32
A los niños que estudian el Pacto se les cuenta una historia referente a los días en que los dioses no habían dejado aún de andar por el mundo en forma humana, y los primeros hombres no habían llegado todavía a Borthan. En esa época los dioses ignoraban que eran divinos, ya que no tenían cerca mortales con quienes compararse, y por eso eran seres inocentes, que desconocían sus poderes y vivían de modo sencillo. Habitaban Manneran (aquí se origina la pretensión de santidad superior de Manneran, en la leyenda de que una vez fue el hogar de los dioses) y comían bayas y hojas, y andaban sin ropas, salvo en el suave invierno mannerangués, cuando se echaban mantones de cuero animal sueltos sobre los hombros. Y no había en ellos nada de divino.
Un día, dos de estos nada divinos dioses decidieron salir a ver algo del mundo. El primero que propuso la idea de hacer ese viaje fue el dios cuyo nombre secreto es Kinnall, ahora el dios que vela sobre los caminantes. (Sí, aquel cuyo nombre me fue dado.) Kinnall invitó a ir con él a la diosa Thirga, cuya responsabilidad es ahora proteger a los enamorados. Thirga compartía el desasosiego de Kinnall, y partieron.
Desde Manneran fueron hacia el oeste, siguiendo la costa sur, hasta que llegaron a orillas del golfo de Sumar. Después se dirigieron hacia el norte, y cruzando la Quebrada de Stroin llegaron al sitio exacto en que terminan las Montañas de Huishtor. Entraron en las Tierras Bajas Húmedas, que encontraron menos de su gusto, y finalmente se aventuraron en las Tierras Bajas Heladas, donde creyeron perecer de frío. Entonces fueron de nuevo hacia el sur, y esta vez caminaron también hacia el oeste, y no tardaron en hallarse contemplando las laderas internas de las Montañas de Threishtor. No parecían tener modo de atravesar esta imponente cordillera. Siguieron las colinas orientales hacia el sur, pero no pudieron salir de las Tierras Bajas Abrasadas, y sufrieron grandes penurias hasta que al fin tropezaron con la Puerta de Threish, y por ese difícil desfiladero consiguieron llegar hasta la fresca y brumosa provincia de Threish.
En el primer día en Threish, los dos dioses descubrieron en una ladera un sitio donde brotaba un manantial. La abertura en la ladera tenía nueve lados, y alrededor del hueco la roca brillaba tanto que deslumbraba la vista, pues lanzaba ondas e iridiscencias, y resplandecía con muchos colores que latían y cambiaban constantemente, rojo y verde y violeta y marfil y turquesa y muchos más. Y el agua que brotaba era de la misma índole resplandeciente, y en ella estaban todos los colores que uno había visto. El chorro manaba una corta distancia, pues inmediatamente se perdía en las aguas de un arroyo mucho mayor, en el cual desaparecían todos los maravillosos colores.
Dijo Kinnalclass="underline"
—Hemos errado mucho tiempo por las Tierras Bajas Abrasadas, y tenemos la garganta seca de sed. ¿Bebemos?
Y Thirga dijo:
—Sí, bebamos.
Y se arrodilló junto a la abertura en la ladera. Ahuecó las manos y las llenó con el agua reluciente, y la llevó a la boca, y Kinnall bebió también, y tan dulce era el sabor del agua que metieron las caras en la corriente del manantial, tragando todo lo que podían.
Al hacerlo experimentaron extrañas sensaciones en sus cuerpos y mentes. Mirando a Thirga, Kinnall advirtió que podía verle los pensamientos dentro del alma, y eran pensamientos de amor hacia él. Y ella miró a Kinnall y le vio también los pensamientos.
—Ahora somos distintos — dijo Kinnall, y ni siquiera necesitó palabras para comunicar lo que quería decir, pues Thirga lo entendió en cuanto ese pensamiento tomó forma.
Y Thirga respondió:
—No, no somos distintos; simplemente podemos comprender el uso de los dones que siempre tuvimos.
