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—Hay una droga en Samara Borthan — le dije — que permite a una mente penetrar libremente en otra.

Sonrió diciendo que había oído hablar de eso, sí, pero tenía entendido que era difícil de conseguir y peligrosa de usar.

—No hay peligro — contesté —. Y en cuanto a la dificultad de obtenerla…

Saqué uno de mis pequeños envoltorios. Su sonrisa no se desvaneció, aunque le asomaron unas manchas de color a las mejillas. Tomamos la droga juntos en mi oficina. Horas más tarde, cuando partimos hacia nuestros hogares, le di un poco para que pudiera tomarla con su mujer.

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En la Capilla de Piedra me atreví a acercarme a un desconocido, un hombre bajo y robusto, de ropas principescas, posiblemente un miembro de la familia del septarca. Tenía la mirada clara y serena de un hombre de buena fe, y el aplomo de quien ha mirado dentro de sí mismo y no está disgustado por lo que ha visto. Pero cuando le dije mis palabras, me apartó de un empujón y me maldijo con tal furia que su ira se volvió contagiosa; enfurecido por sus palabras, estuve a punto de golpearlo con frenesí ciego. «¡Exhibicionista! ¡Exhibicionista!». El grito despertó ecos en el edificio sagrado, y de los cuartos de meditación salió gente a mirar, extrañada. Fue la peor vergüenza que había sentido en años. Mi exaltada misión entró en otra perspectiva: la vi como sucia, y a mí mismo como algo despreciable, un hombre que se arrastraba furtivamente como un perro, empujado por quién sabe qué compulsión a mostrar su andrajosa alma a desconocidos. Se fue la ira y vino el miedo: me escabullí entre las sombras y salí por una puerta lateral, temiendo ser arrestado. Durante una semana anduve de puntillas, siempre mirando atrás por encima del hombro. Pero nada me persiguió, salvo los remordimientos de conciencia.

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El momento de inseguridad pasó. Volví a ver intacta mi misión, y reconocí el mérito de lo que me había comprometido a llevar a cabo, y no sentí más que pena por el hombre que en la Capilla de Piedra había desdeñado mi regalo. Y en una sola semana hallé a tres desconocidos que quisieron compartir la droga conmigo. Me pregunté cómo podía haber dudado de mí mismo. Pero me esperaban otros momentos de duda.

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Procuré establecer una base teórica para mi uso de la droga, construir una nueva teología de amor y apertura. Estudié el Pacto y muchos de sus comentarios, procurando descubrir por qué los primeros colonizadores de Velada Borthan habían considerado necesario deificar la desconfianza y el ocultamiento. ¿Qué temían? ¿Qué esperaban preservar? Hombres oscuros en una época oscura, por cuyos cráneos merodeaban serpientes mentales. No alcancé a comprenderles verdaderamente. Estaban convencidos de su propia virtud. Habían actuado con la mejor intención. No impondrás la interioridad de tu alma a tu semejante. No examinarás demasiado las necesidades de tu propio yo. Te negarás los placeres fáciles de la conversación íntima. Te presentarás solo ante tus dioses. Y así habíamos vivido cientos de años, sin indagar, obedientes, manteniendo el Pacto. Tal vez ahora nada conserva vivo al Pacto, para la mayoría de nosotros, salvo la simple cortesía: no nos gusta molestar a los demás exhibiéndonos, y así seguimos encerrados, mientras nuestras heridas internas se infectan, y hablamos nuestro lenguaje de cortesía en tercera persona. ¿Era tiempo de crear un nuevo Pacto? ¿Un vínculo de amor, un testamento de comunión? En casa, oculto en mis habitaciones, me esforcé por escribir uno. ¿Qué podía decir que fuera creído? Que nos había ido bastante bien siguiendo los antiguos preceptos, pero a un coste personal atroz. Que las peligrosas condiciones de la primera colonización ya no regían entre nosotros, y ciertas costumbres, al haberse convertido más en impedimentos que en ventajas, podían ser desechadas. Que las sociedades deben evolucionar para no decaer. Que amar es mejor que odiar, y confiar mejor que desconfiar. Pero poco de lo que escribí me convenció siquiera a mí. ¿Por qué atacaba el orden de cosas establecido? ¿Por profunda convicción, o sólo por ansia de placeres impuros? Era un hombre de mi época estaba firmemente plantado en la roca de mi educación, aunque luchaba por convertir esa roca en arena. Atrapado en la tensión entre mis creencias antiguas y mis creencias nuevas, todavía informes, saltaba mil veces al día de uno a otro polo, de la vergüenza a la exaltación. Una tarde, cuando trabajaba en el borrador del preámbulo al nuevo Pacto, mi hermana vincular entró inesperadamente en mi estudio.

