en esa lisa extensión de estéril tierra roja, ofreciéndose como presa al ave-punzón. El ave-punzón vuela a inconcebibles alturas se eleva tanto que sólo se ve como un negro rasguño en la brillante cúpula del cielo; hace falta una vista muy penetrante para divisarla aunque la extensión de sus alas duplica el largo de un cuerpo humano. Desde tan alto sitial, el ave-punzón explora el desierto en busca de animales incautos. Nada, por pequeño que sea, escapa a sus relucientes ojos, y cuando descubre una buena presa, desciende entre el aire turbulento hasta detenerse sobre el suelo a la altura de una casa. Entonces inicia su vuelo mortal, volando bajo, lanzándose en una serie de violentos círculos, trenzando un nudo de muerte alrededor de su víctima, que todavía no sospecha nada. Tal vez el primer vaivén abarque una extensión equivalente a media provincia, pero cada vuelta sucesiva es más y más reducida, mientras aumenta la aceleración, hasta que al final el ave-punzón se ha convertido en un — terrible motor fatal que llega rugiendo desde el horizonte a una velocidad de pesadilla. Entonces la presa se entera de la verdad, pero no es un saber que guarde durante mucho tiempo: un batir de potentes alas, el silbido de una forma vigorosa y esbelta que atraviesa el aire caliente y pesado, y luego esa única lanza mortífera y larga que brota de la huesuda frente del pájaro, llega al blanco y la víctima cae, envuelta en las negras y agitadas alas. El cazador confía en derribar su ave-punzón mientras ésta vuela casi en los límites de la visión humana; lleva consigo un arma diseñada para tiro de largo alcance, y es puesto a prueba al apuntar: debe ser capaz de calcular la interacción de trayectorias a tan grandes distancias. El peligro de cazar aves-punzón reside en que no se sabe jamás si se caza o se es cazado, ya que no se puede divisar a un ave-punzón en su vuelo mortal hasta que asesta su golpe.