No dije a dónde iba ni a Loimel, ni a Halum, ni a Noim, ni a nadie. Sólo dije que la Magistratura me pedía viajar al extranjero por corto tiempo. En la Magistratura fui menos específico todavía; me solicité una licencia, me la concedí de inmediato, y en el último momento posible informé al Gran Juez de que no estaría disponible en el futuro inmediato.
Para evitar complicaciones con los colaboradores aduaneros, entre otras cosas, elegí como puerto de embarque el pueblo de Hilminor, en Manneran sudoeste, sobre el Golfo de Sumar. Es una ciudad mediana, que depende principalmente del comercio pesquero, pero que también sirve como parada intermedia entre la ciudad de Manneran y las provincias occidentales. Dispuse encontrarnos con nuestro capitán contratado en Hilminor; entonces él partió hacia allí por mar, mientras Schweiz y yo lo hacíamos en un terramóvil.
Fue un viaje de dos días por la ruta costera, atravesando una campiña cada vez más lozana, cada vez más densamente tropical a medida que nos acercábamos al golfo de Sumar. Schweiz estaba cada vez más alegre, como lo estaba yo. Constantemente nos hablábamos en primera persona; para él no era nada, por supuesto, pero yo me sentía como un niño travieso que se escabulle para susurrar «yo» y «mí» al oído de un compañero de juegos. Él y yo especulamos sobre qué cantidad de droga podríamos obtener, y qué haríamos con ella. Ya no se trataba de que yo consiguiera un poco para usarla con Halum: ahora hablábamos de convertir a todos y producir la liberación completa de mis compatriotas, que se asfixiaban en la soledad. Esa actitud evangélica se había introducido gradualmente en nuestros planes casi sin que yo lo notara, y se había vuelto rápidamente dominante.
Llegamos a Hilminor un día tan caluroso que el cielo mismo parecía lleno de ampollas. Una reluciente cúpula de calor lo cubría todo, y el golfo de Sumar, ante nosotros, tenía una capa dorada bajo el ardiente sol. Bordea Hilminor una cadena de montañas bajas, cubiertas por densos bosques hacia el mar y desiertas hacia el interior; la carretera describía una curva entre ellas, y nos detuvimos en un lugar para que yo pudiese mostrarle a Schweiz los árboles de carne que cubrían las resecas laderas internas. En un sitio se agrupaba una docena de esos árboles. Para llegar a ellos caminamos entre crujientes malezas, secas como yesca: tenían dos veces la altura de un hombre, con ramas retorcidas y una corteza pálida y gruesa, esponjosa al tacto como la carne de mujeres muy viejas. Los árboles estaban marcados por las repetidas sangrías de su savia, lo cual les daba un aspecto tanto más repugnante.
—¿Podemos probar el fluido? — preguntó Schweiz.
No teníamos instrumentos para hacer la espita, pero en ese momento llegó una niña de la ciudad, de unos diez años, semidesnuda, tostada de un color pardo oscuro que le ocultaba la suciedad; llevaba consigo una barrena y un frasco, y evidentemente la había enviado su familia a buscar savia del árbol de carne. Nos miró con acritud. Yo saqué una moneda, diciendo:
—Uno quisiera mostrar a su amigo el sabor del árbol de carne.
Nos lanzó otra mirada agria, pero introdujo la barrena en el árbol más cercano con fuerza sorprendente, la retorció, la sacó y recogió el chorro de líquido claro y espeso. Hoscamente ofreció la botella a Schweiz, que la olfateó, la tocó cautelosamente con la lengua y finalmente bebió un trago. Y lanzó un grito de deleite.
—¿Por qué no se vende esto en todo Velada Borthan? — preguntó.
—Todo el suministro proviene de una pequeña zona junto al golfo — le contesté —. La mayor parte se consume localmente, y mucha se envía a Threish, donde es casi un vicio. Eso no deja gran cosa para el resto del continente. Se la puede comprar en Manneran, por supuesto, pero hay que saber dónde buscarla.
—¿Sabes qué quisiera hacer yo, Kinnall? Me gustaría iniciar una plantación de árboles de carne, cultivarlos por miles y hacer embotellar el jugo suficiente para que no sólo pudiéramos comercializarlo en todo Velada Borthan, sino establecer un acuerdo para su explotación. Yo…
—¡Demonio! — gritó la niña, y agregó algo incomprensible en el dialecto costero, y le arrancó la botella de la mano.
Luego echó a correr atolondradamente, levantando las rodillas, sacando los codos, volviéndose varias veces para blandir un dedo hacia nosotros en señal de desprecio o desafío. Schweiz meneó la cabeza, perplejo.
—¿Está loca? — preguntó.
—Dijiste «yo» dos veces — repuse —. Muy descuidado.
—He caído en malos hábitos, hablando contigo. Pero decir eso, ¿puede de veras ser una obscenidad tan grande?
—Más grande de lo que puedes imaginarte. Probablemente esa niña haya ido a contar a sus hermanos lo del viejo sucio que le dijo obscenidades en la ladera. Ven, vamos a la ciudad antes de que una turba nos persiga.
—Viejo sucio. ¡Yo! — murmuró Schweiz.
Le empujé hacia el terramóvil y partimos de prisa rumbo al puerto de Hilminor.
40
Nuestro barco esperaba anclado: una embarcación pequeña y rechoncha, con hélices gemelas, vela auxiliar, casco pintado de azul y oro. Nos presentamos al capitán — se llamaba Khrisch —, que nos saludó llamándonos sin inmutarse por los nombres que habíamos adoptado. Entrada la tarde, nos hicimos a la mar. En ningún momento del viaje el capitán Khrisch nos interrogó sobre nuestros propósitos; tampoco ninguno de sus diez tripulantes. Sin duda sentían una enorme curiosidad por los motivos de alguien que quería ir a Sumara Borthan, pero tan agradecidos estaban por verse libres aunque fuese para tan corto viaje, que temían ofender a sus empleadores indagando demasiado.
La costa de Velada Borthan se perdió de vista a mis espaldas, y delante apareció solamente la grandiosa extensión abierta del Estrecho de Sumar. No se veía tierra ninguna, ni a popa ni a proa. Eso me asustaba. En mi breve carrera como marinero glinés, nunca había estado lejos de la costa, y durante los ratos de tormenta me había tranquilizado con el consolador embuste de que siempre podría nadar hasta la orilla si volcábamos. Allí, sin embargo, el universo parecía ser todo agua. A medida que se acercaba el anochecer, caía sobre nosotros un crepúsculo azulgrisáceo, que unía cielo y mar en un zurcido sin costuras, y para mí la situación empeoró: ahora no había más que nuestra pequeña nave, que se sacudía y vibraba, a la deriva y vulnerable en aquel vacío sin direcciones ni dimensiones, un trémulo antimundo donde todos los lugares se disolvían en una ausencia de lugar. No había previsto que el estrecho fuera tan extenso. En un mapa que había visto apenas unos días antes, el estrecho había sido menos ancho que mi dedo meñique; yo había presumido que los acantilados de Sumara Borthan serían visibles para nosotros desde las primeras horas del viaje; sin embargo, allí estábamos, en medio de la nada. A tropezones fui a mi camarote y me zambullí de cara en mi litera, y allí me quedé temblando, invocando al dios de los viajeros para que me protegiera. Poco a poco llegué a aborrecerme por esta debilidad. Me recordé que era hijo de un septarca y hermano de un septarca y primo de otro; que en Manneran era un hombre de la más alta autoridad, que era jefe de una familia y matador de aves-punzón. Todo esto no me hizo ningún bien. ¿De qué le sirve el linaje a un hombre que se ahoga? ¿De qué sirven los hombros anchos, los músculos vigorosos y la destreza para nadar, cuando la tierra misma ha sido devorada, de modo que un nadador no tendría destino? Temblé. Creo que quizá lloré. Sentí que me disolvía en aquel vacío azulgrisáceo. Entonces una mano me apretó levemente el hombro. Schweiz.