Выбрать главу

43

Todos nos convertimos en uno, los diez lugareños y nosotros dos. Primero tuve las extrañas sensaciones ascendentes, el realce de la percepción, la pérdida de orientación, las visiones de luz celestial, los misteriosos sonidos; después vino el descubrimiento de otros latidos y ritmos corporales a mi alrededor, la duplicación, la superposición de conciencias; después vino la disolución del yo, y los que habíamos sido doce nos transformamos en uno solo. Me vi zambullido en un mar de almas y perecí. Fui arrastrado al Centro de Todas las Cosas. No tenía modo de saber si era Kinnall, el hijo del septarca, o Schweiz, el hombre de la vieja Tierra, o los custodios del fuego, o los jefes, o los sacerdotes, o las jóvenes, o la sacerdotisa, ya que estaban inextricablemente mezclados en mí, y yo en ellos. Y el mar de almas era un mar de amor. ¿Cómo podía ser otra cosa? Éramos cada uno de los demás. El amor por nosotros mismos nos ligaba a cada uno con cada uno, a todos con todos. El amor por uno mismo es el amor por los demás; el amor por los demás es el amor por uno mismo. Y yo amé. Supe con más claridad que nunca por qué Schweiz me había dicho «yo te amo» cuando salíamos del efecto de la droga por primera vez: esa frase extraña, tan obscena en Borthan, tan incongruente, en cualquier caso, cuando un hombre habla a otro. Dije a los diez sumaranos «yo te amo», aunque no en palabras, porque no tenía palabras que ellos entendieran, y aunque les hubiera hablado en mi propia lengua, y ellos hubieran comprendido, les habría ofendido la suciedad de mis palabras, porque entre los míos «yo te amo» es una obscenidad, y no hay modo de evitarlo. Yo te amo. Y fui sincero, y ellos aceptaron el regalo de mi amor. Yo, que era parte de ellos. Yo, que poco tiempo antes los había mirado con condescendencia, como a divertidos seres primitivos que adoraban fogatas en el bosque. A través de ellos percibí los sonidos de la selva y la palpitación de las mareas; y sí, el amor misericordioso del gran mundo — madre, que suspira y tiembla bajo nuestros pies, y que nos ha otorgado la raíz de la droga para que curemos nuestros yoes divididos. Aprendí qué es ser un sumarano y vivir con sencillez en el sitio donde se juntan dos pequeños ríos. Descubrí cómo se puede carecer de terramóvil y de bancos y aun así pertenecer a la comunidad de la humanidad civilizada. Comprobé en qué clase de almas imperfectas se han convertido las gentes de Velada Borthan en nombre de la santidad, y cuán completo puede llegar a ser uno si sigue el camino de los sumaranos. Nada de esto me llegó en palabras, ni siquiera en imágenes, sino en un torrente de conocimientos que entraron y se hicieron parte de mí de un modo que no puedo describir ni explicar. Te oigo decir ahora que debo estar mintiendo, o que soy un perezoso, al ofrecerte tan pocos detalles específicos de la experiencia. Pero yo contesto que no se puede expresar en palabras lo que nunca estuvo en palabras. Uno puede probar sólo con aproximaciones, y el mejor esfuerzo no puede sino distorsionar la verdad, hacerla más burda. Pues debo transformar percepciones en palabras y anotarlas tal como mis habilidades me lo permiten, y después tú debes recoger mis palabras escritas y traducirlas al sistema de percepciones que tu mente habitualmente usa, y en cada etapa de esta transmisión se diluye un nivel de densidad, hasta que sólo queda la sombra de lo que me sucedió en aquel claro del bosque en Sumara Borthan. ¿Cómo explicarlo, entonces? Nos disolvimos unos en otros. Nos disolvimos en amor. Los que no teníamos ningún lenguaje en común alcanzamos una total comprensión de nuestros distintos yoes. Cuando al fin la droga perdió su dominio sobre nosotros, parte de mí quedó en ellos, y parte de ellos en mí. Si quieres saber más que eso, si quieres tener un vislumbre de lo que es ser liberado de la prisión de tu cráneo, si quieres sentir el gusto del amor por primera vez en tu vida, te digo: No busques explicaciones formuladas en palabras; llévate la botella a los labios. Llévate la botella a los labios.

44

Habíamos pasado la prueba. Nos darían lo que deseábamos. Después del amor compartido vino el regateo. Volvimos al poblado, y por la mañana los cargadores trajeron nuestros cajones de mercancía para el trueque, y los tres caciques sacaron tres rechonchas vasijas de arcilla, dentro de las cuales se veía el polvo blanco. Y amontonamos una alta pila de cuchillos, espejos y varas caloríferas, y ellos vertieron cuidadosamente un poco de polvo de dos de esas vasijas en la tercera. Schweiz hizo casi toda la negociación. El guía que habíamos traído desde la costa sirvió de poco, ya que, si bien sabía hablar el idioma de aquellos caciques, nunca había hablado con sus almas. De hecho, la negociación se invirtió súbitamente Schweiz, contento, agregaba más utensilios al precio, y los jefes respondían agregando más polvo a nuestro recipiente, riendo todos en una especie de histérico buen humor a medida que el certamen de generosidad se hacía más frenético. Al final dimos a los lugareños cuanto teníamos, guardándonos sólo unos pocos artículos para regalar a nuestro guía y a nuestros cargadores, y los lugareños nos dieron droga suficiente como para atraer a miles de mentes.

Cuando llegamos al puerto, el capitán Khrisch nos estaba esperando.

—Uno ve que les ha ido bien — comentó.

—¿Tan evidente es? — pregunté.

—Cuando fueron a ese sitio, estaban preocupados. Al volver son hombres felices. Sí, es evidente.

La primera noche de nuestro viaje de regreso a Manneran, Schweiz me llamó a su camarote. Había sacado la vasija de polvo blanco y roto el sello. Vi cómo vertía cuidadosamente la droga en pequeños sobres, semejantes a aquél en el cual había venido la primera dosis. Trabajaba en silencio, mirándome apenas, llenando unos setenta u ochenta sobres. Cuando hubo concluido, contó una docena y los apartó. Señalando los demás, dijo:

—Esos son para ti. Escóndelos bien en tu equipaje, o necesitarás todo tu poder en la Magistratura del Puerto para hacerlos pasar ante los cobradores aduaneros.

—Me has dado cinco veces más de lo que te llevas tú — protesté.

—Tú los necesitas más — me comentó Schweiz.

45

No entendí lo que quiso decir con eso hasta que estuvimos de vuelta en Manneran. Desembarcamos en Hilminor, pagamos al capitán Khrisch, pasamos por un mínimo de formalidades de inspección (¡qué confiados eran los funcionarios de puerto no hace tanto tiempo!), y partimos en nuestro terramóvil hacia la capital. Al entrar en la ciudad de Manneran por el camino de Sumar, pasamos por un atestado distrito de mercados y tiendas al aire libre, donde vi a miles de mannerangueses que se empujaban, regateaban, discutían. Los vi negociar con empeño y sacar formularios contractuales para cerrar trato. Vi sus caras fruncidas, cautelosas, los ojos inexpresivos y fríos. Y pensando en la droga que llevaba conmigo me dije: «Ojalá pudiera cambiar sus heladas almas». Tuve una visión en la que yo mismo andaba entre ellos, interpelando a desconocidos, llevando aparte a éste y a aquél, susurrando suavemente a cada uno: «Yo soy un príncipe de Salla y alto funcionario de la Magistratura del Puerto, que ha dejado de lado esas cosas vacías para traer felicidad al género humano, y quisiera mostrarte cómo encontrar la alegría mediante la exhibición. Confía en mí: Yo te amo». Sin duda, algunos huirían de mí en cuanto empezara a hablar, asustados por la obscenidad inicial de mi «yo soy», y otros quizá me oirían y luego me escupirían a la cara y me llamarían loco, y algunos tal vez buscarían a la policía; pero acaso habría unos pocos que escucharían, y se sentirían tentados, e irían conmigo a una tranquila habitación, cerca del puerto, donde podríamos compartir la droga sumarana. Una por una yo abriría las almas, hasta que en Manneran hubiera diez como yo, veinte, cien, una sociedad secreta de exhibicionistas, que se conocerían unos a otros por el cariño y el amor en los ojos, que irían por la ciudad sin miedo a decir «yo» o «mí» a los demás iniciados, que renunciarían no sólo a la gramática cortés, sino a todas las ponzoñosas negaciones del amor hacia sí mismo que el uso de esa gramática implicaba. Y entonces yo volvería a contratar al capitán Khrisch para un viaje a Sumara Borthan, y regresaría cargado con paquetes de polvo blanco, y seguía recorriendo Manneran, yo y aquellos que ya serían como yo, y nos acercaríamos a éste y a aquél, sonriendo, radiantes, para murmurar: «Quisiera mostrarte cómo encontrar alegría mediante la exhibición. Confía en mí: yo te amo».