—¿Qué estás escribiendo? — preguntó en tono agradable.

Yo cubrí una hoja con otra hoja. Mi cara debió reflejar mi incomodidad, pues la suya mostró señales de disculpa por la intromisión.

—Informes oficiales — contesté —. Tonterías. Aburridas trivialidades burocráticas.

Esa noche, en un paroxismo de desprecio hacia mí mismo, quemé todo lo que había escrito.

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En esas semanas emprendí muchos viajes de exploración a tierras desconocidas. Amigos, extraños, conocidos casuales, una amante: compañeros de extraños viajes. Pero en toda la fase inicial de mi tiempo de cambios no dije ni una palabra a Halum sobre la droga. Compartirla con ella había sido mi objetivo original, el que primero había llevado la droga a mis labios. Sin embargo, temía proponérselo. Era cobardía lo que me impedía actuar: ¿qué pasaría si, llegando a conocerme demasiado bien, dejaba de quererme?

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Varias veces estuve a punto de abordar el tema con ella. Me contuve. No me atrevía a ir hacia ella. Si quieres, puedes medir mi sinceridad por mi vacilación; ¿era de veras tan puro mi nuevo credo de apertura — te preguntarás — si sentía que mi hermana vincular estaría por encima de tal comunión? Pero no pretendo que haya habido entonces coherencia en mi modo de pensar. Mi liberación de los tabúes de la exhibición era un acto de voluntad, no una evolución natural, y constantemente debía luchar contra los antiguos hábitos de nuestra costumbre. Aunque hablaba en «yo» y «mí» con Schweiz y con algunos de los otros que habían compartido conmigo la droga, nunca me sentía cómodo al hacerlo. Vestigios de mis ataduras rotas seguían uniéndose furtivamente para sujetarme. Miraba a Halum y sabía que la amaba, y me decía que el único modo de realizar ese amor era mediante la fusión de su alma y la mía, y en mi mano estaba el polvo que nos uniría. Y no me atrevía. Y no me atrevía.

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La decimosegunda persona con quien compartí la droga sumarana fue mi hermano vincular Noim. Noim estaba en Manneran pasando una semana como invitado mío. Había llegado el invierno, trayendo nieve a Glin, fuertes lluvias a Salla, y sólo niebla a Manneran, y no hacía falta empujar mucho a los norteños para que fueran a nuestra cálida provincia. No había visto a Noim desde el verano anterior, cuando cazamos juntos en las Huishtor. Ese año pasado nos habíamos alejado un poco; en cierto sentido, Schweiz había llegado a ocupar el sitio de Noim en mi vida, y ya no necesitaba tanto a mi hermano vincular.

Noim era ahora un rico terrateniente en Salla, pues había recibido la herencia de la familia Condorit, y además las tierras de los parientes de su mujer. Al llegar a la edad adulta se había puesto rollizo, aunque no obeso; el ingenio y la sagacidad no estaban muy ocultos debajo de esas nuevas capas de carne. Se le veía elegante y bien cuidado, la oscura piel sin manchas, labios carnosos, complacientes, y redondos ojos sardónicos. Poco era lo que escapaba a su perspectiva. Al llegar a mi casa me observó con gran atención, como si me contara los dientes y las arrugas que rodeaban mis ojos, y después de los formales saludos fraterno — vinculares, después de presentar su regalo y el que traía de Stirron, después de que firmamos el contrato entre anfitrión y huésped, dijo inesperadamente: