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Y se volvió para consultar al capitán Khrisch, que planeaba efectuar no sé qué expedición propia siguiendo la costa sumarana. Schweiz dispuso que nuestro barco estuviera de vuelta en ese puerto, esperándonos, cuando volviéramos de nuestro viaje al interior de la jungla. Los marineros de Khrisch descargaron nuestro equipaje — principalmente mercancías para trueques; espejos, cuchillos y baratijas, ya que a los sumaranos no les servía la moneda veladana — y pusieron el barco a navegar por el estrecho antes de la caída de la noche.

Schweiz y yo tuvimos una choza para los dos, en un saliente rocoso sobre el puerto. Colchones de hojas, mantas de piel animal, una ventana torcida, ninguna instalación sanitaria: a esto nos han traído los miles de años de viaje del hombre entre las estrellas. Regateamos por el precio del alojamiento; finalmente llegamos a un acuerdo en cuchillos y varas caloríferas, y a la puesta del sol se nos sirvió la cena. Un guiso — sorprendentemente sabroso — de carnes sazonadas, unas angulosas frutas rojas, una olla de verduras a medio cocer, una jarra de algo que quizá fuera leche fermentada… Comimos lo que se nos dio, y lo disfrutamos más de lo que había previsto cualquiera de los dos, aunque hicimos bromas nerviosas acerca de las enfermedades que probablemente contraeríamos. Más por costumbre que por convicción, ofrecí una libación al dios de los viajeros. Schweiz preguntó:

—¿Así que todavía crees, después de todo?

Yo contesté que no encontraba razón alguna para no creer en los dioses, aunque mi fe en las enseñanzas de los hombres se había debilitado mucho.

Tan cerca del Ecuador, la oscuridad llegaba con rapidez, un súbito telón negro. Nos quedamos un rato sentados afuera; Schweiz me obsequió con un poco más de astronomía y me puso a prueba respecto de lo que ya había aprendido. Después nos acostamos. Menos de una hora más tarde, dos figuras entraron en nuestra choza; yo, que aún estaba despierto, me senté instantáneamente, imaginando ladrones o asesinos, pero cuando buscaba a tientas un arma, un rayo de luna perdido me mostró el perfil de uno de los intrusos, y vi el balanceo de unos pechos pesados. Desde el oscuro rincón opuesto Schweiz dijo:

—Creo que están incluidas en el precio de esta noche.

Otro instante, y unas carnes desnudas y calientes se apretaron contra mi cuerpo. Aspiré un olor penetrante, y al tocar una gorda cadera la encontré cubierta por algún aceite picante: un cosmético sumarano, como descubrí más tarde. En mí, la curiosidad reñía con la cautela. Tal como cuando era muchacho y me hospedaba en Glain, temía contagiarme alguna enfermedad en las entrañas de una mujer de una raza desconocida. Pero ¿no debía experimentar acaso el tipo sureño de amor? Desde donde estaba Schweiz llegó un chasquido de carne contra carne, alegres risas, líquidos sonidos labiales. La muchacha que estaba conmigo se agitó impaciente. Separándole los rollizos muslos, exploré, excité, penetré. La joven se retorció hasta lograr lo que era, supongo, la posición nativa correcta, tendida de costado, dándome la cara, una pierna echada sobre mi cuerpo y el talón apoyado con fuerza en mis nalgas. No había tenido una mujer desde mi última noche en Manneran eso y mi viejo problema de precipitación me perdieron, y me vacié en las habituales descargas prematuras. La muchacha gritó algo, probablemente burlándose de mi virilidad, a su compañera que gemía y suspiraba en el rincón de Schweiz, y obtuvo por respuesta unas risitas. Furioso y apesadumbrado me obligué a revivir, y moviéndome de arriba abajo lenta y ceñudamente, la volví a penetrar, aunque el hedor de su aliento casi me paralizaba, y su sudor, mezclado con el aceite, formaban una combinación nauseabunda. Por fin la conduje al placer, pero fue una triste faena, un trabajo agotador. Con todo hubo concluido, ella me mordisqueó el codo: creo que era un beso sumarano. Su agradecimiento. Su petición de disculpas. Después de todo, la había servido bien. Por la mañana observé a las doncellas de la aldea, preguntándome cuál era la que me había honrado con sus caricias. Todas tenían dientes de menos, pechos caídos, ojos de pescado: ojalá mi compañera de lecho no fuera ninguna de las que vi. Durante días vigilé inquieto mi órgano, esperando cada mañana verlo cubierto de manchas rojas o llagas supurantes; pero todo lo que recibí de la muchacha fue un desapego por el estilo sumarano de pasión.

