Выбрать главу

Así que seguí adelante. Así que estuve de pie desde el amanecer hasta el mediodía. El sol hizo lo que quiso con mi piel pálida de invierno, con la parte que me atreví a descubrir; estaba casi todo envuelto en ropas de caza de blando cuero carmesí, dentro de las cuales hervía. Bebía de la cantimplora no más a menudo de lo que exigía la supervivencia, pues imaginaba tener encima las miradas de mis compañeros, y no quería revelarles ninguna debilidad. Estábamos dispuestos en un doble hexágono, con mi padre solo entre ambos grupos. La casualidad quiso que yo ocupara la punta del hexágono más cercana a él. pero su lugar estaba separado del mío por una distancia mayor que la recorrida por una lanza emplumada cuando la arroja un hombre, y en toda la mañana el septarca y yo no cambiamos una sola sílaba. Los pies plantados firmes, él observaba el cielo, con el arma lista. Si alguna vez bebió mientras esperaba, no lo vi hacerlo. Yo también examinaba el cielo hasta que me dolieron los ojos, hasta que sentí que unas hebras gemelas de ardiente luz me perforaban el cerebro y martilleaban el fondo del cráneo. Más de una vez imaginé ver que en lo alto aparecía a la vista la oscura astilla de la silueta de un ave- punzón, y en una ocasión, apresurado y sudoroso, estuve a punto de levantar mi arma, lo cual me habría traído vergüenza, ya que no se debe disparar hasta que se ha establecido prioridad para apuntar, anunciando con un grito ese derecho de propiedad. No disparé, y después de pestañear y abrir los ojos nada vi en el cielo. Esa mañana las aves-punzón parecían hallarse en otra. A mediodía mi padre dio una señal, y nos separamos más en el llano, manteniendo la formación. Tal vez las aves-punzón nos veían demasiado juntos y por eso no se acercaban. Mi nueva posición era sobre un pequeño montículo de tierra, casi en forma de seno de mujer, y al situarme allí me dominó el miedo. Me suponía terriblemente expuesto y en inminente peligro de ser atacado por un ave-punzón. A medida que el temor penetraba en mi espíritu, me convencí de que un ave-punzón describía en ese mismo instante círculos fatales alrededor de mi mogote, y que en cualquier momento su arpón me perforaría los riñones mientras yo contemplaba estúpidamente el metálico cielo. Tan fuerte se hizo esta premonición que tuve que esforzarme para no ceder terreno; me estremecía, lanzaba miradas rápidas y furtivas por encima de los hombros, procuraba tranquilizarme apretando la culata del arma, aguzaba los oídos para sentir cómo se acercaba mi enemigo, en la esperanza de girar y hacer fuego antes de que me atravesara. Por esta cobardía me reprochaba severamente, al punto de agradecer que Stirron hubiera nacido antes que yo, puesto que evidentemente yo era inepto para heredar la septarquía. Me recordaba que ningún cazador había muerto así desde hacía tres años. Me preguntaba si era verosímil que muriera tan joven, durante mi primera cacería, cuando otros, como mi padre, cazaban desde hacía treinta temporadas y estaban indemnes. Quería saber por qué sentía ese miedo avasallador, cuando todos mis tutores habían procurado enseñarme que el yo es un vacío, y la inquietud por la propia persona un pecado de maldad. ¿Acaso mi padre no corría igual riesgo allá lejos, al otro lado de la llanura herida por el sol? Y ¿no arriesgaba él mucho más que yo siendo como era un septarca y nada menos que un septarca pnnapal, mientras que yo era sólo un muchacho? Así acorralé al miedo hasta expulsarlo de mi húmeda lanza, y examiné el cielo sin pensar en la lanza que podía apuntarme a la espalda, y en pocos minutos mi anterior inquietud me pareció un absurdo. Allí permanecería de pie durante días, si hacía falta, sin temor. De inmediato tuve la recompensa por este triunfo sobre mí mismo: en el brillante resplandor del cielo distinguí una oscura forma flotante, una muesca en el firmamento, y esta vez no era ilusión, ya que mis jóvenes ojos divisaron alas y punzón. ¿La veían los demás? ¿Me correspondía tratar de cazarla? Si la mataba yo, ¿me palmearía el septarca, llamándome su hijo preferido? Entre los demás cazadores, todo era silencio.

—¡Uno reclama propiedad! — grité jubiloso, y levanté el arma, y puse el ojo en la mira recordando lo que se me había enseñado: dejar que la mente interior hiciese los cálculos apuntar y disparar en un solo y rápido impulso, antes de que el intelecto, con sus subterfugios, pudiese malograr las órdenes de la Intuición.

Y un instante antes de que lanzara a lo alto la saeta, oí a mi izquierda unos gritos espantosos, y disparé sin apuntar nada simultáneamente me volví hacia el sitio de mi padre, y lo vi semioculto bajo la forma furiosa y aleteante de otra ave-punzón que lo había traspasado desde el espinazo al vientre. Alrededor de ellos había una nube de arena roja, producida por el frenético batir de las alas del monstruo contra el suelo, el pájaro se esforzaba por alzar vuelo, pero un ave-punzón no puede levantar el peso de un hombre, lo que no impide que nos ataquen. Corrí en ayuda del septarca. Todavía gritaba, y vi que manoteaba tratando de asir el flaco pescuezo del ave, pero ahora en sus gritos había algo de líquido, un tono borboteante y cuando llegué al sitio — fui el primero en hacerlo —, el septarca estaba tendido e inmóvil, traspasado aún por el pájaro que le cubría el cuerpo como una negra capa. Con el cuchillo que empuñaba corté el cuello del ave-punzón como si fuera un trozo de manguera; aparté de un puntapié el cuerpo, me puse a tirar desesperadamente de la cabeza demoníaca, tan horriblemente apretada contra la espalda vuelta del septarca. Entonces llegaron los demás y me apartaron; alguien me sujetó por los hombros, y me sacudió hasta que me calmé. Cuando de nuevo me volví hacia allí, cerraron filas para impedirme que viera el cadáver de mi padre, y después, para mi consternación, se arrodillaron ante mí para rendirme homenaje.

Pero, por supuesto, fue Stirron y no yo quien pasó a ser septarca de Salla. Su coronación fue un gran acontecimiento, ya que, pese a su juventud, sería primer septarca de la provincia. Los otros seis septarcas de Salla vinieron a la capital — únicamente en una ocasión como esa se los encontraba juntos en la misma ciudad —, y por un tiempo todo fue banquetes, estandartes y sonar de trompetas. Stirron estaba en el centro de todas esas cosas, y yo en los márgenes, como correspondía, aunque así terminé sintiéndome más como un mozo de cuadra que como un príncipe. Una vez en el trono, Stirron me ofreció distinciones y tierras y poder, pero en realidad no esperaba que yo aceptara, y no acepté. A menos que un septarca sea un timorato, a sus hermanos menores les conviene no quedarse cerca para ayudarlo a gobernar, ya que no es frecuente que esa ayuda sea bienvenida. Yo no había tenido tíos vivos por el lado paterno de mi familia, y no deseaba que los hijos de Stirron pudieran declarar lo mismo; por lo tanto abandoné Salla con rapidez, una vez concluido el período de luto.

Fui a Glin, la tierra de mi madre. Allí, no obstante, las cosas fueron insatisfactorias para mí, y al cabo de unos pocos años me trasladé a la brumosa provincia de Manneran, donde conquisté a mi esposa y engendré a mis hijos y llegué a ser príncipe no sólo de nombre, y viví feliz y vigorosamente hasta que empezó mi tiempo de cambios.