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—Basta, por favor.

—¿Tan penoso es?

—Es nuevo y extraño para mí. Necesito…, ¿ves?, necesito deslizarme en esto más gradualmente.

—Tómate tiempo entonces. No permitas que te apremie. Pero nunca dejes de avanzar.

—Uno tratará. Trataré — dije.

—Muy bien. — Al cabo de un momento agregó —: ¿Volverías a probar alguna vez la droga?

—¿Contigo?

—No creo que eso haga ninguna falta. Quiero decir, con alguien como tu hermana vincular. Si te ofreciera un poco, ¿la usarías con ella?

—No sé.

—¿Temes ahora a la droga?

Sacudí la cabeza.

—No me es fácil contestar a eso. Necesito tiempo para ajustar cuentas con toda esta experiencia. Tiempo para pensar antes de verme involucrado de nuevo, Schweiz.

—Has probado la experiencia. Has visto que sólo puede hacer bien.

—Tal vez. Tal vez.

—¡Sin duda alguna!

Su fervor era evangélico. Su celo volvió a tentarme.

Cautelosamente, dije:

—Si se pudiera conseguir más, pensaría seriamente en probarla de nuevo. Quizá con Halum.

—¡Muy bien!

—No inmediatamente. Pero sí a su tiempo. Dentro de dos, tres, cuatro lunas.

—Tendría que pasar más tiempo.

—¿Por qué?

—Lo que hemos usado esta noche era toda mi provisión de droga. No tengo más — contestó Schweiz.

—Pero ¿podrías conseguir algo si lo intentaras?

—Oh, sí. Con toda seguridad.

—¿Dónde?

—En Sumara Borthan — contestó.

37

Cuando uno es nuevo en los hábitos del placer, no es sorprendente encontrarse con que la indulgencia inicial es seguida por sentimientos de culpa y remordimiento. Así me ocurrió. La mañana de nuestro segundo día en la residencia campestre desperté tras un sueño, inquieto, sintiendo tanta vergüenza que imploré que la tierra me tragara. ¿Qué había hecho? ¿Por qué había permitido que Schweiz me indujera a cosa tan obscena? ¡Exhibicionismo! ¡Exhibicionismo! ¡Toda la noche sentado con él, diciendo «yo» y «mí» y «me», y felicitándome por haberme liberado de la mano asfixiante de las convenciones!

Con las nieblas diurnas llegó para mí un estado de ánimo de incredulidad. ¿Era posible que me hubiera abierto de esa manera? Sí, debía haberlo hecho, ya que ahora tenía dentro recuerdos del pasado de Schweiz a los que antes no había tenido acceso. Y yo dentro de él, entonces. Recé para encontrar un modo de deshacer lo que había hecho. Sentí que había perdido algo de mí mismo al renunciar a mi intimidad Sabrás que ser un exhibicionista no es nada agradable entre nosotros, y quienes se descubren no obtienen del acto más que un placer sucio, un tipo furtivo de éxtasis. Insistí en decirme que no era eso lo que yo había hecho, sino que había emprendido más bien una búsqueda espiritual; pero ya al decirme esa frase me sonó pomposa e hipócrita, una endeble máscara de ruines motivos. Y me avergoncé de haber llegado a eso por mí, por mis hijos, por mi padre real y sus reales antepasados. Creo que fue el «yo te amo» de Schweiz lo que me empujó a tal abismo de pesadumbre, más que cualquier otro aspecto de lo ocurrido esa noche, ya que para mi antiguo yo esas palabras eran doblemente obscenas, aunque mientras tanto el nuevo yo que procuraba surgir insistía en que el terrestre no había querido decir nada vergonzoso, ni con su «yo» ni con su «amo». Pero rechacé mi propio argumento y dejé que el remordimiento me inundara.

¿En qué me había convertido para cambiar palabras cariñosas con otro hombre, un mercader nacido en la Tierra, un lunático? ¿Cómo podía haberle entregado mi alma? ¿Cuál era mi situación, ahora que me veía tan totalmente vulnerable ante él? Por un momento pensé en matar a Schweiz como un modo de recobrar mi fuero íntimo. Me acerqué a él mientras dormía, y le vi una sonrisa en el rostro, y entonces no pude sentir odio hacia él.

Pasé ese día casi solo. Fui a la selva y me bañé en un estanque fresco; después me arrodillé ante un espino de fuego, simulé que era un drenador y me confesé a él en tímidos susurros, después crucé un bosque lleno de zarzas y volví a casa cubierto de espinas y suciedad. Schweiz me preguntó si me sentía mal. «No — le contesté —; no pasa nada.» Esa tarde hablé poco; pasé todo el tiempo acurrucado en un sillón flotante. El terrestre, más locuaz que nunca, un torrente de vivaces palabras, se lanzó a exponer los detalles de un grandioso plan para ir de expedición a Sumara Borthan a buscar bolsas de la droga, en cantidad suficiente para transformar todas las almas de Manneran, y yo le escuché sin hacer comentarios, porque todo se había vuelto irreal, y ese proyecto no parecía más extraño que todo lo demás.

Tenía la esperanza de que mi dolor espiritual se aliviaría cuando estuviera de vuelta en Manneran y detrás de mi escritorio en la Magistratura. Pero no. Cuando entré en mi casa Halum estaba allí con Loimel; las primas se intercambiaban ropas, y al verlas estuve a punto de volverme y huir. Me sonrieron con cálidas sonrisas de mujer, sonrisas secretas, símbolo de la alianza que habían formado una con otra toda la vida, y yo desesperado paseé la mirada de mi esposa a mi hermana vincular, de una prima a la otra, recibiendo la belleza gemela como una doble cuchillada en el vientre. ¡Esas sonrisas! ¡Esos ojos sagaces! No les hacía falta ninguna droga para arrancarme las verdades.

¿Dónde estuviste, Kinnall?

En una casa en el bosque, jugando a la exhibición con el terrestre.

¿Y le mostraste tu alma?

Oh, sí, y él mostró la suya.

¿Y después?

Después hablamos de amor. El dijo «yo te amo», y uno contestó «yo te amo».

¡Eres un niño perverso, Kinnall!

Sí. Sí. ¿Dónde puede uno ocultarse de su vergüenza?

Este diálogo silencioso pasó por mi cerebro en un instante como un remolino, mientras iba hacia el sitio donde estaban sentadas, junto a la fuente del patio. Formalmente, abracé a Loimel, y formalmente abracé a mi hermana vincular, pero no les miré a los ojos, tan agudo era mi remordimiento. Lo mismo me pasó en la Magistratura. Traduje como miradas furiosas y acusadoras las ojeadas casuales de los subordinados. Ése es Kinnall Darival, que reveló todos nuestros secretos al terrestre Schweiz. ¡Mirad cómo se escabulle ante nosotros el exhibicionista sallano! ¿Cómo soporta su propio hedor? Me mantuve apartado y trabajé mal. Un documento referente a cierta transacción de Schweiz, que pasó por mi escritorio, me dejó consternado. La Idea de volver a enfrentarme con Schweiz me espantaba. No me habría costado mucho revocar su permiso de residencia en Manneran, utilizando la autoridad del Gran Juez; mal pago por la confianza que me demostraba, pero estuve a punto de hacerlo, y no me contuve sino por una vergüenza más honda que la que ya soportaba.

Al tercer día de mi regreso, cuando también mis hijos habían empezado a preguntarse qué me pasaba, fui a la Capilla de Piedra a buscar curación en el drenador Jidd.

Era un día húmedo, de pesado calor. El cielo suave y afelpado parecía pender en rizados pliegues sobre Manneran, y todo estaba cubierto por abalorios relucientes de brillante humedad. Ese día la luz del sol tenía un color extraño, casi blanco, y los antiguos bloques de piedra negra del edificio sagrado despedían reflejos cegadores, como si estuvieran bordeados de prismas; pero después de entrar en la capilla me encontré en recintos oscuros, frescos, silenciosos. La celda de Jidd ocupaba el sitio de honor en el ábside de la capilla, detrás del gran altar. Me esperaba ya ataviado; yo había reservado su tiempo con horas de anticipación. El contrato estaba listo. Rápidamente firmé y le pagué la tarifa. Este Jidd no era más atractivo que cualquiera de sus colegas, pero en ese momento casi me agradó su fealdad, su nariz nudosa y asimétrica y sus labios largos y finos, sus ojos velados por los párpados, sus lóbulos colgantes. ¿Por qué burlarse del rostro humano? De haber sido consultado, él habría elegido otro. Y me sentía bondadoso hacia él, porque tenía la esperanza de que me curara. Los curadores eran hombres santos. ¡Dame lo que necesito de ti, Jidd, y bendeciré tu fea cara!