—El barco es sólido — susurró —. La travesía es breve. Calma. Calma. No va a pasar nada.
Si el que me encontró en ese estado hubiera sido cualquier otro hombre, salvo quizá Noim, tal vez le habría matado o me habría matado yo, para enterrar el secreto de mi vergüenza.
—Si así es cruzar el Estrecho de Sumar, ¿cómo se puede viajar entre las estrellas sin enloquecer? — dije.
—Uno se habitúa a viajar.
—El miedo… el vacío…
—Sube — me dijo con suavidad —. La noche es muy bella.
Y no mentía. Había pasado el crepúsculo, y un negro tazón tachonado de joyas deslumbrantes nos cubría. Cerca de las ciudades uno no puede ver tan bien las estrellas debido a la luz y a la niebla. Yo había contemplado toda la gloria de los cielos mientras cazaba en las Tierras Bajas Abrasadas, sí, pero entonces desconocía los nombres de lo que veía. Ahora, Schweiz y el capitán Khrisch, a mi lado sobre cubierta, se turnaban para anunciar los nombres de estrellas y constelaciones, rivalizando para exhibir sus conocimientos, volcándome cada uno su astronomía en el oído como si yo fuera un niño aterrado que sólo dejaba de llorar ante un constante flujo de distracciones ¿Ves? ¿Ves? ¿Y ves allá? Yo veía. Una multitud de soles cercanos, y cuatro o cinco de los planetas vecinos de nuestro sistema, y hasta un cometa errante esa noche. Lo que me enseñaron se me quedó en la cabeza. Creo que ahora podría salir de mi cabaña, aquí en las Tierras Bajas Abrasadas, y nombrar las estrellas tal como Schweiz y el capitán me las nombraron a bordo de ese barco en el Estrecho de Sumar. ¿Cuántas noches más estaré libre para mirar las estrellas?
La mañana puso fin al miedo. El sol brillaba, en el cielo colgaban unas pocas nubes, el amplio estrecho estaba sereno y no me importaba que no se divisase tierra. Nos deslizábamos hacia Sumara Borthan de modo casi imperceptible, tuve que estudiar con cuidado la superficie del mar para recordarme que estábamos en movimiento. Un día, una noche, un día, una noche, un día, y luego en el horizonte brotó una verde corteza pues allí estaba Sumara Borthan. Esto me proporcionó un punto fijo, salvo que el punto fijo éramos nosotros, y Sumara Borthan se dirigía hacia él. El continente sur se deslizaba hacia nosotros sin pausa, hasta que por fin vi un borde de lisa roca verdeamarillenta que se extendía de este a oeste, y en lo alto de esos desnudos acantilados se alzaba una gruesa capa de vegetación, elevados árboles entretejidos por densas enredaderas formando un dosel cerrado y debajo arbustos más cortos que se apiñaban en la oscuridad; todo concluía en un tajo, como para mostrarnos el borde de la jungla en corte transversal. Al ver la jungla no sentí temor sino admiración. Sabía que ninguno de esos árboles y plantas crecían en Velada Borthan; los animales, serpientes e insectos de aquel sitio no eran los del continente donde nací; lo que se extendía ante nosotros era extraño y acaso hostil, un mundo desconocido que aguardaba la primera pisada humana. En un torbellino de enmarañada imaginación, caí en el pozo del tiempo y me vi como un explorador que desvelaba el misterio de un planeta recién descubierto. Esos peñascos gigantescos, esos esbeltos árboles de elevada copa, esas enredaderas que pendían serpenteantes, eran producto de un misterio crudo y elemental, directamente salido del vientre de la evolución, que yo ahora me disponía a penetrar. Aunque pensé que esa oscura jungla era el portal de algo extraño y terrible, no estaba tan asustado como conmovido, y hondamente emocionado, por la visión de los lisos acantilados y las enmarañadas sendas. Éste era el mundo que existió antes de que llegara el hombre. Esto era lo que estaba cuando no había sagrarios, ni drenadores, ni Magistratura del Puerto: solamente los senderos callados y frondosos, y los ríos impetuosos atravesando los valles, y los estanques incontaminados, y las hojas largas y pesadas que las exhalaciones de la jungla hacían relucir, y los animales prehistóricos revolcándose en el limo sin temer a los cazadores, y las revoloteantes bestias aladas que no conocían el miedo, y las hermosas mesetas, y las vetas de metales preciosos; un reino virgen, y cerniéndose sobre todo eso la presencia de los dioses, del dios, del dios, esperando el momento de los adoradores. Los dioses solitarios que todavía ignoraban que eran divinos. El dios solitario.
La realidad, por supuesto, no era tan romántica. Había un sitio donde los acantilados descendían hasta el nivel del mar y dejaban entrar un puerto en forma de media luna, en el cual existía un escuálido caserío, las chozas de algunas docenas de sumaranos que habían optado por vivir allí para satisfacer las necesidades de los barcos que llegaban ocasionalmente desde el continente occidental. Yo había creído que todos los sumaranos vivían en alguna parte del interior, tribus de hombres desnudos acampando junto al pico volcánico Vashnir, y que Schweiz y yo tendríamos que abrirnos paso a través de toda la apocalíptica inmensidad de esta tierra misteriosa, sin guía ni certeza, hasta encontrar lo que pasaba por civilización y establecer contacto con quien pudiera vendernos lo que habíamos ido a buscar. En cambio, al capitán Khrisch llevó su barquito hasta la orilla limpiamente, anclando en un destartalado muelle de madera, y cuando nos adelantamos, una pequeña delegación de sumaranos acudió a ofrecernos un taciturno recibimiento.
Ya conoces mi fantasía sobre terrestres grotescos y con colmillos. Así, también esperaba encontrar en esa gente del continente sur algún aspecto extraño. Sabía que esto era irracionaclass="underline" al fin y al cabo, habían brotado del mismo tronco que los ciudadanos de Salla, Manneran y Glin. Pero ¿no los habrían transformado esos siglos en la jungla? La negación del Pacto ¿no los habría expuesto a la infiltración de los vapores de la selva, transformándolos en cosas inhumanas? No y no. Me resultaban parecidos a campesinos de cualquier región apartada de una provincia. Ah, lucían adornos poco familiares, extraños colgantes y brazaletes enjoyados de un tipo distinto a los de Velada, pero nada había en ellos — ni tono de piel, ni forma de cara, ni color de pelo — que los diferenciase de los hombres a quienes había conocido siempre.
Eran ocho o nueve. Dos, evidentemente los líderes, hablaban el dialecto de Manneran, aunque con un acento difícil. Los demás no mostraban señales de entender el idioma norteño: se hablaban en un lenguaje de chasquidos y gruñidos. Schweiz, a quien le resultaba más fácil comunicarse que a mí, inició una larga conversación, tan difícil de seguir para mí que pronto dejé de prestar atención. Me alejé a inspeccionar el poblado, y a mi vez fui inspeccionado por niños que me miraban con ojos saltones — aquí las niñas andaban de un lado a otro desnudas aun después de haber llegado a la edad en que les brotaban los pechos —, y cuando volví Schweiz dijo:
—Todo está arreglado.
—¿Cómo?
—Esta noche dormimos aquí. Mañana nos guiarán hasta una aldea donde se produce la droga. No garantizan que se nos permitirá comprarla.
—¿Se vende únicamente en ciertos lugares?
—Evidentemente. Juran que aquí no se puede conseguir.
—¿Cuánto durará el viaje? — pregunté.
—Cinco días. A pie. ¿Te gustan las junglas, Kinnall?
—Todavía no les conozco el sabor.
—Es un sabor que aprenderás — dijo Schweiz.