41

Cinco días. En realidad, seis: Schweiz había entendido mal o el cacique sumarano contaba mal. Teníamos un guía y tres cazadores. Nunca había caminado tanto, desde el amanecer al crepúsculo, pisando un suelo dócil y flexible. La jungla se elevaba, una muralla verde, a ambos lados del estrecho sendero. Humedad asombrosa, tanto que nadábamos en el aire, peor que en el peor día en Manneran. Insectos con ojos enjoyados y aterradores aguijones. Alimañas serpenteantes con muchas patas, que pasaban corriendo ante nosotros. Forcejeos y horribles gritos en la maleza, fuera de la vista. El sol que caía en chorros moteados, logrando apenas atravesar el alto dosel. Flores que estallaban en los troncos de los árboles; parásitos, dijo Schweiz. Una de esas flores era una cosa amarilla e hinchada con rostro humano, ojos saltones, una boca abierta manchada de polen. Y otra, más extravagante aún, pues entre los pétalos rojos y negros le brotaba una parodia de órganos genitales, un carnoso falo, dos esferas colgantes. Chillando de risa, Schweiz se apoderó de la primera que encontramos, envolvió con la mano el pene floral, picarescamente coqueteó con él y lo acarició. Los sumaranos murmuraron; quizá se preguntaban si habían hecho bien enviándonos mujeres a nuestra choza la noche anterior.

Nos arrastramos por la espina dorsal del continente, saliendo de la jungla durante un día y medio para trepar una montaña de regular tamaño, después más jungla del otro lado. Schweiz preguntó a nuestro guía por qué no habíamos rodeado la montaña en vez de subirla, y se le contestó que aquélla era la única ruta, pues todos los llanos circundantes estaban infestados de hormigas venenosas: muy alentador. Más allá de la montaña se extendía una cadena de lagos, arroyos y lagunas, muchos de los cuales hervían de grises hocicos dentados que apenas sobresalían de la superficie. Todo esto me parecía irreal. A pocos días de navegación hacia el norte se encontraba Velada Borthan, con sus casas bancarias y sus terramóviles, sus cobradores aduaneros y sus sagrarios. Aquél era un continente domado, salvo su inhabitable interior. En cambio, el hombre no había dejado ninguna huella en el paraje por donde marchábamos. Me oprimía su desordenado salvajismo, así como el aire pesado, los ruidos nocturnos, las ininteligibles conversaciones de nuestros primitivos acompañantes.

Al sexto día llegamos al poblado nativo. Tal vez unas trescientas chozas de madera se distribuían sobre un vasto prado, en un sitio donde dos ríos de modesto tamaño corrían juntos. Tuve la impresión de que allí había existido antes una población más grande, posiblemente hasta una ciudad, ya que en los márgenes del caserío vi herbosos montículos y promontorios, muy posiblemente el emplazamiento de antiguas ruinas. ¿O sería simplemente una ilusión? ¿Tanto necesitaba convencerme de que los sumaranos habían retrocedido desde que salieron de nuestro continente que tenía que ver pruebas de declinación y decadencia dondequiera que mirara?

Los lugareños nos rodearon: no hostiles, sólo curiosos. No era común para ellos ver gente del norte. Algunos se acercaron y me tocaron, una tímida palmada en el antebrazo, un tímido apretón en la muñeca, acompañados invariablemente por una rápida sonrisita. Esta gente de la jungla no parecía tener la hosca acritud de los que vivían en las chozas cerca del puerto. Eran más mansos, más abiertos, más infantiles. La poca cantidad de civilización veladana que había contagiado a la gente del puerto, les había oscurecido los espíritus; no sucedía lo mismo aquí, donde el contacto con norteños era menos frecuente.