Y era cierto. Porque tenían muchos dones, y nunca los habían usado hasta entonces. Podían elevarse en el aire y viajar como pájaros; podían modificar la forma de sus cuerpos; podían caminar por las Tierras Bajas Abrasadas o las Tierras Bajas Heladas sin sentirse incómodos; podían vivir sin alimentarse; podían detener el envejecimiento de su carne y rejuvenecer tanto como quisieran; podían hablar sin decir palabras. Todas esas cosas las podrían haber hecho antes de llegar al manantial, pero no habían sabido cómo, y ahora eran capaces de utilizar las habilidades con las que habían nacido. Bebiendo el agua del manantial luminoso habían aprendido a ser dioses.
Pese a todo, aún ignoraban que eran dioses.
Al cabo de algún tiempo recordaron a los demás que vivían en Manneran, y volaron de regreso para contarles lo del manantial. El viaje les llevó apenas un instante. Todos los amigos les rodearon cuando Kinnall y Thirga hablaron del milagro del manantial y demostraron los poderes que ahora dominaban. Cuando concluyeron, todos los de Manneran resolvieron ir al manantial, y partieron en una larga procesión a través de la Quebrada de Stroin y las Tierras Bajas Húmedas, y subiendo las laderas orientales de las Threishtor hasta la Puerta de Threish. Kinnall y Thirga volaban sobre ellos, guiándoles día tras día. Por fin llegaron al sitio del manantial, y uno por uno bebieron de él y se volvieron como dioses. Después se dispersaron, volviendo algunos a Manneran, yendo otros a Salla, otros llegando incluso a Sumara Borthan o a los lejanos continentes de Umbis, Dabis y Tibis, ya que, ahora que eran dioses, la velocidad con que se trasladaban no tenía límites, y deseaban ver aquellos extraños lugares. Pero Kinnall y Thirga se establecieron junto al manantial, en Threish oriental, y les bastaba con explorar cada uno el alma del otro.
Muchos años pasaron, y entonces la astronave de nuestros antepasados descendió en Threish, cerca de la costa oeste. Por fin los hombres habían llegado a Borthan. Construyeron un pequeño poblado y se dieron a la tarea de reunir alimentos. Un tal Digant, que era uno de estos colonizadores, se aventuró en lo profundo del bosque en busca de animales comestibles, y se perdió, y anduvo errante hasta que finalmente llegó al sitio donde vivían Kinnall y Thirga. Nunca había visto antes a nadie como ellos, ni ellos a nadie como él.
—¿Qué clase de seres son ustedes? — preguntó.
Kinnall respondió:
—Antes éramos muy comunes, pero ahora nos va bastante bien, pues nunca envejecemos y podemos volar más rápido que cualquier pájaro, y nuestras almas están mutuamente abiertas, y podemos adoptar cualquier forma que deseemos.
—¡Pero entonces son dioses! — exclamó Digant.
—¿Dioses? ¿Qué son dioses?
Y Digant explicó que él era un hombre, y no tenía poderes como los de ellos, porque los hombres tienen que utilizar palabras para hablar, y no pueden volar ni cambiar de forma, y envejecen con cada vuelta del mundo alrededor del sol, hasta que llega el momento de morir. Kinnall y Thirga escucharon con atención, comparándose con Digant, y cuando éste hubo terminado de hablar sabían que era verdad; que él era un hombre y ellos dioses.
—Antes nosotros también éramos casi como hombres — admitió Thirga —. Sentíamos hambre y envejecíamos y hablábamos solamente por medio de palabras, y teníamos que poner un pie delante de otro para ir de un sitio a otro sitio. Vivíamos como hombres por ignorancia, pues desconocíamos nuestros poderes. Pero después las cosas cambiaron.
—¿Y qué las cambió? — preguntó Digant.
—Pues bebimos de ese manantial resplandeciente — repuso Kinnall en su inocencia —, y el agua nos abrió los ojos para nuestros poderes y nos permitió volvernos como dioses. Eso fue todo.
Entonces el alma de Digant vibró de entusiasmo, porque se dijo que también él podía beber del manantial, y así sería un dios como aquella pareja. Después, cuando volviera a la costa junto a los colonizadores, no hablaría del manantial, y ellos le adorarían como a su dios viviente, y le tratarían con reverencia, o él les destruiría. Pero Digant no se atrevió a pedir a Kinnall y Thirga que le permitieran beber del manantial, pues temía que se lo negaran, celosos de su divinidad. Por eso urdió un plan para alejarlos de aquel lugar.